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—No se preocupe, Noel, no se asuste —tranquiliza Juan con dolorosa impavidez—. Sus insultos no me harán saltar. Ya sé que es el amo, y al amo todo hay que tolerárselo. No en balde le respaldan cien hombres armados. Es un detalle que da fuerza y valora sus mandatos... Magnífico detalle...

—¡Basta! ¡No voy a tolerar...!

—¡Soy yo quien dice, basta! No pisaré tu comedor, no beberé en tus malditos vasos... Aguardaré la hora de mi matrimonio y me iré con mi mujer adonde me dé la gana llevarla. Es lo que exigiste, y es lo que hago... ¡Nada más! —escupe Juan con fiereza incontrolable. Y dando la espalda a su rival se aleja con paso precipitado.

—¡Ah, carroña! —insulta Renato enardecido—. ¿Por qué se va? ¿Por qué no responde a mis injurias?

—¿Por qué te empeñas en provocarlo? ¿No ha hecho ya cuanto quiere? ¿A qué viene ese odio repentino y absurdo? Si quieres explicarme las cosas con calma, acaso yo, con mi buena voluntad...

Renato ha apartado la vista del notario, ha recorrido con ella la amplísima estancia para detenerse al fin en el dorado marco de un retrato, efigie de Francisco D'Autremont, contemplándolo largo rato. La frente altiva, el mentón voluntarioso, la figura arrogante, trágicamente parecido a Juan... Y toda la ira le sacude, se apaga, se ahoga en el pozo amargo que reboza su alma...

—Renato... no te había sentido entrar...

—Tus puertas estaban abiertas por casualidad, mamá, y pensé que no había nadie en tu cuarto.

—Sí... Yanina está enferma, y es natural. La pobre paga por los pecados de otro... Ya sabes que Bautista desapareció de la casa sin decir palabra. Yo le había dado un puesto de jefe de las cuadras, pero se fue sin despedirse ni siquiera de su sobrina. La pobre sufre por eso. Ya sé que tú no tienes por ella simpatías de ninguna clase, pero es una servidora agradecida y leal...

—Sobre todo leal... —murmura Renato con cierto retintín.

—¿Qué tratas de decirme?

—Nada.. Hablemos de otra cosa... Dentro de dos horas será la ceremonia de la boda, y...

—Hijo, ¿de todos modos vas a hacer que se casen? ¿Insistes? Pensé que te bastaría con saber que estaban dispuestos a casarse...

—Eso es muy fácil. También ellos pudieron pensar lo mismo. Yo necesito ver el final, verlos partir en alegre viaje de novios y regresar del brazo como un matrimonio bien avenido. Si es como ellos dicen, ya pueden sentirse satisfechos. Si no lo es... quiero ver estallar el volcán... Pero lo es. Ellos lo afirman, todo el mundo lo dice, tú misma opinas que debo aceptar la historia, tal como me la han contado. Pues aceptándola, todos tenemos que ser felices. No hay razón para caras largas y sollozos ahogados, sino para fiesta, para una alegre fiesta. Les he dado a los trabajadores el día libre, barricas de aguardiente, y la orden de bailar hasta que se caigan... Supongo que no faltarás a la iglesia, mamá. Me complacerás asistiendo a esa boda.

—Si es por complacerte, habrá que ir. Pero quisiera que me escucharas...

—No escucharé a nadie. Es inútil... —rehúsa Renato suave, pero con firmeza—. Mira, aquí llega precisamente Ana, oportuna por primera vez en su vida...

—La mandé traerme razón de cómo sigue Yanina —justifica Sofía. Y alzando algo la voz—: Acércate, Ana ¿Cómo está Yanina?

—No sé. Pero seguro que está bien, porque no se hallaba en su cuarto ni en el patio, donde el Bautista estaba armando el gran escándalo...

—¿Ha regresado Bautista? —murmura Renato lentamente.

—Lo trajeron los guardias, y hay que oírlo. Está más bravo que un alacrán... No quería venir y lo tuvieron que amarrar... —Ana ríe con divertida estolidez—. Está que se muerde solo, como un perro con rabia...

—¿Mandaste detenerlo a él también, hijo?

—Mandé detener a cuantos intentaran cruzar los linderos de Campo Real. Me alegro mucho de comprobar que mis órdenes fueron cumplidas al pie de la letra. Ahora mismo voy a hablar con él, y no te preocupes, mamá, porque no va a irle mal. En cuanto tú, Ana, ve a decirle a la señora Aimée que se prepare. La ceremonia de la boda es a las tres. Debe estar arreglada un poco antes, ya que es ella quien tendrá que acompañar al novio al pie del altar. ¡Anda! Prepárale la ropa y ayúdala a vestirse... ¿No me oyes?

—Pero, mi amo, ¿cómo hago para entrar? La señora Aimée está encerrada...

—Aquí tienes las llaves del cuarto. ¡Anda! ¡Anda pronto! —Ha empujado a Ana, que se aleja asustada, y volviéndose a Sofía, le aconseja—: Arréglate tú también, mamá. Yo voy a ordenar que suelten a Bautista y a devolverle su importante cargo... Estoy empezando a darte la razón en todo, madre: es el capataz ideal para este infierno florido.

—Hija mía, creo que es la hora. Ahí está ya Renato, y todos van camino de la iglesia. —Catalina se interrumpe y balbuceando, agrega—: Yo no sé qué decirte, mi hijita... Yo...

—No hay nada que tengas que decirme, mamá. Mónica se ha puesto de pie, abandonando el reclinatorio donde largamente ha rezado, y se mueve como una sonámbula a través de la estancia. En sus ojos hay un brillo extraño, sus manos arden, y están sus labios también resecos y ardientes bajo el vaho de fuego que respira. Tímida y torpe, la madre va tras ella como si no hallase gestos ni palabras...

—Hija, deberías haberte mudado de traje... ¿Vas a ir a casarte de negro, de luto como una viuda? ¿Y sin ramo de novia?

—¿Qué falta hace? Dame mi libro de oraciones y mi rosario...

—¡Ay, hijita, todo esto me parece horrible! Creo que aun podrías... —intenta persuadir Catalina; pero la interrumpen unos golpes discretos dados en la puerta.

—No puedo nada... Ahí está el hombre que va a llevarme hasta el altar... Es Renato... Ábrele...

Catalina ha franqueado la puerta a Renato y con la mayor discreción ha salido dejándolos solos. Él sí se ha cambiado de traje afeitado y peinado con pulcritud y esmero. El marfilino rostro, tenso y pálido, no muestra expresión de ninguna clase. En la mano sostiene un pequeño ramo de rosas blancas, y parecen de acero sus pupilas azules, a fuerza de duras y brillantes, cuando interroga:

—¿Estás lista ya?

La ha mirado con ansia, con una especie de interrogación desesperada en los ojos humanizados por un instante, y Mónica sostiene aquella mirada sin responder de momento ni con un gesto ni con una palabra; luego baja los párpados y da un paso hacia él para contestarle con un monosílabo que es a la vez afirmación y pregunta:

—¿Ya?

—Aunque es facultad de la novia hacerse esperar, creo que no debemos extremar la nota en este caso... Juan está en la iglesia, desde hace rato... Aquí tienes tu ramo de novia...

—Gracias, Renato —agradece Mónica con amarga ironía—. Son las primeras flores que me das en tu vida, y tenían que ser éstas. ¡Vamos, que espera Juan del Diablo!

Bruscamente, casi estrujándolo, ha tomado Mónica aquel pequeño ramo de rosas blancas, y un instante lo aprieta en gesto convulso contra su pecho. Tenía que ser él, tenía que ser el hombre a quien tanto amó en vano, a quien aun siente junto a sí como una quemadura, quien la llevase del brazo al altar, quien pusiera en sus manos el ramo de novia para sus bodas con Juan del Diablo... Tenía que ser aquel Renato D'Autremont a quien amara desde niña con el ingenuo amor de sus nueve años, y tenía que ser su voluntad la que pidiera a su vida el sacrificio enorme, más grande aún que el de la vida misma... Ahora va junto a él, apenas apoyada en su brazo la blanca mano leve, mientras llora su corazón con lágrimas de sangre, porque es aquél con quien soñara, aquél con quien tejiera los jazmines purísimos del amor primero, aquél que viera novio y esposo en sus ensueños de colegiala, el que la lleve ahora como un verdugo camino del cadalso. Nunca fue tanto trecho de su brazo, nunca recibió flores de su mano, nunca le vio, como ahora le ve, inclinarse para mirarla, mientras avanza con una sombra de inquietud en las claras pupilas...

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