—Comienzo por devolverle a usted su propina, en nombre de Ana. Aquí tiene sus veinte francos... Si, como supongo, tiene algo realmente importante que decirme, no necesita pagar para que le anuncien.
—Yo no intentaba pagar nada. Sólo trataba de corresponder a la buena voluntad de la muchacha —se disculpa el oficial, sintiéndose embarazado.
—La pobre Ana es tonta de capirote. ¿No lo ha notado? Su falta de seso me pone a cada momento en situaciones verdaderamente lamentables. Pero es demasiado leal y demasiado adicta a mi persona para no perdonárselo.
—Comprendo —asiente el oficial con desencanto—. Trata usted de decirme que si está aquí, si me ha recibido de esta manera, como yo no me atrevía a soñarlo, sólo se debe a un error de su doncella...
—Más o menos... Pero no ponga esa cara, no se entristezca de esa manera. Usted no tiene la culpa si ella no supo explicarme...
—Aguarda usted a otro, ¿verdad?
—Le confieso que sí. Pero no se atormente más... Le aclaré el punto por miedo a que me tomara usted por lo que no soy...
—Yo no puedo tomarla sino por la mujer más bella que he visto...
—¿Exagerado, o galante, señor Britton? Pero, ¿para qué vamos a discutir? Sea por lo que sea, el caso es que aquí estoy, y si realmente tiene que decirme algo, algo de interés, algo de importancia...
—Me temo que para usted no lo sea, señora. Creo que es preferible hablar con absoluta sinceridad. Tomé a su doncella por una de esas sirvientas más listas que tontas, con capacidad suficiente para, sin molestar a nadie, permitirme realizar el deseo de verla un instante y de decirle adiós antes de partir... Mi misión terminó con el juicio, y debo volver a la Dominica aprovechando la fragata que se halla en puerto, y que zarpa en las primeras horas de la madrugada.
—¿Tan pronto se va? ¡Qué lástima!
—¿Le parece a usted demasiado pronto? ¿Lo siente de verdad?
—Franqueza por franqueza, no voy a negárselo. Me fue usted extraordinariamente simpático, y me alegro muchísimo de que la casualidad me haya puesto en condiciones de hacerle una pregunta. ¿Cómo fue que habiendo usted puesto el papel que le confíe, en las manos de Juan, otra persona tuviera ese papel en su poder una hora más tarde? Por desgracia, fue a parar a manos de alguien que tiene mucho interés en perjudicarme...
—¿Cómo? ¿Es posible? ¿Entonces...? ¿Pero cómo pudo ser...? Le doy mi palabra de honor, le juro que lo puse en las propias manos de Juan.
—Sí. Casi le vi ponerlo en sus manos. Pero, para que vea que no miento, aquí lo tiene usted, aquí está. ¿Lo reconoce?
—¡Oh, sí! ¡Es increíble! Estoy realmente desolado, señora. ¿Dice usted que este papel la ha perjudicado?
—¡Oh, no! Dije que pudo haberme perjudicado, leído por una persona que seguramente lo habría interpretado mal...
—No creo que nadie pueda interpretarlo de otro modo. Juan del Diablo es el hombre más afortunado que conozco, ya que usted lo ama... Recuerdo sus palabras: "Dígale que este papel se lo envía una mujer que da la vida para salvar a Juan del Diablo"...
—La vida puede darse también por gratitud, por deber o por lástima. Si usted supiera. Cuando una mujer se siente sola, triste, desamparada... Cuando el hombre que es su esposo le vuelve la espalda; cuando se siente una intrusa, una extraña en su propio hogar... Pero no hablemos de mí, sino de usted.. ¿Quería verme para decirme adiós, nada más?
—Quería verla para decirle que desde el momento en que la vi no he podido olvidarla, como tampoco podré olvidar a Juan del Diablo mientras viva. Considero que le debo la vida a ese hombre. Sin embargo, apenas he podido hacer nada para corresponderle, y pensé que la admirable mujer que le ama de un modo tan apasionado podría indicarme la forma de ayudarlo...
—¿De veras? Es usted demasiado noble, oficial. Yo pensé que venía usted a buscarme, pensando que el servicio que me hizo declarando a favor de Juan y entregando mi carta, merecía un premio... Y estaba bien dispuesta a otorgárselo. Usted dirá que soy una mujer muy extraña, pero me gusta pagar mis deudas.
—Me ofende usted, señora.
