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—Mónica también entiende que el deber es preciso cumplirlo por encima de todo, y considera que su deber es estar de parte de Juan, ya que consintió en casarse con él...

—¿Lo entiendes tú así? Menos mal... Tenía miedo de que te disgustaras, de que te enojaras con ella... Pero ya veo que no hay nada de eso. Por fortuna, los enemigos públicos se siguen llevando como buenos parientes en la intimidad...

—¿Qué quieres decir, Aimée? —indaga Renato sorprendido.

—No sé... No le des mucha importancia. Estoy tan nerviosa, que no sé ni lo que digo.

Un nervioso agitar de campanilla, ordenando silencio a los fuertes murmullos que llenan el espacio, ha hecho que Renato se dirija a la ventana que da a la sala del tribunal, sacudido por una extraña agitación, y es el instante que aprovecha Aimée para acercarse a su hermana, sujetando su braza mientras le habla al oído con la furia desesperada de quien pone en una intriga su alma entera:

—Juan va a salir absuelto. Todos los jurados con los que he podido hablar, están de su parte, y ese papel que tanto te molesta se lo mandé sólo para darle ánimos, contestando a otro que él me había enviado pidiéndome ayuda y amparo en nombre de aquel amor nuestro que no puede olvidar... Yo no tengo la culpa de que Juan no me olvide, de que siga considerándome como el único amor verdadero de su vida. Tuve que escribirle diciéndole que le amaba todavía, porque sin mi amor no le interesan ni la vida ni la libertad. Esa es la verdad... Ya la sabes... ¡Ahora, si quieres, díselo a Renato!

Sin dar tiempo a responder a Mónica, corre Aimée hacia Renato tras derramar el veneno en el torturado corazón de su hermana... Todo es ahora distinto en ella: el gesto ingenuo, la palabra tímida y dulce, la actitud suave y enamorada con que se apoya en el brazo de Renato, al preguntar:

—Renato mío, ¿qué es lo que pasa?

—¡Es el colmo... el colmo! Pedro Noel está entre los testigos de descargo...

—Notario Noel, ¿qué tiene usted que declarar?

Una vez más, a la voz y a la autoridad del presidente, se han acallado los fuertes rumores, los comentarios violentos, el batir de los pensamientos y las voluntades, cada vez más prendidos y dominados por el interés de aquel proceso que pone frente a frente a dos hermanos... Un asombro indignado hace mirarse, unos a otros, a los altos personajes de la tribuna de los influyentes. Un ansia de desquite, una curiosidad violenta, y en algunos malsana, sacude las apretadas filas del departamento en el que el público común se amontona. Y absolutamente sereno, como si por una vez en su vida se decidiera jugarse el todo por el todo, Pedro Noel da vueltas entre las manos al deslucido sombrero de copa, compañero inseparable de su gastado levitón, antes de hacer uso de la palabra.

—Casi, casi, señor presidente, mi declaración está de más...

—¿Entonces, ¿por qué insistió en ser llamado como testigo?

—Hubo un momento en que pensé que haría falta, pero la elocuencia de los argumentos de la señora Molnar ha hecho inútil toda intervención posterior. Ella tiene razón: las palabras están de más. Nos ha presentado los hechos en toda su cruda realidad... El martirio de Colibrí, escrito, no en actas, sino en la propia carne del muchacho, y su sabio ruego a los señores del jurado pidiéndoles mirar este caso con un sentido realmente humano de la justicia, creo que sean lo bastante para conseguir un fallo absolutorio, que es lo que la mayoría estamos deseando. ¿Verdad?

—Señor Noel, en su calidad de testigo, no es discurso de defensa lo que puede usted pronunciar —le recuerda el presidente—. Si el acusado ha renunciado voluntariamente a las ventajas de la defensa...

