—No, Padre, está usted equivocado totalmente. Por una vez estoy de acuerdo con la señora D'Autremont, que es sin duda la que trae a mi madre. Firmaré lo que sea con tal de devolver a Juan su libertad. Ya sé que para él es igual, que en nada puede estorbar a su vida aventurera el insignificante detalle de tener una esposa. Yo soy para él menos que una sombra, menos que un fantasma, pero aun ese fantasma quiero borrarlo. Con su permiso, Padre, voy al locutorio donde me aguardan... voy a terminar cuanto antes...
Con pasos leves se aleja Mónica en dirección al locutorio, y de pronto, alguien la llama:
—¡Eh, mi ama...!
Paralizada de sorpresa; se ha detenido Mónica al cruzar muy cerca de las tapias que separan el huerto del convento, del mundo exterior... Apenas puede dar crédito a sus ojos, porque la menuda figura morena, que ha descendido con sorprendente agilidad para acercarse a ella con su paso silencioso y furtivo, es alguien cuya sola presencia remueve hasta el fondo las fibras de su angustia...
—¡Colibrí! Pero, ¿cómo puede ser esto? ¿Cómo estás aquí? ¿Por dónde has entrado? ¿Has saltado las tapias desde la calle?
—Sí, mi ama, tenía que verla, tenía que hablarle... por la puerta grande fui tres veces, y no me dejaron entrar... Me subí por arriba de un coche que está ahí parado, me agarré a las ramas de ese árbol, y luego me agaché tapándome con las hojas, porque había aquí unas señoritas vestidas de blanco que paseaban de dos en dos... Me estuve esperando, esperando, hasta que de pronto vi que venia, y entonces me bajé corriendo. ¿Hice mal, mi ama? Yo quería verla a usted...
—No, Colibrí, no has hecho mal...
La mano suave, con frágil blancura de nácar, se ha apoyado sobre la redonda cabeza oscura, acariciando los cortos cabellos lanosos; luego, tomando a Colibrí de la barbilla, lo obliga a mirarla frente a frente para leer en el fondo de las oscuras pupilas la respuesta real a la pregunta que balbucean sus labios:
—¿Con quién estabas, Colibrí?
—Con nadie, mi ama. Digo, Segundo me llevó para el Luzbel, pero allí no está usted, ni está el amo. Él no quería que yo viniera a tierra, pero me bajé por la cadena del ancla, me metí en un lanchón que estaba al fado cargando sacos, y cuando el lanchón arrimó al muelle me solté a correr. Cuando yo corro, mi ama, no hay quien me alcance. Corrí bastante, y cuando ya no me podía ver nadie desde el barco, tumbé para acá...
—No está bien entrar de esa manera en un convento. Esta no es mi casa, es un lugar que se rige por reglas estrictas. Lo que has hecho está prohibido, y hasta penado por la ley. Menos mal que no te ha visto nadie...
—¿Y me puedo quedar con usted?
—No. Debes volver junto a tu amo... Colibrí, tú eres lo único que me queda de los días más felices de mi vida, de la dicha a la que es preciso renunciar... Y en este instante voy a poner los medios. Crucé por aquí, justamente para llegar más de prisa al locutorio, donde mi madre y otra persona me esperan para arrancarme la firma en un documento por el que para siempre quedaré separada de Juan...
—¿Del patrón? Entonces, ¿no va a volver al barco? ¿Me quedaré sin ama?
—Tendrás otras amas, habrá otras mujeres en la cabina del Luzbel, y las manos de Juan se posarán sobre otras manos, guiando la rueda del timón hacia las islas maravillosas donde la vida parece dormida, donde no hay odios ni lágrimas: las islas en las que el amor es como un sueño, donde ni pecar parece pecado... Vete, Colibrí, vete... Vuelve con tu amo...
Nerviosamente, temblando de angustia, luchando contra aquella oleada de sentimientos qué crece más fuerte en el fondo de su alma cuando más pretende ahogarla en ella, Mónica ha desprendido de su falda las pequeñas manos oscuras de Colibrí, empujándole hacia la alta tapia de donde el muchacho descendiera. Un momento vacila Colibrí como si fuese a obedecerla; luego, corre hacia ella otra vez, con una queja que es súplica brotando quejumbrosa de su garganta:
—No... No, mi ama... Yo no quiero que vaya nadie al Luzbel... Yo la quiero a usted, a usted nada más... Y el amo tampoco quiere...