—No creo que pueda ofenderle —observa Aimée echando mano de su estudiada coquetería—. Mi premio era simbólico. Pensé que se sentía usted muy solo en Saint-Pierre, que acaso le gustaría pasear un poco, conocer los pintorescos alrededores de la ciudad. Por desgracia, yo sólo podría acompañarlo dentro del más estricto anónimo: esto es, disfrazada. Y como da la casualidad que estamos en carnaval...
—Me deja usted atónito, señora; sorprendido y encantado. Casi no me atrevo a hablarle por temor a ser indiscreto. ¿Es usted realmente la esposa de Renato D’Autremont?
—Sí... pero le agradecería que no le nombrásemos. ¿A qué hora tiene usted que estar en su barco?
—Pasan lista a las cinco en punto. Media hora después, zarparemos. He de estar a las cinco de la madrugada.
—¿Podría entonces esperarme esta noche a las diez, en esa puertecita por la que ha entrado?
—Desde luego... Claro... —balbucea el teniente, sorprendido y deslumbrado—. Quiero decir que estoy a sus órdenes... Pero...
—Alquile un disfraz y no olvide que hacer esperar a una dama es un pecado imperdonable... Aimée es mi nombre... Eme se dice en Francia. Aquí, en las islas, lo pronunciamos mal. Quiere decir amada. Me gusta llevarlo con toda razón. ¿No cree que lo merezco?
—¡Usted lo merece todo!
Charles Britton se ha inclinado, ahogado de emoción, de sorpresa, de asombro, casi de espanto, para besar aquella mano suave, blanca y perfumada, mientras una sonrisa diabólica ilumina el rostro de la esposa de Renato, cuando insinúa:
—Su segundo deber es olvidar mañana lo que pase esta noche, y salir en seguida de Saint-Pierre, como los justos de una ciudad maldita: sin volver la cabeza atrás... ¡Sin preguntar nada!
—Padre Vivier, ¿me ha mandado llamar?
—Precisamente, hija de mi alma...
—He esperado con ansia esta llamada. Su permiso es lo único que me falta para poder vestir de nuevo mis hábitos de novicia... Sor María de la Concepción me prometió hablarle... Tengo su promesa, la promesa de ambos... Usted no va a cerrarme la única puerta por la que me es posible escapar.
—Nadie escapa de sí mismo, hija mía. En este caso, de tus propios sentimientos. Pero, además, hay impedimentos legales... Estás casada, te ata un sacramento que no puede romperse a la ligera y sólo por tu voluntad...
—A mi esposo no le importa lo que yo haga.
—De cualquier modo, no podemos hacer nada sin su consentimiento legal, y sospecho que no va a otorgarlo. Hay en el locutorio una visita para ti...
—¡Juan! ¿Ha venido Juan a buscarme?
Mónica se ha puesto vivamente de pie, iluminadas sus pupilas. Un insospechado estremecimiento de alegría la recorre de pies a cabeza, como si despertara de un letargo, y los labios del padre Vivier sonríen con dulce tristeza, al negar:
—No, hija, no es él. Pero tu gesto y tu mirada han sido lo bastante elocuentes para indicarme hasta qué punto está en tu corazón ese esposo a quien pretendes abandonar...
—¡No... no... no es él, no podía ser él! —se queja Mónica con infinita amargura—. No sé cómo pensé semejante disparate. Él estará en su Luzbel, o en las tabernas del puerto, o en los rincones de la playa, donde se le brinda fácil el único amor que le interesa. De mí no se acuerda, en mí no piensa para nada. Me dejó en mi convento, y en paz. No va a oponerse a nada, porque nada de lo que yo haga le importa...
—Pues mucho temen que sea él el obstáculo, los que anhelan verte profesar...
—¿Quiénes son ésos?
—Por el momento, tu propia madre. Ella es la que te aguarda en el locutorio, en compañía de la señora D’Autremont. Esperan convencerte de que firmes cierto poder, que no quisiste firmar, para gestionar con ello; la anulación de tu matrimonio. Quieren hacerlo todo rápidamente y en secreto, antes que el estado de ánimo que ha hecho a tu esposo dejarte volver al convento, cambie. Sin embargo, yo quisiera pedirte que no te precipitaras, que no dejaras así, en manos de otros, un asunto tan intimo, tan personal... Y más aún, después de haberte visto temblar de alegría sólo con imaginarte que era él quien te aguardaba... Ese hombre, a quien Dios trajo a tu vida por caminos extraños, te interesa demasiado.