Литмир - Электронная Библиотека
A
A

—No te he abandonado. Te pido que me dejes pensar... ¡No estoy para soportar tus niñerías y tus celos! No eres sino una consentida, una malcriada, una criatura a quien su madre echó a perder a fuerza de mimos. Si pensaras como una mujer hecha y derecha, que no eres ya...

—¡Si pensara como una mujer, te cobraría muy caro este desaire! —amenaza veladamente Aimée.

—¿Qué desaire? Te he suplicado unos días, unas horas de tranquilidad... ¿Dónde está la ofensa y el desaire? ¿Por que no sales a dar un paseo? Las tiendas están llenas de adornos, de perfumes, de trapos... Entretente con eso, ya que supongo que es lo que echas de menos en el campo.

—Perfectamente. Tú lo has querido... ¿Quieres que te deje en paz? ¡Pues voy a dejarte! ¡Pero no te quejes si, de ahora en adelante, no acudo cuando tú me llames! —Y alejándose rápidamente, sale Aimée, dando un fuerte portazo.

—¡Aimée! ¡Aimée! —llama Renato, abriendo la puerta—, ¿No me oyes? ¡Ven acá! ¡Aimée!

—No es la señora, mi amo. Ella cruzó el patio y ya va por la escalera, echando chispas, lo mismito que un rayo. Como cohete prendido va...

Renato D'Autremont ha vacilado. A través de la baranda de la escalera, bajo los arcos de piedra de aquel viejo patio, divisa un jirón del lujoso traje claro que viste Aimée, pero el primer impulso de correr tras ella se ha enfriado. Le parece pueril, caprichosa, estúpida, y el recuerdo de Mónica vuelve a apoderarse de su alma, mientras Ana se acerca zalamera y solícita:

—¿Quiere que llame a la señora, señor Renato? ¿Quiere que le diga que usted la manda llamar? ¿Quiere que venga?

—No, Ana, no te hará caso. Más vale aprovechar la tregua de sosiego que me da su rabieta. Dile a Cirilo que me traiga coñac a la biblioteca. O mejor, tráelo tú misma. Tráelo tú sin decírselo a nadie, y después mira a ver cómo te las arreglas para distraer a tu ama. Anda...

—¡Vaya! ¡Hasta que apareciste! Llevo una hora llamándote, Ana...

—Es que primero el señor, y luego, cuando fui al comedor, al pasar por la puerta de atrás...

—¡No quiero oír cuentos! ¿Tienes algún vestido nuevo? Una blusa, una falda, un pañuelo, un chal… ¡Tráemelos en el acto! Voy a vestirme con tu ropa. Tráemela pronto, y prepárate a acompañarme.

—¿En el coche?

—No iremos en el coche. Saldremos sin que nos vea nadie, ni nadie pueda contar luego por dónde estuvimos. Tráeme la ropa... Apúrate... Anda...

—Pero, señora, déjeme decirle primero lo que pasa... Es que...

—¡Anda, estúpida!

Con una furia ciega e incontenible ha despedido Aimée a la mestiza sirvienta, y ahora espera impaciente su regreso, que no se hace esperar cuando advierte, llegando sofocada:

—Aquí está, señora Aimée... Pero el hombre sigue esperando...

—¿El hombre? ¿Qué hombre? ¡Pronto, dame la falda!

—Aquí está. Le traje también mi blusa nueva, pero si me la suda mucho me la va a estropear.

—¡Te compraré cien blusas, estúpida! ¡Ayúdame a vestir! Abróchame... Dame el pañuelo mientras voy cambiando de peinado.

—Está bien... Y el hombre en la calle, vuelta y vuelta... Y como buen mozo, es buen mozo. Más que el señor Renato...

—¿Qué idioteces estás diciendo?

—Nada. Usted no quiere oírme... Digo que el hombre, vuelta y vuelta para arriba y para abajo, pasea y pasea, y con tanto rato esperando va a desempedrar la calle. Hay que ver cómo se le alegraron los ojos al verme asomar... y va y me dice: "Yo la vi junto a ella. Seguramente, usted es su criada de confianza"... Hasta por encima de la ropa se me conoce, mi ama, que soy su criada de confianza. El hombre es más listo...

—¿De quién estás hablando?

—¿De quién va a ser? Del que está vuelta y vuelta, para arriba y para abajo, en la calle, de esquina a esquina, y mirando hacia acá. Se come con los ojos la puerta y la ventana... Y al fin fue y me dijo: "Si quisiera usted tener la bondad de avisarle a su ama que yo sería el más feliz de los mortales si pudiera hablarle a solas dos palabras"...

