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—¿Quién te ha dicho, Mónica...? ¿Quién...? ¿Acaso...?

—Acaso yo misma le he visto, pero eso no tiene ya ninguna importancia, porque eso es cosa mía, ¿y qué importo yo? ¿Qué puedo yo importarte?

—¿Y si me importaras más que nadie, más que nada en el mundo?

—¿Como qué? ¿Como botín? ¿Como arma contra Renato?

—¿Por qué no te olvidas de Renato? ¿Es que no puedes decir dos palabras sin nombrarle?

—Fue a él a quien desafiaste. Por odio, no por amor, hablaste de retenerme a tu lado... Pero, ¿qué sabes tú lo que es amor?

—¿Y por qué he de saberlo menos que Renato? ¡Tu Renato!

—¡No es mi Renato ni lo será nunca!

—Tal vez lo sea ya, tal vez ahora haya aprendido a amarte, y tal vez tú suspires por él todavía. ¡Pero tú no vas a ser suya! ¡No vas a serlo nunca! ¡Jamás!

Furiosamente, ciego de ira, como en los días tormentosos en que tras su forzada boda la llevase a través de los campos hasta el Luzbel, habla Juan, oprimiendo entre sus anchas manos las frágiles muñecas de Mónica, y ésta echa hacia atrás la cabeza, entornando los párpados. Siente las ilusiones muertas, el alma rebosante de amargura, pero al contacto de aquellas manos, a la vez imperativo y tierno, rudo y cálido, la invade un placer que no sintió jamás, un como derrumbamiento de su voluntad, un anhelo de no pensar nada, de no decidir nada, de ser como fuera en aquellas horas terribles del pasado: un botín en sus manos. De pertenecerle, aun cuando fuera a la triste manera de una esclava, aun cuando sangre en su corazón el desengaño por pensar que otra es la dueña del corazón de Juan.

—¡Antes de permitirlo, Mónica, creo que soy capaz de matarte!

—Están de más tus amenazas. Respeto el juramento que hice al pie del altar, y acabo de demostrarlo. También, aunque para ella nada valga, respeto el sacramento que lo hace esposo de mi hermana...

—Aun por encima de tus sentimientos, que todavía son de amor por él, ¿verdad? Las mujeres como tú no cambian...

—¿Y para qué vamos a cambiar? No puede extrañarte, puesto que tú tampoco cambias. La traición más rotunda, la burla más sangrienta, fue la boda de Aimée con otro, mientras tú luchabas contra la tierra y contra el mar para conquistar algo que ofrecerle... La perfidia más negra, fue la de ser a la vez tu amante y novia de Renato.. Y sin embargo, todo lo ha perdonado tu corazón...

—¡Tengo que perdonárselo todo ya que ella, al menos, me sigue amando!

—¿Y estás muy satisfecho de ese amor?

—¿Te importa como yo me sienta? ¿Te importa de verdad?

—En realidad, creo que no me importa nada... con lo que supongo te correspondo ampliamente. En realidad, ¿qué pueden interesarte mis sentimientos? ¿Cuándo te importaron?

—Nunca... nunca me importaron nada —comenta Juan en tono sarcástico—. Te felicito por tu maravillosa intuición... Cuando a un hombre como yo le importa mucho una mujer, está perdido, es el momento de debilidad en el que se pierde la batalla. Para los hombres como yo, las mujeres no pueden representar más que una hora de placer... Tú, ni eso... No te preocupes, porque tú eres mi legítima esposa, lo único legítimo que hay en mi vida desdichada. No tengo ni la más remota idea de cómo debe un hombre hablarle a su legítima esposa... Supongo que con muchísimo respeto y con muchísima frialdad... Debo inclinarme, cederte el paso y preguntarte con exquisita cortesía: ¿A dónde quieres que te lleve, querida, cuando salgamos del tribunal? ¿Es eso lo que esperas de mí? ¿Son esos los modales que debo usar?

Mónica siente que sus mejillas enrojecen, pero su cabeza se alza venciendo su dolor a fuerza de orgullo. No quiere que él la vea temblar, ni llorar; no quiere dejar escapar frente a él el triste secreto de aquel amor, que es como un crimen en los sombríos pasillos del palacio de justicia... Herida en su dignidad, quemada de despecho y de celos, aprieta los labios y calla, calla, mientras él vuelve a preguntar con voz que rezuma amargura, la cruel y burlona amargura de su desencanto:

—Pues comienzo con toda cortesía: ¿A dónde debo llevarte, Mónica? ¿A nuestro cuchitril flotante, que espero nos sea devuelto, o preferirás el elegante hospedaje que nos brindan las tabernas del puerto? Nada de ello es digno de una dama, pero...

