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—¿Como esposa? No, Noel, Mónica no ha sido mi esposa jamás. La mujer que legalmente me entregaron en Campo Real, a que llevé a la fuerza sobre el arzón de mi caballo, como conquista de vándalo, continúa siendo la señorita de Molnar.

Un gesto amargo ha plegado los labios de Juan. El viejo notario le mira confuso, desorientado, pero Juan reacciona bruscamente, clavando en su hombro la mano ancha y dura como una zarpa, al amenazar:

—¡Pero piense que se lo he dicho a usted, a usted solamente, y que repetirlo podría costarle demasiado caro, porque soy capaz...!

—Quítame la mano del hombro, que me estás derrengando, y déjate ya de decir sandeces —le interrumpe Noel con falso malhumor—. Ni yo voy a repetir a nadie lo que no le importa, ni me dan miedo tus tontas amenazas. ¿De modo que esa fue tu conducta con ella?

—Estaba enferma, casi moribunda. La fiebre la aturdió durante días enteros. Durante varias semanas no supo de sí misma. Cuando volvió a la vida, ya mi borrachera de odia había pasado, y ella no era más que una pobre mujer dulce y frágil como una flor... como una golondrina con las alas rotas, que hubiera caído sobre la cubierta de mi barco...

El viejo notario ha bajado la cabeza. Hay un extraño nudo de emoción en su garganta, que no le deja hablar, y algo como un velo de llanto en sus ojos cansados, al comentar:

—Resultas un tipo bastante extraño, Juan.

—¿Por qué? —refuta Juan con simulada indiferencia—. No es mérito de ninguna clase. ¿Qué importa una mujer más? Y una mujer que quiere a otro...

—¿Que quiere a otro? Muy seguro pareces estar.

—Lo oí de sus labios muchas veces. Luché por ayudarla a salir de ese amor malsano. Hace una hora, pude comprobar que aún continuaba. Es un amor que le causa horror, que le espanta, que la humilla, pero del que no se puede librar.

—Yo hubiera jurado que era a ti a quien amaba, que era por ti por quien lloraba cuando la hallé llorando sola en los acantilados que están junto a su vieja casa. Claro que ella me dijo que no, pero... —Duda un momento, y luego lentamente, murmura—: ¿Quieres decir que Mónica ama a Renato?

—Sí, Noel, eso he dicho sin quererlo decir; pero ya está dicho y es inútil volver atrás las palabras. No es por el pobre diablo de Juan, es por el caballero D'Autremont por quien Mónica del Molnar quiere enterrar su juventud entre estas paredes y ocultar su belleza en las sombras del claustro.

—Gracias por haberme recibido en seguida, Madre...

—Naturalmente. Este humilde convento es tu casa... Pero la hermana tornera me dijo que venías acompañada de tu esposo y de un notario... ¿Dónde están? ¿Por qué no pasaron?

—Vinieron sólo acompañándome. Pedro Noel, el notario, como amigo. Le pedí a mi esposo que me trajese aquí, y él complació mi súplica. Podía no haberlo hecho... Podía haberme dejado en mitad de la calle, o haberme arrastrado con él adonde dice que va a hospedarse: las tabernas del puerto. Pero, para eso, hubiera sido necesario que realmente me considerara su mujer, que me amara... Creo que le importo muy poco... Esa es la verdad... Creo que no es capaz de hacerme ningún daño, porque no es malo... Creo que es capaz de sentir compasión por mí, porque su corazón se compadece de todos los que sufren, aun cuando no quiera él mismo confesarlo... Creo que cortésmente me trajo hasta esta puerta, porque hay en su alma un instinto de nobleza y de dignidad... Pero nada más, Madre, absolutamente nada más...

Mónica se ha cubierto el rostro con las manos, ha caído, como si se desplomase, en el ancho taburete monacal puesto junto al limpio escritorio de la madre abadesa, y ésta, tras mirarla con sorpresa dolorida, pasa en una caricia su pálida mano sobre los rubios y sedosos cabellos de la afligida, e intenta consolarla:

—Hija... Hija, cálmate... Estás fuera de ti, como si hubieras enloquecido...

—¡Soy la criatura más desgraciada de la tierra, Madre!

—No digas eso. Es pecado exagerar nuestros dolores. Miles, millones de criaturas, sufren infinitamente más de lo que puedas tú sufrir en estos momentos...

—Tal vez, pero yo no puedo más. Si usted supiera...

—Sé, hija, sé. Me han contado... Hasta el fondo de este retiro llegó la resaca, y, desde que me hablaron de tu extraña boda, cada día he estado esperando verte llegar y saber la verdad de tus labios... Acabas de decir que tu esposo no es malo...