—¡Tú qué sabes! No puedes saber nada...
—El amo siempre piensa en usted. Con la otra, con la que iba a ser el ama, con la que fue a vernos la otra noche a la cárcel, el patrón no hace más que pelear...
—Tal vez. Pero, al fin y al cabo, terminan siempre por hacer las paces. Es como si hubieran nacido el uno para el otro, como si se hubiesen vaciado en el mismo molde sus formas de amar... Se aman ofendiéndose, despreciándose, tendiéndose trampas, vengándose cada uno de los dolores que el otro le causa, pero aferrándose a esa pasión que les llena la vida...!
Ha vuelto con inquietud la cabeza, escuchando el leve ruido de unos pasos bajo los anchos arcos de la galería que limita el cerrado huerto conventual. A lo lejos, como dos sombras blancas, cruzan dos novicias. Respira más tranquila viéndolas alejarse, pero Colibrí aun está junto a ella...
—¿La esperan para firmar ese papel contra el amo?
—No es contra él, Colibrí. Al contrario... estoy segura de que en el fondo de su alma me agradecerá que sea yo la que rompa este lazo que nos ata, y que lo rompa como voy a hacerlo: dándole la absoluta seguridad de que mi vida se acabará entre estas paredes...
—Pero al amo no le gusta que esté aquí encerrada...
—¿Te dijo él que no le gustaba? No mientas nunca, Colibrí, no mientas ni siquiera por piedad... Y aflora, vete... que yo te vea salir. Quiero tener la seguridad de que nadie te ve ni te ocurre ningún contratiempo... ¡Vete, que vienen!
Ha empujado al pequeño negrito a tiempo que llega la voz del padre Vivier que, al descubrirla, señala acercándose:
—Pero si está aquí... Mónica, hija, estas damas estaban muy inquietas...
—El Padre nos dijo que hacía un buen rato habías salido para el locutorio —comenta Catalina de Molnar—. Tienes cara de sentirte mal, mi Mónica...
—Tal vez Mónica no deseaba vemos —tercia Sofía D'Autremont—. Nos estaba usted esquivando, ¿verdad?
—No, señora —niega Mónica haciendo esfuerzos por serenarse—. Al contrario... Tomé por este lado para llegar cuanto antes al locutorio... Iba a firmar ese papel que ustedes pretenden... Iba a complacerlas inmediatamente...
—Deseo hacer constar que es contra mi opinión y mi consejo —advierte el padre Vivier—. Es mi deber prestarle a Mónica el apoyo necesario para que vea claro en el fondo de su conciencia...
—¿Qué más claro quiere que vea, Padre? Mi pobre hija está unida a un canalla, a un malvado...
—¡No sabes nada, mamá! —protesta Mónica.
—Estamos en familia, no delante del tribunal que le juzgó, hija. Comprendo que le defendieras allí por tu propia dignidad. Aquí puedes ser franca, no empeñarte en que creamos lo que no podemos creer...
—No creo que debamos perder el tiempo en discusiones que no van a ninguna parte —interviene Sofía—. Y perdóneme, Mónica, que me tome la libertad de inmiscuirme en sus asuntos privados. Lo hice solo en respaldo y ayuda de su pobre madre, que sufre demasiado, que sufre por las dos, aunque ni usted ni su hermana parezcan comprenderlo así...
—¡Le ruego que tratemos mis asuntos separadamente de los de mi hermana, doña Sofía! —se encrespa Mónica con visible enojo—. Si Renato entendiera que es indispensable que olvide mis asuntos...
—En este caso, no es Renato. Justamente de eso queríamos hablarle a solas, y para eso la esperábamos...
—Pueden quedar a solas —indica el sacerdote—. Bastará con que yo me retire, y es precisamente lo que iba a hacer...
—¡No, padre, aguarde...! —suplica Mónica—. Creo que no hay ninguna cosa, ni en mi corazón, ni en mi alma, que usted no conozca. No hay nada mío que no pueda tratarse en su presencia; al contrario...
—Entonces, escucha a la señora D'Autremont, hija mía.
—Quería decirle que en el último proyecto nuestro no ha intervenido para nada Renato —explica Sofía—. Es más, sospechamos que no será de su agrado. Pero no importa... Catalina y yo hemos tratado de solucionar las cosas sin él, evitando posibles habladurías al verle intervenir en cosas que no le conciernen.