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La pálida frente de Mónica se ha alzado, sus claros ojos, limpios, puros, altivos, se clavan un instante en los de Renato haciéndole estremecerse con una involuntaria sensación de respeto, cuando ésta asiente dignísima:

—En efecto, Renato. Acepto y afronto plenamente las consecuencias de mis actos...

5

—SIÉNTATE Y DESCANSA. Mañana te aguarda un día de grandes emociones... un mañana que ya es hoy...

Los dos, Aimée y Renato, han alzado la cabeza. Por la abierta ventana se divisa un trozo de cielo que empieza a clarear. En él arde una estrella, roja como una brasa, como un botón de fuego, como una ardiente gota de sangre...

—Todo estará listo a la hora que haga falta: los papeles, el cura, el juez. Por fortuna, el notario lo tenemos en casa. Un poco remiso andaba el bueno de Noel, pero después ha desplegado una actividad extraordinaria, cuando se ha dado cuenta que de verdad le iba en esto la vida a Juan del Diablo. Siempre ha tenido una extraña debilidad por mi hermano...

—¿Eh? —se asombra Aimée—. ¿Qué dices, Renato?

—Creo que ignorabas ese detalle. Sí, Juan del Diablo es mi hermano. Claro que con el yelmo del escudo de los D'Autremont virado hacia la izquierda; peor aún, porque ni siquiera es un simple bastardo... Es un hijo del adulterio, de la infamia, de la traición de una mujer y de la deslealtad de un amigo... Duele decirlo, pero ese amigo infiel fue mi padre, pero vaya la verdad por delante...

Aimée ha bajado más la cabeza, ha hundido un instante el rostro en las manos. El corazón le late tan fuerte, que cree no poder resistir más. Todo a su alrededor es como una pesadilla, como un torbellino de locura, mientras ásperas, irónicas y heladas, siguen sonando, como si flotasen en un negro infinito, las frases de Renato:

—Justamente anoche tuve la seguridad de que era mi hermano. Y mira tú lo que somos los imbéciles, los sentimentales, los de corazón blando... Sentí una ternura y una alegría infinita, salí a buscarle para estrecharlo entre mis brazos, para ofrecerle lo que, según mi utópico sentido de la vida, le pertenecía: la mitad de cuanto tengo... Para rogar a mi madre, con lágrimas en los ojos, que me permitiese darle también el nombre de mi padre, para hacerle completamente igual a mí... Qué imbécil soy, ¿verdad?

—¿Por qué hablas de ese modo? ¿Por qué destilan así odio y amargura tus palabras?

—¿Me lo preguntas de verdad? ¿No lo sabes? A veces basta un rayo de luz para ver el abismo; basta un minuto para que la vida cambie para siempre... —Renato hace una mueca, y es más intensamente amarga la bocanada de veneno que sube a sus labios—: Sí... Es mi hermano... mi hermano el perdido, el contrabandista, acaso el pirata... como Mónica es tu hermana hipócrita y rastrera, cínica y liviana... ¿Verdad?

Ha esperado la respuesta largo rato hasta que, al fin, escapa trémula y mojada de lágrimas de los labios de Aimée:

—Eres muy severo con ella, Renato. Yo... yo me atrevería a suplicarte que los miraras con más indulgencia... con más...

Ha callado, ahogándose, y Renato da un paso más hacia la ventana abierta, desde donde divisa el amplio panorama del valle, los sembrados, los campos verdes, las cumbres de las altas montañas que doran ya los primeros rayos del sol... Su vista baja hasta más cerca y se estremece al ver al hombre que, cruzados los brazos, torvo y ceñudo frente a la morada de los D'Autremont, observa también al sol que nace. Luego sonríe con sonrisa de hiel y sus manos bajando hasta Aimée, la obliga a levantarse, a mirar por aquella ventana, al tiempo que señala:

—Mira a Juan. Está contemplando salir el sol del día de sus bodas... el día en que la vida de los hombres cambia... ¡El día de su boda!

—¡Oh, Juan!... ¿Qué haces?

—Ya lo ve, desayunarme a la moda marinera, con lo primero que hallé a mano. El servicio en esta casa está dejando bastante que desear. ¿Dónde se fueron aquellas filas de lacayos de chaquetas blancas? ¿Son acaso los que rondan ahora los caminos con la escopeta al brazo?