—¡Llévame al Convento de las Hermanas del Verbo Encarnado!

16

HERMANA TORNERA, HAGA la caridad de anunciarme inmediatamente al Padre Vivier y a la Madre Superiora. Dígales que Mónica de Molnar ha regresado. Pronto, hermana, por favor... creo que no podría esperar demasiado.

Con voz en la que tiemblan juntos el dolor y el apremio, Mónica ha hablado a la vieja tornera, que no puede apartar de ella los ojos sorprendidos. Una puertecilla disimulada se ha abierto en la alta reja, y al ademán de la tornera, cruza Mónica bajo aquel pequeño dintel que separa al mundo del claustro. Ha sentido el anhelo casi irrefrenable de volver la cabeza, de comprobar, mirándole cara a cara, que aún está allí Juan del Diablo, cruzados los brazos, clavada en ella la mirada... Pero no cede a la tentación, sólo respira con la angustia de aquel a quien le falta el aire, y echa a andar, casi tambaleándose, como si también la tierra le faltara, mientras Juan se muerde los labios y ve cerrar, tras ella, la pequeña puerta de barrotes labrados, símbolo frágil del muro que entre los dos se alza.

—Juan... Juan, ¿acabarás de explicarme?

—No creo que haya nada que explicar. Noel. Es hora de retirarnos...

—¿Sin ella? ¿Dejando a tu esposa en el convento?

—Puesto que ella así lo desea, sin ella será.

—Bueno, bueno... entendámonos. Al terminar el juicio, cuando me acerqué a felicitarte, me dijiste que todo se lo debías a Mónica. Tal vez hablaste con un poquito de ingratitud, pero al amor todo se le perdona, y no puede negarse que estuvo soberbia en el tribunal...

—Cumplió con su deber, pagó su deuda, considera que estamos en paz... Y como estamos en paz, no tiene obligación ni deseo de permanecer a mi lado. Esa es la verdad, la verdad que probablemente usted también sabe.

—Yo sólo sé que esa pobre niña sufría como una condenada... yo sólo sé que fue tu nombre lo primero que sus labios pronunciaron al pisar la tierra de la Martinica; que corrió a mí enloquecida, llenos los ojos de lágrimas, para pedirme que le ayudara a conseguir su único anhelo: verte esa misma noche, hablarte, Juan. No le asustaron las dificultades. Contra toda lógica, y contra toda la voluntad de Renato, logré que pudiéramos escurrirnos a través de la vigilancia del Fuerte. Usando del dinero y de las buenas amistades, le arreglé la forma de llegar hasta tu celda la víspera del primer día del juicio...

—Pero no llegó... no fue —refuta Juan, vivamente interesado—. Todo quedó en una buena intención, en un propósito vano...

—No llegó hasta tu celda, porque su lugar estaba ocupado. Había otra mujer. Por sus propios ojos la vio Mónica.

—¡No puede ser! —exclama Juan, desconcertado.

—Fue. Yo estaba cerca y la vi llegar a la reja, mirar hacia dentro y alejarse temblando. A Renato le dijo que se trataba de un abogado, pero después, a solas conmigo... No nombró a nadie, a nadie, ni tampoco hizo falta. Conozco bien el mundo, y sé hasta dónde son capaces de llegar las mujeres de la pasta de Aimée.

—¡No puede ser...!

—Pues sí es. De un solo golpe se destrozaron sus ilusiones, sus recuerdos... y demasiado noble ha sido declarando a tu favor y poniéndose de tu parte mientras llevaba la muerte en el alma...

—Me temo que sea usted muy cándido, Noel —augura Juan, incrédulo—. Mónica es una mujer admirable... no soy yo quien vaya a regatearle los méritos, ni el valor, ni la entereza, ni la lealtad... Pero no quiere, ni me querrá nunca. ¿O le dijo ella que me amaba?

—Bueno, decírmelo, decírmelo así de claro, con palabras, no me lo dijo... Pero hay que tener en cuenta su humillación y su despecho... Ella, como esposa...

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