Литмир - Электронная Библиотека
A
A

—Arrastraba una carga de leña más grande que él mismo... Un capataz le tiraba piedras desde lejos, y le gritaba estimulándolo.

—He terminado con mis preguntas —ataja Renato con la intención de cortar los crecientes murmullos—. Considero inútil, señor presidente, la repetición de un relato tan profundamente desagradable, y repito lo que ya dije ante este tribunal: ¿Por qué Juan del Diablo, o cualquiera de sus hombres, no denunció el hecho a las autoridades? ¿Por qué él, los que con él andan, se consideran autorizados para hacer la justicia por su propia mano? En esta desdichada historia de Colibrí...

—¡Están de más todas las palabras, señor presidente!

Otra vez Mónica se ha levantado, como impulsada por una fuerza incontrolable; otra vez se enfrenta al tribunal, esquivando el ademán de Renato, que intenta detenerla, desoyendo toda voz que no sea aquella que en su conciencia parece gritar...

—Están de más todas las palabras... ¡Ven aquí, Colibrí, acércate! Señores magistrados, señores jurados... no son palabras, sino hechos los que quiero mostrar. En la carne de este niño están impresas las huellas de la barbarie de los Lancaster, y ninguna palabra dice más que estas cicatrices. —Bruscamente ha despojado a Colibrí de su camisa blanca, mostrando a todos aquellas horribles huellas de crueldad que un día le hicieron estremecerse llevando a sus ojos las lágrimas—. ¡Esta es la prueba más clara! Este es el cargo más grave contra Juan, y desafío a cualquier hombre honrado a que siga sosteniéndolo tras mirar lo que todos han mirado...

Mónica ha hecho a un lado al asustado muchacho, ha recorrido con la mirada relampagueante a aquel tribunal que calla, sorprendido y emocionado, y sin mirar a Juan, se vuelve hacia Renato:

—Ya dije antes ante este tribunal, que Juan ignoraba la existencia de mi dote, una dote modesta pero intacta... Con ella garantizo el pago de esa deuda por la que se acusa a Juan de abuso de confianza. Hago promesa solemne, a los acreedores aquí presentes, de abonar hasta el último centavo, y confío en que la justicia no sea para ustedes, señores jurados, la letra muerta que castiga a ciegas, sino la comprensión humana que aplica esa ley a cada hombre, a cada corazón, a cada caso... Él no se defiende, no quiere defenderse; pero yo pido justicia... ¡Justicia humana para el acusado!

—¡Silencio! ¡Basta! —clama el presidente—. Ujier, obligue al público a guardar orden y silencio, o tendré que hacer despegar la sala... Y en cuanto a usted, señora Molnar, hágame el favor de abandonar la sala. El juicio debe continuar sin más interrupciones...

Como una sonámbula, ha abandonado Mónica la ancha sala del tribunal, no sin volverse desde la puerta para mirar a Juan un instante... pero aparta los ojos estremecida, quemada por el fuego luminoso que asoma a las pupilas de aquel hombre extraño... Aquellos ojos que ella nunca viera sino fríos y desdeñosos, amargos o burlones, aquellos ojos que parecen haber mirado todos los dolores y toda la tristeza del mundo, y que ahora brillan con un fulgor cálido de gratitud, acaso de admiración...

—¡Tú... aquí...!

Moviendo la cabeza, Mónica ha dado un paso atrás. Nada en el mundo hubiera podido dar a su alma un golpe tan brutal como la presencia de Aimée allí, junto a las ventanas que dan a la sala de los tribunales...

—Ya te oí defendiendo a Juan. Lo hiciste a las mil maravillas. Y ya vi también cómo él te miraba... Sabes arreglártelas perfectamente... Has cambiado de un modo extraordinario, y ya no podrá llamarte Santa Mónica...

—¡Calla! ¡Basta! ¡Si eres que voy a soportar...! —se revela Mónica a impulsos de la ira.

—Supongo que habrás tenido que soportarlo todo. Conozco a Juan. No es ningún caballero de la Tabla Redonda. Al contrario... No ha nacido la mujer que se burle de él...

—¿Quieres callarte de una vez? ¡Maldita... Malvada...!

—¡Basta! ