Литмир - Электронная Библиотека
A
A

—Pero...

—Sin peros. Ellos no protestan, no replican, aceptan su cruz, aceptan la lógica consecuencia del pecado que han cometido... ¿O no crees que es un pecado? ¿Piensas que debo aplaudir su falta de respeto a la casa de mi madre? Dispénsame... Ya sé que se trata de tu hermana y que debes sentirte casi como si lo hubieras hecho tú misma. Te sientes así, ¿verdad, querida? Pues desecha esa idea y no pienses más en el asunto. Yo hago a cada quien absoluto responsable de sus actos, desligándolo de responsabilidades consanguíneas. Nadie es culpable sino de sus propios actos, ¡y pobre de aquél cuyos actos puedan volverse contra él algún día...!

Casi arrastrada por Renato, ahora detenida por él frente a la puerta de aquel departamento preparado para el amor y la dicha, Aimée busca en vano gestos y palabras. Desde hace algunas horas cree vivir en una pesadilla. Renato es ahora, de repente, otro hombre para ella: lejano, helado, amargo, y al mismo tiempo imperioso, desconfiado, agresivo, como si cada instante temiese ser apuñaleado por la espalda, como si alguien hubiera derramado en sus venas un sutil veneno que corre emponzoñándolo. La mira... la mira muy de cerca, con fiera mirada interrogadora, y luego sonríe... sonríe con una sonrisa fría y breve, que es peor que todos los reproches, que todos los insultos, que todos los gritos...

—Renato... —suplica Aimée con mortal angustia.

—Entra, y déjame... Tengo mucho que hacer todavía —ordena Renato con aspereza y dándole un leve empujón, tras lo cual cierra con llave la puerta.

—¡Renato... Renato...! ¿Qué haces? —se asusta Aimée—. ¡Renato... Renato...!

—Hijo, ¿has cerrado con llave esa puerta? —pregunta Sofía acercándose preocupada y vacilante—, ¿Con Aimée tras ella?

—Justamente, madre, con Aimée tras ella. Y ahora, si me das tu permiso...

—No, aguarda un instante. Quiero saber lo que ha pasado. Lo reclamo, lo exijo. ¿Por qué has decidido esa boda, que no te concierne, en una forma así? ¿Por que tratas a Aimée de este modo? ¿Por qué procedes como si hubieras enloquecido?

—Tal vez porque quiero llegar al fin... No me preguntes demasiado, madre.

—¿Qué te han hecho, Renato? —se angustia Sofía—. Estaba segura, estaba bien segura... El golpe que más pueda herirte tiene que llegar de él...

—¿De mi hermano Juan? —se revuelve Renato desafiante.

—¡Renato! —se alarma vivamente Sofía.

—De mi hermano Juan, madre... Dilo de una vez, acaba de decirlo... Y dime más, dime todo lo que sientes, todo lo que piensas, todo lo que has callado y callas todavía, conteniendo años y años el anhelo de gritármelo. Dime que me odia, que sabes que me odia justamente por eso, porque es hermano mío y bastó una fórmula legal, bastaron unos papeles y unas firmas para que a mí todo me fuese otorgado mientras a él se le negaba todo. ¡Dilo, madre, dilo...!

—No fueron unos papeles, no fueron unas firmas... fue la diferencia de toda una vida: la mía, recta, honorable, limpia; la de esa mujer que dio a la casa D'Autremont un bastardo... ¡qué digo un bastardo, un hijo maldito, fruto del adulterio y la vergüenza, la de esa mujerzuela baja y vil, como bajo y vil tiene que ser el corazón de ese hombre que hoy te ha herido...!

—No me ha herido, madre.

—¿Que no te ha herido? Entonces, ¿por qué te revuelves así? ¿Qué puede importarte que Mónica...? ¡Renato, hijo, dime la verdad, toda la verdad!

—La verdad es la que oíste, es ésa y no puede ser otra. ¿Qué has pensado, madre, qué has creído? ¿Piensas que de haber sido como sospechas, estaría ella viva detrás de esa puerta? ¡Ni él ni ella hubieran escapado con vida, madre. Pero esa boda es mi garantía... Por eso quiero casarlos yo mismo, en seguida, cuanto antes... Ver en el rostro de mi esposa la sonrisa feliz de quien lleva una hermana al altar... Ya lo sabes todo, madre, y sabes también a dónde voy. Voy a prevenir a los que cuidan los linderos, a poner guardias en todos los caminos del valle, con orden de detener a los que entren o salgan. Juan del Diablo no escapará de aquí sin haberse unido para siempre a Mónica de Molnar, sin atar sus vidas ante los jueces y el sacerdote, sin hacer buena la palabra empeñada, sin probarme a mí que es ella, y sólo ella, la que ha podido prostituirse hasta ser la ramera del puerto que aguarda a los marinos...