—Juan, te suplico que no bebas más...

La mano de Noel, adelgazada y temblorosa, se ha apoyado en el brazo de Juan apartando la copa que éste va a llevar a sus labios, y los tristes y cansados ojos se fijan largo rato en el rostro del muchacho, endurecido de rencor y de cólera, cerrado como una noche de tempestad. Están en un ángulo del amplísimo comedor, junto a los armarios cargados de vajillas de plata, donde Juan, revueltos los cabellos, desabrochada la camisa, toscos los ademanes de marinero, es una figura tan extraña, tan ruda y anacrónica, como cuando de niño pisó por primera vez aquella estancia con los pies descalzos, con el traje de terciopelo de Renato como inútil regalo...

—¿Qué pasa contigo, Juan? ¿Qué es lo que realmente ha pasado? Te aseguro que todo esto es como una pesadilla. Anoche te busqué por todas partes y, al no encontrarte, tuve la esperanza de que te hubieras ido. Luego vi los guardias... Te avisaron, ¿verdad? ¿Te avisó ella...?

—No sé a qué ella puede referirse en este caso. Me avisó una "ella", pero ninguna de las dos en las que seguramente usted ha pensado. Esas habrían estado muy satisfechas si me hubieran detenido con una bala en la cabeza o en el corazón, pero no salieron las cosas a su antojo... Mi hora no había llegado... Como para otros hombres dicen que hay una Providencia, hubo siempre un demonio que protegiera a Juan del Diablo. Un demonio que, para salvarlo, no le pide más que una cosa: Que marche adelante pisoteando a cuantos se pongan en su camino... Que viva sin piedad ni cuidados... Que atropelle y ofenda, robe o mate si es preciso matar...

—Hijo, es espantoso tu estado de ánimo, como espantosas son también la desesperación y la violencia de Renato. Tengo la impresión de que ha enloquecido de repente. ¿Cómo pudo cambiar así en una hora? ¡Qué digo una hora! Unos minutos nada más bastaron. Y no es posible que lo que oficialmente sabe, haya sido bastante para...

—¿Qué es lo que oficialmente sabe?

—No creo que necesites preguntarlo. Tus pretendidos amores con la señorita Mónica de Molnar...

—¿Pretendidos? Delante de usted ella ha confesado, ha afirmado que fue mi amante...

—¡No pretenderás que crea ese disparate! Conmigo puedes ser absolutamente franco...

—Soy absolutamente franco con todo el mundo. Noel. Me casaré con Mónica de Molnar, me la llevaré conmigo en mi barco... Será útil una mujer a bordo para lavar la ropa, hacer la comida de los muchachos, remendar las velas y fregar los platos...

—¡No puedes casarte para eso con la señorita Molnar! ¡No puedes llevártela a tu barco! Ella tiene su casa en Saint-Pierre. Ahí es donde tienes que ir y allí iré yo también en seguida para...

—¿Para qué, Noel? —interrumpe Renato, aproximándose a la mesa donde se hallan los dos hombres—. Termine la frase...

—Pues... para ayudarles a instalarse. Cuando las cosas se hacen tan precipitadas como esta boda, todo sale mal y hay después mil detalles que arreglar, y yo...

—¿Y usted cree que su presencia puede ser grata a dos recién casados? No, Noel, va usted a estorbar de un modo lamentable. Juan y Mónica van a casarse por amor. ¿No es verdad?

—Naturalmente —desafía Juan destilando ironía—. Por amor... Un amor que salva todos los escollos, que suprime todas las distancias... No se preocupe usted por Mónica, Noel. Cuando sea mi mujer, no necesitará de nada, absolutamente de nada...

—No dudo que sabrás atender y cuidar a tu esposa —concede Noel haciendo un esfuerzo.

—Tanto como Renato a la suya. ¿No la guardas tú bajo llave, Renato?

—¡No te doy el derecho de preguntarme lo qué hago! —rechaza Renato furibundo—. Ni de entrar en el comedor de mi casa... Ni de beber coñac en mis vasos... ¡Canalla!

—¡Renato! ¡Oh, Juan! —se alarma Noel ante el sesgo que repentinamente han tomado las cosas.

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