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Con oblicua mirada despectiva, Juan ha recorrido del techo al piso los cuatro ángulos del destartalado galpón donde Mónica y él se encuentran en este instante. Es un cuarto anexo a las caballerizas, donde se amontonan los sacos de forraje, las pacas de heno, los viejos arneses, los cajones y los barriles vacíos, sobre uno de los cuales, que funge de mesa, está la botella de aguardiente y algunos vasos de burdo vidrio, en uno de los cuales Juan vuelve a servir el ardiente licor para beberlo de un solo trago...

—No beba más, Juan. ¡Se lo suplico!

—Sigue con su manía de suplicar en vano. ¿Aun no se ha convencido de que no atiendo ruegos ni súplicas? ¿De que es inútil...?

Ha callado mirándola despacio, como si la mirase por primera vez, acaso sorprendido de su demacración, del esfuerzo con que respira, de las profundas ojeras violáceas que hacen más hondos y dramáticos sus claros ojos de mirada sombría, y acaso también sorprendido de su belleza en flor, pálida y ardiente como una lámpara votiva, de aquellas manos blancas, finas como de lirios, cruzadas sobre el pecho como para rezar o para morir...

—Juan... Usted va a irse, ¿verdad? —pregunta Mónica con dolorosa voz suplicante—. Vino aquí esperando la ocasión de recuperar uno de los caballos que tenía, de conseguir otro, de irse... ¿verdad?

—¿Y por qué voy a irme? —replica Juan con una serenidad casi insolente. Hay ironía en sus palabras cuando prosigue—: ¿No oyó usted a Renato? ¿No le oyó decir que no saldría vivo si intentaba marcharme de Campo Real antes de haber lavado la afrenta que le hice, tomándola por esposa? Renato quiere que repare mi falta, que lave el honor de los Molnar manchado por mí, que le devuelva la honra que le debo... Qué gracioso, ¿verdad? El joven D'Autremont exige que me porte como un caballero, dándole mi apellido... ¡Mi apellido...! ¡Qué gracioso es esto, Santa Mónica! Supongo que será usted la que tenga que dármelo a mí... Entonces me llamaré Juan Molnar... ¡Juan de Molnar! Y heredaré con usted cuatro pergaminos amarillos y media casa en ruinas... —Ríe, y su risa encierra en sí una amarga mordacidad, al proseguir—: Renato lo manda, y hay que obedecerlo. Él es como ese Dios que está allá arriba, que pone en medio de la vida a un muchacho desnudo y hambriento, sin nombre ni familia, y le dice: "No mientas... no robes... no mates". Aun cuando para no matar, tenga que morir... Pues bien, complaceremos a Renato... ¿A qué viene asustarse ahora, cuando antes dijo sí?

—Juan, ¿es que no comprende? —protesta Mónica con voz ahogada de dolor.

—¡Naturalmente que he comprendido! Lo único importante es que Renato D'Autremont no sufra, que no sepa nada, que no sospeche nada que pueda humillarlo ni herirlo. Está sobre las nubes... ¿No lo dije? —Y en un estallido de repentino furor, protesta—: ¡Pues no está sobre las nubes! Es una pella de fango podrido, es un hombre como todos los demás... Peor... Más desdichado, más ridículo, porque llevó al altar a una ramera... ¡Oh! Por supuesto, eso no hay que decirlo. La historia ya no es ésa, es muy distinta ahora. Ella fue al altar casta y pura, y usted, usted, Santa Mónica, era la que corría por la playa al encuentro del Luzbel... Usted era la que me aguardaba desnuda y ardiente sobre la fría arena para echarme al cuello el nudo de sus brazos, para ahogarme con el vaho de sus besos, para embriagarme con su aliento y con sus caricias... Usted era la que pasaba la tormenta en mis brazos, la que saltaba sobre las rocas negras para despedirme, mientras yo me alejaba con el perfume de sus cabellos en mis manos y con la sed de volver prendida a la garganta como una espina... Usted era la amante de Juan del Diablo, Santa Mónica... —Vuelve a reír con cáustica fiereza, y termina con ruda violencia—: Y ahora no cabe volver atrás... Él preguntó, y usted dijo que sí... ¡Que sí!

