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Ha dado unos pasos sobre la tierra húmeda... Ahora no llueve ya, y es pálido y lejano el resplandor de los relámpagos que intermitentemente encienden el cielo. Sus ojos giran como abarcando aquel paisaje, y al divisar al muchachuelo negro que por allí haraganea, lo llama:

—¡Colibrí... Colibrí...!

—Aquí estoy, mi amo. Todo se halla listo. Entre aquellos árboles, que están detrás de la iglesia, escondí los caballos en cuanto vi que empezaba el julepe... ¿Nos vamos, mi amo?

—Sí, Colibrí, nos vamos. Ahora mismo nos... —se interrumpe al oír un extraño y lejano silbido, y perplejo indaga—: ¿Eh? ¿Qué es eso?

—No sé, mi amo. Alguno nos está silbando...

—Señor Juan... señor Juan... —llama Ana con vehemencia, pero sin gritar, llegando donde se encuentra éste—. Soy yo, señor Juan... pero no grite... No grite, que andan cerca los guardias...

—¿Qué guardias?

—Los guardias que mandó el señor Renato para vigilar y no dejar entrar ni salir a nadie... yo creo que es para que usted no se escape...

—¿Qué dices? ¿Escaparme yo?

—Eso dijo el amo. Yo oí cuando se lo dijo al señor notario... Que no quería que usted se escapara, porque mañana tenía que casarse... ¡Ay, Dios! Así debían hacer todos los hermanos: no dejar que se escapen los novios. No habría tanta pobrecita mujer como dejan plantada...

—Vigilar... Vigilarme... ¿Y quién te mandó a ti que me lo dijeras?

—Que se lo dijera a usted, nadie. Pero yo los vi y pensé: Es mejor que lo sepa... y que se ande con cuidado hasta llegar a la ventana...

—¿Qué ventana?

—¿No le dije? ¡Ay, Dios, que no le dije! Tengo la cabeza que me da vueltas para todas partes, con tantos sustos y con el golpe en la piedra que me hizo dar ese maldito de Bautista, que así le coman las hormigas los pies y las manos...

—¿Acabarás de una vez? —se impacienta Juan.

—Ya voy, señor Juan. Aquí todo el mundo está siempre apurado... La señora Aimée me mandó que lo buscara por todas partes, y me dijo... Deje ver si me acuerdo... ¡Ah, sí! Me dijo que estaba desesperada, llorando a mares, y enferma de tanto llorar...

—¿Te dijo que me dijeras eso?

—Sí, señor. Eso y muchas cosas más, que se me han olvidado... Pero de veras que está muy asustada, y tiene razón, porque hay que ver cómo la mira el señor Renato. Yo lo vi cuando me escondí detrás de la puerta... La mira como si le fuera a arrancar la cabeza, y ella tiene mucho miedo y quiere que usted vaya...

—Que yo vaya, ¿a dónde?

—A verla... por la ventana chiquita... Por ahí me hizo salir casi de cabeza para buscarlo, porque el amo Renato la tiene encerrada y dijo muchas cosas muy feas... Y para mí que si ustedes no se casan, él mata a alguien, porque está como el amo don Francisco, que en paz descanse, mandando de verdad. Y la señora Aimée le espera a usted en la ventana... y me dijo que fuera... Que fuera a hablarle usted esta noche, porque si no iba, se mataba...

—¿Matarse ella? —sonríe Juan despectivo—. Como si fuera posible para ella ir contra sí misma por nada ni por nadie. ¡Matarse ella...!

Un instante, cruzados los brazos, Juan ha contemplado el rostro oscuro, de expresión estúpida. Luego, bruscamente, le vuelve la espalda y ordena a Colibrí:

—¡Vámonos!

—Sí, mi amo, vámonos. ¿Traigo los caballos?

—¿Va a ir a caballo? —pregunta Ana con extrañeza—. ¿Hasta dónde?

—¡Hasta el infierno! Puedes decírselo así a tu ama.

—Si es fuera de la finca, le digo que no pasa de la guardarraya. Son como cien, todos con escopetas. El amo Renato mandó abrir el cuarto grande donde estaban las escopetas, y le dieron una a cada guardia. Yo los vi de dos en dos dando vueltas por allá, y los han visto todos en la casa...

—¿Todos? ¡Entonces era una trampa! —exclama Juan—. Cuando Mónica de Molnar me rogó que me marchara, que saliera esta noche de Campo Real, seguramente no ignoraba que había hombres preparados para detenerme... tal vez, para matarme... Claro, después de todo, ¿qué valía mi vida, qué vale mi vida desdichada, comparándola con la tranquilidad de Renato? Él, sólo él importa. Y yo llegué a creer en sus lágrimas, a escuchar sus súplicas...!