—Pero... pero, ¿de dónde sacas todo eso?

—Me lo dijo él. De pronto, así de pronto, no lo conocí, porque no viene de uniforme, sino de paisano. Pero, así y todo, está de lo más buen mozo... Creo que se llama el teniente Botton...

—¿El teniente Britton? —rectifica y pregunta Aimée—. ¿Le has visto?

—¿Pues no le estoy contando? Si se asoma a la ventana, lo verá desde aquí arriba. No sé desde cuándo está rondando la casa, y con unos ojos de enamorado... Hay que ver qué fino... Hasta el sombrero se quitó para hablarme...

—¿El teniente Britton ronda mi casa? Entonces, sabe quién soy, puesto que ha venido hasta esta casa.

—Seguro que sabe... ¿No va usted a hablar con él, señora? Está esperando que yo le diga algo... Para eso me dio veinte francos...

—¿Y tú los tomaste? ¡Debería echarte a puntapiés! ¡Este tenientillo es un fresco! Hay que ver... tratar de sobornarte...

—Está bien, no se ponga brava. Le diré que se vaya...

—Aguarda... Déjame pensar... El teniente Britton... El teniente Britton...

—Si le hago dar la vuelta y lo meto por la puertecita del corral, y se van a hablar allá al fondo, donde están las matas de mango, no los ve nadie —asegura Ana con entusiasmo—. ¿Le va a hablar, señora?

—¡No, no y no! ¡Espérate...! Se me está ocurriendo algo... Se me está ocurriendo una cosa que... Sí, Ana... Sal por la puerta del corral, hazlo pasar. Que me espere justamente en ese lugar donde no va a vernos nadie, y tú vuelve a ayudarme para que me cambie de ropa...

—¿Otra vez?

—Puesto que sabe que soy la señora D’Autremont, no voy a presentarme con el traje de una criada, sino todo lo contrario, precisamente todo lo contrario. El teniente Britton, ¿eh? Creo que ha llegado a tiempo... Este es el hombre que yo necesitaba... Dame el traje blanco... No... el rojo, el de seda. Sácalo antes de irte. Quiero parecerle muy hermosa, quiero gustarle todavía más de lo que le he gustado. ¡Anda... anda...! ¡Ay, Renato, qué pronto me las vas a pagar!

—¿Cómo? ¿Por aquí?

—Pues claro. ¿Pensó que iba a poder entrar por la puerta grande? Por este lado, y calladito... Calladito para que no lo oigan de la cocina o de la cochera y empiecen a hablar, esos chismosos. Calladito, y de prisa. Vamos... Vamos...

Aún más sorprendido que halagado, mirando a todas partes con la inquietud de un soldado bisoño y la audacia ingenua de sus veinte años, el oficial inglés cruza por la puertecilla de la huerta, detrás de Ana, y se interna con paso rápido y silencioso a través del enorme patio que, con todos los honores de huerta, remata sobre una callejuela solitaria la vetusta mansión de los D'Autremont, en Saint-Pierre...

—Espere a la señora. Con calma, ¿eh? Con mucha calma... Mire, ahí hay un banco. Lo mejor es que la espere sentado...

—¿Está usted segura de que va a venir?

—Pues, claro. ¿Para qué si no me iba a mandar meterlo por esta puerta? La señora está muy aburrida del señor Renato... Ya verá... Ya verá...

Charles Britton calla, cada instante más desconcertado. Aquella mujer de ojos maliciosos y sonrisa bobalicona llega a hacerle dudar de lo que por sí mismo mira y oye. Un instante le ha parecido que se burlaba de él... Luego, incapaz de seguir el consejo de sentarse, aguarda a pie firme, frenando apenas su impaciencia...

—Buenas tardes, señor oficial —saluda Aimée con irónica coquetería—. Confío en no haberle hecho esperar demasiado...

—Toda la vida puede esperarse con tal de verla llegar. Charles Britton se ha detenido, deslumbrado ante la radiante belleza de Aimée de Molnar. Aquel traje de seda carmesí, que tan maravillosamente resalta sus formas estatuarias, da también a su rostro un encendido color de vida. Los negros ojos brillan, a la vez malévolos, burlones y audaces, y es la fina y doble hilera de sus dientes blancos como un collar de perlas que se asomara entre los corales de los labios sensuales y golosos...

70
{"b":"143859","o":1}