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—De todos modos, eres su esposa, y tu deber es estar a su lado. Debes esperarle en un lugar donde pueda regresar a ti, no en el claustro, sino en tu casa...

—No es sólo mía. Antes que a nadie, pertenece a mi madre, y también a mi hermana. En ella entran y salen gentes a las que no quiero volver a ver, a las que no puedo volver a ver, Madre. En aquella casa me vuelvo loca, acabaría hasta por olvidar que soy cristiana...

—Calma, cálmate... Esta es siempre tu casa, pero ya no como antes. Estás casada, tienes un deber ineludible en el mundo...

—No puedo volver junto a los míos. Mi madre odia a Juan... ha sido la primera aliada de Renato, la que más le ha animado, la que, con lágrimas en los ojos, le ha pedido que haga todo lo humanamente posible para librarme de ese matrimonio que le causa horror. Y mi hermana... mi hermana... ¡No, Madre, no puedo volver a ver a mi hermana!

—Escucha, hija mía. Prescindiendo de tu gente y de tu casa, tienes modo de vivir sola y honestamente. Tu dote fue depositada en este convento por tu propio padre. Cuando me dijeron que llegabas con tu esposo y un notario, pensé que venías a retirarla. Es perfectamente legal, ese dinero te pertenece...

—En efecto, tendré que hacerlo retirar; pero, en realidad, ya no es mío. Sirve de garantía a una deuda, una deuda que quiero pagar pase lo que pase. Madre, tengo su promesa, su promesa y la del Padre Vivier. Cuando hace algún tiempo salí de esta casa para probar mi vocación, ustedes me dijeron que si algún día volvía herida, destrozada, sin fuerzas para luchar ni para sufrir más, se abrirían las puertas de esta casa... Si ustedes no me acogen, si ustedes me rechazan...

—No te rechazaremos. Si es realmente así como te sientes, quédate y que la paz de Dios llegue a tu alma...

—Juan, antes de beberte ese vaso de veneno, quiero que me digas qué te ocurre para estar en ese lamentable estado de ánimo...

La mano decidida del viejo notario ha detenido el ancho vaso lleno de ron hasta los bordes, impidiendo que Juan lo lleve a sus labios, y los ojuelos vivaces parpadean muy de prisa, como si quisiera penetrar hasta el fondo los pensamientos que se ocultan tras aquella cabellera encrespada, a través de los grandes ojos italianos, desdeñosos y magníficos, cargados de dolor y de sombra...

—¿Todavía quiere usted que le diga lo que me ocurre? ¿Lo que me ocurrió siempre?

—De lo que te ocurrió siempre no vamos a hablar, sino de lo que te ocurre ahora. ¿No has salido con bien de ese proceso, de ese proceso de todos los diablos? ¿No te han dicho en el Juzgado que la goleta está a tu disposición desde mañana, sin que tengas por ello que pagar un solo centavo, porque los señores jurados, al declararte "no culpable", desvían de ti toda acción de la justicia, anulan el embargo de tu propiedad y te dejan limpio de toda mancha?

—Sí. ¿Y qué?

—Cuando llegaste de un misterioso viaje, que desde luego ya no es tan misterioso, ¿no me dijiste que traías dinero bastante para cambiar de vida? ¿No me hablaste de una empresa de pesca? ¿No me confiaste tu proyecto de levantar una casa en el Peñón del Diablo?

—¡Bah! Más vale no hablar de estas cosas. Ya lo que siento no es rencor, no es odio, sino asco...

—Calma el asco, deja el ron y escúchame. Ibas a casarte; ahora ya estás casado. ¿No te parece que tu proyecto viene de perlas a tu nuevo estado civil?

—Soy casado con una mujer que no me quiere, que nunca me querrá... ¡Por favor, basta ya! He entrado aquí para olvidarme de todo eso, para ahogar en ron hasta el último rastro de lo que ha pasado...

—¿Por qué no te acercas al alma de Mónica? O, si lo prefieres, al corazón...

—Está ocupado. Lo llena totalmente la imagen de otro hombre, y el remordimiento de amarlo, que para ella es un pecado mortal. Sufre como una condenada, se retuerce como entre las llamas de un infierno, y yo no soy lo bastante abnegado para soportar ese sufrimiento por el amor de otro.

