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—¡Silencio! ¡Silencio! —clama el presidente agitando con violencia la campanilla, en un intento más de acallar los fuertes murmullos—. Ha sido agotado el tiempo de los debates, han sido escuchados todos los testigos. Este tribunal cierra las actas. Los señores jurados pueden retirarse a deliberar. ¡Se suspende la audiencia!

El público invade ya la sala de audiencia aguardando el veredicto de aquellos jurados que ya vuelven lentamente, llenando el estrado... También los magistrados van dirigiéndose a sus puestos, y el presidente alza la mano, imponiendo silencio, al ordenar:

—Secretario, recoja el veredicto del presidente del jurado, y léalo en voz alta. Y usted, acusado, levántese...

—Aquí está el veredicto, señor presidente —musita el secretario—. El presidente del jurado dice: "Por mi honor y mi conciencia, ante Dios y ante los hombres... No... ¡El acusado no es culpable!"

Una oleada de alegría frenética ha sacudido los bancos en los que se agolpa el pueblo. Un rumor extraño, aprobación en unos, protestas en otros, estremece la amplia tribuna destinada a las personalidades importantes, a los invitados de honor de la sala de audiencia. Un vendaval de las más diversas emociones recorre, de uno a otro el extremo, la gran sala, mientras de pie, crispadas las manos que se apoyan en la baranda, Juan busca, con los suyos, los ojos de Mónica. La ha visto alzar la cabeza, levantar las manos temblando como si diera gradas a Dios, retroceder tambaleante de emoción hasta hallar el apoyo que le presta el respaldo de una butaca, para quedar luego inmóvil junto a Renato, mientras al otro lado de aquel hermano, convertido ahora en su peor enemigo, ha aparecido aquella otra mujer que un día encendiera su corazón y su carne, y que con falsa solicitud se vuelve a Renato, brindándole una vez más el espectáculo de su farsa:

—Renato mío, no vayas a preocuparte demasiado. Estas cosas pasan todos los días, y nadie les da verdadera importancia...

—¡Silencio! —solicita el presidente—. En virtud del anterior veredicto, este tribunal absuelve al llamado Juan del Diablo, reservándose el derecho de amonestarle aconsejándole más cordura de ahora en adelante. Pero en cumplimiento de la voluntad popular, expresada por el veredicto del jurado, ordena sea puesto en libertad inmediatamente, a no estar detenido por otro motivo... ¡Ah...! ¡Las costas del juicio quedan a cargo del señor acusador privado...!

Todo el mundo se ha puesto en movimiento... Segundo Duelos, Colibrí, los otros tripulantes del Luzbel, el teniente Britton y algunos marineros del Galión, han corrido hacia Juan, rodeándole con entusiasmo. Descienden los magistrados de sus tribunas, se apartan los gendarmes, el presidente del tribunal se acerca a estrechar la mano de Renato, y le dice:

—Lo siento en el alma, señor D'Autremont, pero era de esperarse. También lamento haber tenido que condenarle al pago de costas, pero la ley es la ley, y nosotros no podemos resolver las cosas a nuestro gusto, como los señores del jurado.

—Le estoy altamente agradecido, señor presidente, y no me sorprenden los resultados. Emprendí el asunto a todo riesgo...

—Y con el enemigo dentro de la propia casa... El presidente ha lanzado una mirada significativa al notario Noel, que desaparece entre la muchedumbre. Luego se vuelve a Mónica, pero ella no parece ver ni escuchar cuanto a su alrededor pasa. Aguarda inmóvil, tensa, pálida, las manos crispadas aferradas al respaldo de aquella butaca, y al fin echa a andar como una sonámbula...

—¡Mónica...!

Las anchas galerías se han vaciado, y a la voz de Juan, Mónica se detiene tambaleándose, como si no pudiese más, como si fuese a desplomarse. Él se ha librado de las manos tendidas, de los abrazos que le detuvieron, y ha corrido tras ella, pero algo se paraliza en su alma al mirarla, y las palabras tiemblan al salir de sus labios:

—Mónica... Creí que te marchabas... Creo que tengo que darte las gracias y, sin embargo, no encuentro las palabras que quisiera emplear. Fuiste muy noble y muy generosa... Desde tu loca proposición de sacrificar tu dote, hasta tu forma de hablar en favor mío...

—Creo que todos, o casi todos, hablaron a favor tuyo, Juan. No tienes nada que agradecerme, pues no dije nada que no fuera verdad...

—Pero el solo hecho de que esa verdad esté en tu corazón, ya significa mucho para mí. El solo hecho de que recordaras tan claramente aquella tarde, cuando te hablé del martirio de Colibrí, y tú...

—No he olvidado ninguna de las horas que pasé a tu lado, Juan —confiesa Mónica. Y cambiando de pronto, exclama casi violenta—: No creo que debas perder el tiempo en inútiles cortesías. Sabes mejor que yo, que hay alguien a quien tienes mucho más que agradecer. Guarda para ella tu gratitud y dale las gracias como se merece. Ella lo está esperando...

—¿Eh...? No sé a quién puedes referirte, Mónica... Te juro que no entiendo...

—Entiendes demasiado. Claro que lo menos que puedes hacer es disimular, pero conmigo el disimulo es vano, absolutamente innecesario. Tengo la obligación de ser discreta... He sabido callar y seguiré callando...

—¿Callar? ¿En qué vas a callar?

—No me preguntes demasiado, pues hasta mi voluntad y mi paciencia pueden tener un límite, porque yo también puedo enloquecer y gritar como se grita de dolor, sin que nos sea humanamente posible soportar más...

—Te juro que...

Bruscamente ha callado, Juan... Muy cerca de Mónica, a sus espaldas, se yergue la figura altanera de Renato, pálido de ira, apretadas las mandíbulas, relampagueantes las pupilas. Al gesto de Juan, Mónica se vuelve, para retroceder espantada... Como dos espadas han chocado en el aire las miradas de aquellos dos hombres, pero no brota de ninguno de los labios el insulto que parece temblar en las pupilas de ambos. Es como si dos mundos distintos estuvieran frente a frente, multiplicando su veneno al calor de aquella sangre traidoramente fraternal, hasta que al fin Renato parece hallar el arma más cruel con que pueda herir al hermano sin nombre: el desprecio. Y vuelve la cabeza, ignorándole, para hablarle a Mónica:

—Supongo que es inútil pedirte que vuelvas con nosotros a casa...

—¡Totalmente inútil! —salta Juan sin poder contener la ira que lo embarga—. Perdóname que responda por ti, Mónica, pero todavía estamos casados y no hay pena infamante, no hay falta en mí, que te autorice a pedir ese divorcio que tanto anhela Renato. Es lo que más aprecio de esta libertad que tú misma has hecho que yo alcance, y por la que te estoy dando las gracias...

—Hoy todos tienen razón contra mí, pero no por eso voy a desalentarme —confiesa Renato con amargura incontenible—. Ya veo, Mónica, que quieres cumplir hasta el fin tu papel de esposa ejemplar. Por desgracia, no tengo el poder de estorbarlo... Siempre a tus pies, Mónica. Por si no lo sabes, quiero decirte que tu madre sigue aguardándote en tu vieja casa, y que en la mía, pase lo que pase, están abiertas de par en par las puertas para cuando quieras regresar. Buenas tardes... — y con paso rápido y gesto altivo, Renato se aleja dejando solos a los esposos.

—Déjame ahora, Juan —ruega Mónica con desaliento—. Ya me diste las gracias... gracias que no merecía, puesto que no hice sino cumplir con mi deber...

—¿Que te deje? —se sorprende dolorosamente Juan—. Entonces, ¿cuanto dijiste en el tribunal fue sólo porque consideraste tu deber reparar una injusticia? Entonces, ¿tu actitud poniéndote de mi parte y en contra de Renato, era tu conciencia, no tu corazón quien la dictaba?

—Supongo que para ti es igual.

—No es igual, puesto que te lo pregunto de este modo. No es igual, cuando te exijo... Sí, te exijo que me digas la verdad de tu alma...

—No creo que tengas derecho a exigirle nada a mi alma. Nuestra deuda está pagada... Supongo que hoy, tu orgullo y tu amor propio están bien satisfechos. Hoy no puedes dudar de lo que siente por ti la mujer que un día te traicionó. Por ti ha engañado, ha mentido, ha comprado voluntades... Por ti se ha expuesto a todo, bajando hasta tu calabozo para que la tuvieras en los brazos...

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