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—¿Qué hizo ella? ¡Te juro que no sé nada, que no entiendo nada!

—¡Entiendes demasiado! Te ha fallado el último truco, les ha fallado a ambas el plan para deshacerse de mí, haciéndome prender o matar... mejor matar, ¿verdad? ¡Los muertos no hablan! Pero no me moveré de esta casa. No tengo nada que hacer fuera de sus jardines... Al contrario, iré al despachó para decir a Renato cuánto le agradezco que vaya a apadrinarme y qué contento estoy con la boda que me prepara. Tú eres la madrina, ¿verdad? ¡Con cuánta alegría vas a llevarla hasta el altar... como vas a desearle felicidades a tu hermana, y qué dulce viaje de bodas le aguarda...!

—¡No, no, tú no vas a casarte con Mónica!

—Yo sí voy a casarme. Lo manda Renato, que es el rey de Campo Real. Me casaré mañana, y desde ahora voy a empezar a prepararme, voy a pedirle a mi futuro cuñado el regalo que me hace falta: ¡un barril de aguardiente para el viaje!

Sin escuchar los gritos de Aimée que le llama con desesperación, sin volver siquiera la cabeza para escuchar aquella voz que implora desde la pequeña ventana, Juan se ha alejado cruzando el patio, con una sola idea, con una sola obsesión: vengarse... Vengarse usando las mismas armas que cree usadas contra él: la astucia y el engaño... Vengarse hiriendo poco a poco, destrozar golpe a golpe otras vidas, como una a una han sido destrozadas sus ilusiones. Y por la diabólica alquimia de aquella intriga en que se agita, su odio más ardiente no es para la mujer que le ha engañado, no es ni siquiera para ese Renato en cuyas venas sabe sangre de hermano. Es para Mónica de Molnar, para la frágil mujercilla que, un instante arrastrándose a sus pies, logró convencerle hasta las entrañas; para la que estuvo a punto de ganar la batalla apelando a su compasión y a su piedad. Ahora, repentinamente, sólo piensa en ella, ¡y con qué furor, con qué ansia sueña tenerla a su antojo y albedrío sobre la cubierta del Luzbel, como un botín más en su carrera de pirata, como una propiedad de conquista en aquella lucha desesperada que es, y siempre fue, su vida, en guerra contra todo el mundo en que naciera, contra la sociedad que le rechazara, contra el techo y el pan que se le ofreciera en su infancia, contra todos, en fin... contra todo y contra todos...!

Aimée ha saltado por la estrecha ventana, golpeándose al caer; pero dominando el dolor se levanta tambaleante, y arrastrando la pierna dolorida, da unos pasos sin saber qué rumbo tomar para seguirlo... Y es un grito bronco de ansiedad y desesperación el que sale de su garganta:

—¡Juan... Juan!

—¡Aimée! ¿Por qué gritas así? ¿Estás loca? —reprende Monica en voz baja, acercándose a su hermana.

—¡Juan! ¡Juan! ¡Búscalo, corre tras él, Mónica! ¡Detenlo, llámalo! ¡Va como un loco!

—Como quiera irse, pero que se vaya. ¡Que se vaya!

—¡Es que no se va, Mónica! ¡Está cómo loco! ¡Quiere vengarse!

—Su única venganza es cumplir la palabra que me ha dado a mí: irse para siempre. Y esta vez serán inútiles tus gritos y tus lágrimas. ¡Se irá para siempre! Con lágrimas y súplicas le arranqué la promesa, y va a cumplirla...

—¡No seas estúpida! Te estoy diciendo que no se va. ¿No me entiendes? ¡No se va! ¡No se va! Se queda para vengarse. Dice que va a casarse contigo para castigarme, para volverme loca con lo que sabe que puede lastimarme más, sabiendo que lo que más puede herirme en el mundo es pensar que tú... ¡que tú y él...!

Fieramente, Mónica de Molnar ha enfrentado a su hermana. Sus blancas manos se crispan en los hombros de Aimée, sujetándola, zarandeándola, obligándola a mirarla cara a cara, los ojos en los suyos relampagueantes, y ordena indignada:

—¡Calla! ¡Calla! ¡No digas una palabra más, porque no respondo de mí! ¿Por quién me has tomado? ¿Piensas que soy de tu misma carroña, mujerzuela despreciable? ¿Qué es lo que has llegado a pensar? ¡Cállate ya!

—¡Tú eres la que has de callarte! ¡No sabes lo que pasa o, no lo quieres saber! ¡Ó acaso sí lo sabes y estás muy conforme con llevártelo!

—¿Llevarme a quién? ¿Qué es lo que dices?

—No haces sino ir rastreando detrás de mis pasos, empeñándote en disputarme a los que me quieren a mí, a mí, a mí sola... ¡Primero a Renato, luego a Juan...!

—¡Cállate! —exclama fuera de sí Mónica, al tiempo que asesta una sonora bofetada en el rostro de Aimée.

—¡Mónica! ¡Aimée! ¿Qué es esto? —se sorprende Renato, que ha llegado silenciosamente hasta el grupo que forman las exaltadas hermanas.

—¡Renato! Ya has visto... —se angustia Mónica.

—He visto que abofeteabas a tu hermana, y comprenderás que es necesario...

—Mónica no me perdona el que haya tenido que descubrirla —interrumpe Aimée dominando la situación—. Está furiosa porque tú lo sabes, porque la obligas a casarse... Y en eso no le falta razón, Renato. En eso creo que te excedes... Si ella no quiere una reparación, ¿por qué has de imponérsela?

Mónica ha apretado los labios, ha bajado los párpados, ha retrocedido hasta encontrar el apoyo de una columna para no desplomarse, y otra vez, tras el momento de imponente cólera en la que ha sentido hervir su sangre, siente que es hielo lo que le corre por las venas, que son como de plomo su cuerpo y su alma... Y escucha, como a través de muchos velos, indiferente ya a fuerza de sufrir, las palabras de su hermana:

—Está como loca y por eso le perdono hasta que me maltrate. Al fin y al cabo, este es un asunto que no te concierne directamente, Renato. Lo mejor será que dejes en paz a Juan del Diablo, que envíes a mamá y a Mónica a Saint-Pierre, y que tengas piedad de mí, que ya no puedo más... ¡que ya no puedo más!

Se ha arrojado llorando en brazos de Renato, pero él la detiene con un gesto frío. Ahora sólo mira a Mónica: su cuerpo desmadejado apoyado en la columna, sus labios apretados, sus cerrados párpados, su cabeza echada hacia atrás en la más amarga actitud de suprema desesperación... Y con gesto sereno y tono mesurado, expone:

—Si realmente Juan te debe una reparación, Mónica, no es posible que no quieras aceptarla. Si realmente tuviste la debilidad de caer en sus brazos, no es posible que una mujer como tú se niegue a casarse... Mal o bien, tuviste que quererlo para hacer lo que hiciste, y si lo que te asusta es su modesta posición, acaso deba adelantarte que después de la boda las cosas cambiarán. Perdóname si insisto, pero tengo la absoluta necesidad de saber que quieres a Juan, que quisiste a Juan, que fuiste suya, tú, tú... Y habiendo sido suya, no puedes rechazar lo que te ofrezco, que es lo único digno, lo único decente: ser su esposa...

—¡Pero si ella no quiere...! —se rebela Aimée.

—Sí quiero, Renato. Me casaré, me iré con él a donde quiera llevarme. ¡Dije que sí, y es mi última palabra!

Aimée ha escuchado temblando las palabras de Mónica, y se diría que, sin apenas cambiar, algo se despeja en el endurecido rostro dé Renato. Un instante aparta éste la vista de la pálida mujer recostada en la columna, para clavarla en el rostro de su esposa. También Aimée de Molnar está intensamente pálida; como los de Mónica, también tiemblan sus labios; pero hay un relámpago siniestro en sus brillantes ojos de azabache, y la luz que un momento iluminara el rostro de Renato parece apagarse cuando de sus labios destila sutil y dolorosamente la ironía:

—¿Ves? No era necesario llegar a los extremos de antes para convencerla de lo que es justo y natural. Cualquiera puede tener un instante de debilidad, pero las gentes bien nacidas saben siempre que hay necesidad de reparar, y Mónica no desmiente la casta... Y ahora, para ti, Aimée, una pequeña pregunta de orden personal: ¿Por dónde saliste del cuarto?

—¿Yo? Pues... Bueno... por esa ventana... Tu ridiculez de encerrarme me obligó a cualquier cosa, y aprovecho la oportunidad para decirte que no estoy dispuesta a tolerar la forma en que me tratas...

—Me temo que tendrás que tolerar muchas cosas más, querida —anuncia Renato con suavidad, pero con un oculto acento ominoso—. Volvamos al cuarto... Deja a Mónica en paz... Ella me parece que comprende las cosas mejor que tú, y acepta plenamente las consecuencias de sus actos. ¿Verdad, Mónica?

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