—¿Quieres decirme que reconoces que Mónica te interesa de un modo extraordinario?

—¡No reconozco nada! ¡Déjeme en paz! Le convidé a tomarse una copa, no a colocarme sermones que ni me hacen falta ni quiero escucharlos —rechaza Juan con violencia; pero en seguida se reprime y en tono de suave amargura, se disculpa—. Le agradezco su buena voluntad, Noel, pero no insista, no me haga remover el fondo de este pozo amargo que es mi alma, no insista en sacar a flor de labios la verdad...

—¿Y por qué no, hijo mío?

—¿Piensa usted que yo no he querido acercarme al alma de Mónica? ¿Piensa que no he tenido lástima de su tortura, que no he llegado a sentir la ilusión de que por fin se rompían las cadenas de su amor maldito, y de que eran mis manos, mis palabras, mi devoción silenciosa las que habían hecho el milagro?

—¿Has hecho todo eso?

—Sí, Noel, he hecho todo eso, y he fracasado. ¿Y sabe usted por qué? Porque Mónica de Molnar no puede amar a Juan del Diablo. Puede casarse con él, en un torbellino de locura; puede hasta morir por él, si hace falta, pagando una deuda que su orgullo no le permite conservar. Pero amarlo para la vida, compartir con él la vida, sentirlo a su lado como a un igual... no, Noel...

—Creo que estás totalmente equivocado con respecto a esa muchacha. Ella no tiene prejuicios. Y si los tiene, rómpelos tú, que fuerza tienes para ello y para mucho más. Rompe su amor imposible, sácala del infierno en que se agita, levántala en tus brazos, y sálvala... sálvala contra ella misma... Tú puedes hacerlo, Juan, es tu esposa y...

—No, Noel, ella puede gritarlo frente a un tribunal, pero no sentirlo dentro de sí. No soy más que un proscrito, un excluido de todas partes. No tengo derecho a usar ni siquiera el nombre de mi madre. ¿Con quién se casó Mónica de Molnar? Con nadie, Noel, con nadie...

Repentinamente exaltado, chispeantes las pupilas, ha hablado Juan como si por fin dejara asomar a flor de labios su amarga verdad... Pero la mirada del notario, honda, comprensiva, cargada de simpatía y amistad, le mueve a abandonarse, dejando correr, rotos los diques, el enorme torrente:

—Accedí a casarme con Mónica porque la odiaba, porque aborrecía en ella todo cuanto desde niño me había ofendido, infamado... ¿Comprende usted? Era como una venganza... Odiándola, hubiera podido mantenerla a mi lado; aborreciéndola, habría sentido el placer, la necesidad de hacer más fuerte el nudo que nos ata... arrastrarla a mi abismo, mancharla con mi fango, engendrar en ella hijos que, como yo, no hubieran tenido nombre legal con que empadronarse... Pero no odiándola, ¿cómo puedo hacerle tanto daño? Ella ha nacido para otro mundo, para otra cosa. Por ella, y sólo para ella, creo que debe existir ése mundo al que detesto, al que quisiera destruir y destrozar: el mundo de las gentes limpias, sin una mancha, sin una sombra...

—En eso te equivocas, Juan. También hay sombras y manchas, aun en el corazón de esa criatura admirable. Tu loco amor la eleva demasiado. Ella también es de barro, puesto que ama a quien no debe amar...

—¡Y con cuántos dolores no ha expiado ese amor que su conciencia le dice culpable! ¿Acaso, por él, no ha renunciado casi desde niña a todos los placeres de la vida? Venga usted, asómese. Vea esas paredes que tenemos delante. No son menos sombrías que los muros de una cárcel...

Ha arrastrado al notario hasta la puerta de aquella taberna, como escondida entre la vuelta de dos callejuelas, pero desde donde puede abarcarse de una sola mirada el macizo edificio, convento de las monjas del Verbo Encarnado. Es como un bloque de piedra, con ventanas protegidas por doble reja, tapiadas con maderas que nunca se abren, con muros centenarios, anchos y sordos como los de una fortaleza...

—Es peor que una cárcel; es como una tumba, Noel. Y sin embargo, quiso volver a ella, quiso encerrarse tras esas paredes después de haber visto a mi lado el sol, el mar, el cielo azul y libre...

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