Sólo ciego de desesperación podría un hombre hablar de modo tan bárbaro a la pálida mujer que tiene delante y que ahora retrocede respirando con esfuerzo, como si le faltara el aire... Toda ella es como una brizna de paja que girase atrapada por la furia del vendaval; pero alza la cabeza, clava en él la mirada, se sostiene enfrentándole, como si se apoyara en la cruz que eligió por martirio, extiende los brazos cual pudiera extenderlos sobre el madero para ser crucificada, y confiesa sumisa y contristada:

—Dije que sí... es verdad. ¿Qué otro camino me quedaba? ¿Qué otra cosa podía responder a las palabras de Renato? Dije que sí, pero usted...

—Yo también dije sí, claro está. Quería ver hasta dónde llegaban todos: usted, con su locura; Renato, con su imbecilidad... Y esa perra maldita, esa hipócrita, maestra de todas las falsedades, esa cínica que merece ser pisoteada, también quise ver hasta dónde podía llegar. Y llegó a todo... hasta a mentir de aquella manera, mirándola a la cara... Por supuesto, hizo bien. Ya estaría segura, ya sabría hasta dónde era usted capaz de soportar... —Vacila un instante y, con súbita sospecha, pregunta—: ¿O acaso fue convenido entre ambas?

—¿Qué dice, Juan? ¿Está loco? ¿Cómo podía yo...?

—¡Salió demasiado bien la escena! ¡Todo estaba como ensayado! Hasta la oportuna llegada de la ilustre señora D'Autremont... ¡Con qué horror y con qué asco me miró a la cara!

—Juan, por piedad...

—¡Piedad! ¿Conocen ustedes, los felices, los bien nacidos, los de sangre azul, el significado de esa palabra? ¡Piedad...! Pues aplíquela usted si lo sabe. Yo no tendré piedad de nadie, porque de mí nadie la tuvo jamás.

—Renato tuvo más que piedad... Tuvo amistad, afecto, simpatía, deseos de ayudarle contra todo, contra todos... Si le oyera usted defenderle, apoyarle, justificarle, recordar los días en que le conoció en la infancia, afirmar su determinación de tratarle como a un hermano...

—¡Como a un hermano!

Juan se ha mordido los labios, mirando hacia otro lado. Por encima de su cólera y de su rencor, no puede negar aquella verdad que las palabras de Mónica le recuerdan. Piensa en Renato niño poniendo en sus manos sus ahorros infantiles, dispuesto a seguirle. Piensa en Renato buscándole en la mugre de una taberna, en el fondo de una cárcel... en sus ojos limpios, en su mano leal, y piensa también en las últimas palabras de Bertolozi, en aquella verdad creída a medias, en la mirada inquisitiva de Francisco D'Autremont, en su mano estrujándolo, zarandeándolo como si pretendiera penetrar en su corazón y en su sangre, asomarse a su alma, saber hasta qué punto podía ser su hijo aquel muchacho despreciado, condenado a carne de horca por el insano deseo de venganza de aquel Bertolozi a quien algunas veces llamó padre... Como una espuma amarga, como una bocanada de asco le ha subido a los labios el pasado, y lo aparta como si espantase a una alimaña de un brusco manotazo:

—¡Oh, basta! ¿Qué pretende? ¿Qué espera de mí?

—Váyase, Juan. Piense que se lo pido de rodillas, desesperada... ¿Por qué llevar las cosas hasta el fin? ¿Por qué empeñarse en que corra la sangre? Yo sé que en su alma hay una fibra capaz de compasión. Tiene que haberla; la he visto, la he palpado... Usted no es una fiera; usted es un hombre, Juan, y como a hombre, esta pobre mujer le ruega, le suplica, e implora... ¡Váyase, Juan! ¡Dígame que sí!

—No puedo responder todavía.

—No me responda, pero váyase... Váyase mientras dura la noche. Levante al amanecer las anclas, y que cuando salga el sol, esté lejos. No lo diga, no lo diga si le duele a su orgullo decirlo, pero hágalo, Juan... ¡Hágalo!

Ha caído de rodillas, ha extendido las manos; luego se inclina para cubrir con ellas el rostro, y queda sin sollozos, dejando resbalar las lágrimas entre sus dedos. Juan la mira un instante y sale de la estancia moviendo la cabeza como espantando una idea fija. Va confundido, trastornado, sintiendo que una oleada extraña de compasión le embarga, como si minuto a minuto perdiera terreno en aquella batalla en la que las lágrimas de la ex-novicia luchan contra su orgullo, contra sus celos, contra su rencor y su amor...

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