—¿De quién está hablando? —pregunta Ana, que no entiende ni una sola palabra.

—¿Qué te importa? ¡Corre y dile a tu ama, a tu maldita ama, que voy allá! Anda...

—¡Corriendo y volando! —afirma Ana alejándose, al tiempo que murmura—: ¡Lo que se va a alegrar! Esta vez sí que me gané la sortija, el collar, y toda la plata que me ofreció el ama.

—Juan... ¿Eres tú...? ¿Eres tú por fin...?

Como si no diera crédito a sus ojos, Aimée extiende las manos desde aquella ventana, estrecha y alta, mientras frente a ella, en el pequeño patio embaldosado, Juan se detiene cruzando los brazos. Una cólera fría, más terrible que todos sus arrebatos, un rencor helado y sordo parece llenar hasta la última partícula de su cuerpo y asomarse a sus ojos como nunca altaneros, como nunca fieros y penetrantes... sus ojos italianos en los que Aimée de Molnar no lee más que una palabra: venganza. Y claramente asustada, ruega:

—Juan... no me mires de esa manera... Comprendo lo que sientes, lo que te pasa. Yo también estoy desesperada... Óyeme, entiéndeme... Tuve que decir eso, tuve que mentir tratando de engañar a Renato, porque iba a matarme en aquel instante... me había echado las manos al cuello... Le habían entregado la carta, la maldita carta que Ana se dejó robar...

—¡Ah... Ana...!

—Fue a buscarme como un loco y me hubiera matado, Juan, me hubiera matado en aquel instante. Lo veía en sus ojos, sentí sus manos apretándome la garganta y grité lo primero que me pasó por la imaginación... grité para salvarme, sin saber ni lo que gritaba...

—Sabiéndolo muy bien, estando muy seguro del resultado de tus palabras, habiendo preparado antes la farsa, los trucos, los recursos... Habiendo mandado a tu hermana para que ella me entretuviera y él nos hallara juntos...¡Que fácil es, que grandiosas, que maravillosas son tus casualidades...!

—¡Juan de mi alma, yo te juro...!

—¡Calla, basta, no jures más! —se exalta Juan en un arrebato de ira—. Deja la farsa y acaba de una vez con lo que tienes que decirme. Me mandaste llamar diciendo que si no acudía me iba la vida. ¿Por qué me iba la vida?

—Te mandé llamar desesperada. Dije lo primero que me pasó por la mente para obligarte a que te acercaras... Necesitaba verte, oírte, hablarte, estar segura de que no te alejas odiándome...

—¿Alejarme? ¿Tú también quieres que me vaya?

—¿Y qué otra cosa puedes hacer frente a las circunstancias? Irte... aprovechar las horas de noche que aun quedan, tomar un caballo, llegar hasta tu barco y... —Aimée se interrumpe ante la carcajada que con amarga ferocidad suelta Juan, y con una mezcla de asombro y miedo, inquiere—: Juan, ¿qué tienes? ¡Vas a volverte loco!.

—No... no temas. Eso quisieras tú, ¿verdad? Eso quisieran tú y la otra: que me volviera loco, o que fuera tan cándido como para escuchar tus consejos y ablandarme frente a sus lágrimas. Pero no lo haré... no lo haré. Fui lo bastante estúpido para quererte, lo bastante imbécil para pensar que tú también me amabas, lo bastante asno para creer hasta en la buena fe de tu hermana... Pero ya sé lo que quieren las dos, ya sé lo que entre todos me han preparado. ¿Fuiste tú la que le aconsejaste a Renato regar escopetas entre los guardias? ¿O la idea fue de Santa Mónica?

—¿Qué dices? —se desconcierta Aimée—. No entiendo nada. Te juro...

—Tal vez lo combinaron entre las dos. Saben mucho, son tal para cual... astutas como sierpes... Solamente olvidaste un detalle: que enviabas tu recado con una imbécil, con una pobre tonta incapaz de secundar tus planes, con una estúpida que tuvo la candidez de prevenirme de cuántos eran y qué armas tenían...

—¡Juan... Juan, te juro que yo no sé nada... nada...!

—Yo te juro que voy a vengarme haciendo las cosas como ustedes las hacen, clavando poco a poco el puñal... Tú y ella... y ella más que tú, porque a ti ya te odio tanto y te desprecio tanto... pero ella... ella...

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