—¡Renato... hijo...!

Sofía D'Autremont ha dado unos pasos tras de Renato como si pretendiese aun retenerle, pero él no se detiene a su voz ni a su ademán, se aleja rápido y decidido... Sofía vacila, mira a la puerta de aquella alcoba en la que Renato encerrara a Aimée... Por un largo momento parece luchar consigo misma y, antes de alejarse, amenaza como sacudida por la violencia de un sentimiento invencible:

—¡Pobre de ti! ¡Pobre de ti si has llegado a manchar el nombre de mi hijo!

Aimée se ha dejado caer rendida en el pequeño diván de raso colocado a los pies de la cama. En vano ha sacudido la cerrada puerta, en vano ha tratado de escuchar, acercando a sus rendijas el oído... Sólo ha percibido los pasos que se alejan, las voces apagadas de aquella conversación entre la madre y el hijo, y ahora le asalta el recuerdo de aquellas horas que han sido como la amenaza de un puñal sobre su pecho. Como el vórtice de un torbellino, vuelve a sentirse arrastrada por Renato hasta aquella escena de pesadilla en la que saltan como visiones de horror los rostros conocidos: Mónica, Renato, Juan... Juan, sobre todo... Aquel Juan amado y aborrecido, temido y deseado, a cuya evocación la sangre de sus venas parece hervir...

—¡No es posible... No es posible...! Todos han enloquecido... ¡Todos! ¡El dijo que sí... Ella dijo que sí...!

—Señora Aimée...

—¡Ana! —se sorprende Aimée—. ¿Cómo has entrado? ¿Por dónde?

—No entré, señora, estaba aquí... esperándola como me ordenó... Cuando sentí que venía con usted el señor Renato, me escondí. Como usted me dijo que no hablara con nadie sino lo que me mandara decirle... ¿Ya no se acuerda, señora?

—¡No tengo nada que decirte! ¡Vete de aquí!

—¿Y por dónde, señora? El señor cerró con llave la puerta.

—¿Quieres decirme para qué me encierra como a una fiera?

—El señor anda desconfiado, señora Aimée, bien desconfiado. No hay más que ver cómo la mira. Si yo fuera usted, andaría con mucho cuidado, porque al señor Renato le han debido decir...

—Algo más que decir. Ana. La carta que mandé contigo, esa maldita carta que te arrebataron, esa carta que seguramente te robó Bautista, está en sus manos. Ha debido entregársela él, para comprar su perdón con ese servido... Y tenías que ser tú la que dejaras caer mi carta... ¡Tú, maldita estúpida! ¡Negra imbécil!

—¿Y usted para qué lo hizo? Si soy una negra imbécil, ¿para qué se fía de mí?

—Porque a veces soy tan estúpida como tú misma... y porque estoy desesperada, acorralada y perseguida por la mala intención de todos. Ana, Ana, ¡tienes que volver a servirme!

—Yo.... ¡Ay, no, mi ama! Si el Bautista dio la carta para que lo perdonara, si el amo Renato sabe... ¡Ay, mi ama! Yo no quiero meterme en más líos. El Bautista tiene la mano muy larga, y si él vuelve a mandar aquí...

—¡Yo seré la que te abofetee si no me sirves! —asegura Aimée, impaciente por los reparos de la sirvienta. Y cambiando de tono, ofrece—: Te daré cuanto me pidas, pero ahora mismo sales de aquí...

—¿Por dónde...?

—Por la ventana del cuarto tocador. Caerás en el patio chiquito, donde no hay nadie nunca, y allí te esperas, miras bien y buscas a Juan, que no puede estar lejos...

—¿Y si me ve el amo Renato?

—Si te ve, no importa... Él no sabe que estabas aquí... A mí es a quien no puede verme. Buscas a Juan y le dices que se acerque justamente por la ventana chiquita por donde tú vas a salir. Dile que le estoy esperando, que venga en seguida y que no me lleve a la desesperación, que no me haga enloquecer porque va a pagarla muy caro. ¡Acaso con la vida! Busca a Juan y díselo... ¡Díselo!

10
{"b":"143859","o":1}