—No lo es, Madre... ¡Él, que parecía mi enemigo, es quizás el único amigo que he tenido sobre la tierra!

—Pues, entonces, hija, ¿cuáles son tus males?

—Él es un hombre bueno, generoso... Por mí sintió primero odio y desprecio; compasión más tarde, al verme desdichada. Ahora... ahora no siente nada... Si acaso, un poco de gratitud... nada más que un poco, y quizás la compasión despectiva a que nos mueven los dolores que no comprendemos...

—Bueno... Pero esos sentimientos no pueden herirte ni dañarte...

—¡Me hieren y me dañan, me destrozan el alma, porque él quiere a otra! La quiere locamente, con una pasión sin freno, con una locura de pecado; la quiere sin importarle nada ni nadie; la quiere por encima de sus traiciones y de sus infamias; la quiere sabiendo que nunca le pertenecerá por entero; la quiere sabiendo que no tiene corazón, y busca sus labios aunque beba veneno en cada beso...

—Pero... pero eso es horrible —se desconcierta la abadesa—. Eso... eso no es amor, hija de mi alma... Eso no es sino una trampa del infierno... Pasará... pasará...

—No, Madre, no pasará... Es más fuerte que él, y le llena la vida. Quiere a la más falsa, a la más hipócrita, a la más cobarde y traidora de las mujeres, y la quiere para siempre... la quiere con toda su alma...

—¿Y tú...?

—¡Yo lo quiero a él del mismo modo, Madre! ¡Lo quiero loca, ciegamente, con ese mismo amor de locura y pecado... pero me moriré mil veces antes de confesárselo!

Cubriéndose el rostro con las manos, solloza Mónica, roto por fin el dique de su llanto tan largamente contenido... Llora, mientras la abadesa calla un momento permitiendo el desahogo de las lágrimas, antes de replicar:

—¿Y por qué ha de ser amor de locura, hija mía? ¿Acaso no se trata de tu esposo? ¿Acaso no lo aceptaste ante el altar, no juraste seguirlo, amarlo y respetarlo? ¿No cumples un juramento sagrado al ofrecerle ese sentimiento?

—Pero él no me ama, Madre. Usted no sabe en qué horrible circunstancia se ha celebrado nuestra boda. Nos arrastró un torrente de pasiones desbordadas, y no fue él el más culpable. Yo también le acepté, yo también permití que el sacramento se profanara tomándolo por esposo cuando no sentía por él sino horror, miedo, casi odio... Sí, creo que era odio el sentimiento que me inspiraba. Después, todo cambió...

—¿Qué té hizo cambiar?

—Yo misma no podría decírselo, Madre. Acaso la bondad y la piedad de Juan... No sé por qué le amé, no sé cómo ni cuándo... acaso porque hay en él todas las cosas que pueden cautivar el corazón de una mujer: porque es fuerte, hermoso, varonil y sano; porque su alma está llena de nobleza; porque su vida está llena de dolor; porque las cualidades de su alma me hicieron mirarlo como a una piedra preciosa caída en el fango de la calle; porque, aunque jamás le oí rezar, su bondad para con los desgraciados le acerca a Dios...

—Entonces, en tu amor no hay más que un pecado: la soberbia. Esa soberbia con que prefieres morir mil veces antes de confesarlo.

—El se reiría de mi amor...

—Si es como tú dices que es, no creo que lo haga. Y en último caso, ofrece la humillación a Dios en el fondo de tu alma.

—Eso no es posible, Madre. En el mundo no es posible. Usted, bajo el escudo de sus hábitos, en la sombra del claustro, mira las cosas de otro modo...

—En todas partes se puede servir a Dios, hija mía, y ofrecerle el sacrificio de nuestros pecados. Y tu pecado de orgullo...

—No es sólo orgullo, Madre, es pudor, dignidad... No sé, Madre, es algo superior a mis fuerzas, como si mi suerte estuviera decidida de antemano, como si mi destino lo marcara. En mi corazón, los amores no nacen sino para secarse a solas, para crecer con el riego amargo de mis lágrimas... Él no me quiere, Madre... Cuando me habló de acompañarlo, lo hizo en términos de que yo no aceptara; cuando le hablé de traerme aquí, ni siquiera me preguntó si era por unos días o por toda la vida que pensaba acogerme a los muros de esta santa casa. No quería sino deshacerse de mí; parecía impaciente, irritado, ansiosa por recobrar la poca libertad que mi presencia puede restarle.

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