—Es porque tiene la conciencia de no haber procedido mal —interrumpe Noel como prosiguiendo los conceptos del presidente—, Porque piensa que sus intenciones están demasiado claras, que se transparentan de los hechos, y es además, señor presidente, señores magistrados, señores jurados, por la condición especial de la mentalidad del acusado. Y eso es precisamente lo que vine a decir ante este tribunal. Como existen hipócritas del mal, existen también hipócritas del bien, y el caso típico lo tienen ustedes delante, en el banquillo de los acusados. He aquí un hombre noble, generoso y humano; un corazón que destila piedad y amor al prójimo, demasiado herido, demasiado humillado para ser capaz de demostrar estos sentimientos. Le han tratado demasiado mal para que él pueda decir, sin rubores, que sigue siendo bueno y generoso, y que sigue amando a la humanidad...

»El señor presidente dijo al testigo, Segundo Duelos, que dijera cuanto sabía de Juan del Diablo, cuanto pudiera servirle para disculparse, para negar o suavizar los cargos... Pues bien, nada puede disculpar tanto los pecados de un hombre como el conocimiento de los dolores de su infancia. Segundo Duelos no los conoce. Tampoco creo que haya llegado a conocerlos a fondo la señora Molnar, aunque con su maravillosa intuición de mujer los haya adivinado. Yo sí, porque conocí al acusado desde niño, y puedo decir que es bueno, que es fundamentalmente bueno, señores jurados, a pesar de sus disparates, que siempre fui el primero en censurar...

—¿Puedo hacer una pregunta al improvisado testigo, señor presidente?

Todos los ojos se han vuelto hacia Renato. Este ha llegado trémulo, tembloroso de cólera, contenido sólo por el dominio admirable que le dan su educación y su voluntad, y avanza, clavando una mirada terrible en el rostro surcado de arrugas del viejo notario.

—Las preguntas que quiera, señor D'Autremont —concede el presidente.

—Más que testigo, panegirista de Juan, doctor Noel —apunta Renato destilando amargo sarcasmo—, ¿ha faltado o no ha faltado Juan del Diablo a las leyes y ordenanzas?

—Naturalmente que ha faltado, pero...

—¿Es o no lesivo para una sociedad, el que un hombre se crea superior a sus leyes y pase por encima de todo y de todos para proceder a su antojo, en forma arbitraria y dictatorial, distribuyendo premios y castigos como si tuviese los poderes de Dios en su mano? ¿Es o no lesivo, señor notario Noel?

—Bueno, desde luego... No es el sistema ideal de gobernarse, pero...

—¿Está o no está en este caso el acusado Juan del Diablo?

—No puedo negar que está en este caso...

—Entonces, los señores jurados no tienen más que dar un veredicto, en razón y en justicia, no es más que uno: ¡Sí... El acusado sí es culpable!

—Pero el acusado no es una fiera, es un hombre de carne y hueso —se rebela Noel con cierta violencia—. Y los señores jurados son hombres también, como somos hombres los notarios, los magistrados y los gendarmes. Y existe un momento en el que hay que hablar a la razón de los hombres, y por eso le pregunto yo a este tribunal: ¿Qué ganará la sociedad con castigar a Juan del Diablo, si siguiendo las leyes, por su letra muerta, se le echa encima una pena excesiva y desproporcionada?

—La sociedad se librará de él y dará un ejemplo saludable a los que quieran imitar sus desplantes —remacha Renato con altivez—. Además, hará un acto de justicia, de verdadera justicia, no de justicia sentimental...

—Yo digo una cosa... Juan es como una fuerza ciega... Rechazándole e hiriéndole más, la sociedad le hace su enemigo, le convierte en una fuerza para el mal. Comprendiéndole ahora, absolviéndole, dándole una oportunidad de reparar sus faltas y de enmendar sus errores, la sociedad gana para sí una fuerza generosa y benéfica...

—Tal vez... Pero no por los medios legales. Usted es un hombre de leyes, notario Noel. Por eso son más sorprendentes, más absurdas, más descabelladas sus palabras, y me ha dado usted la más amarga sorpresa de mi vida. Pero no importa... Está en el fiel la balanza: de un lado, la sociedad y la ley; del otro, Juan del Diablo. ¿Por quién se decide usted, doctor Noel?

—Yo... Yo... —balbucea el viejo notario—. Yo estoy de parte de Juan...

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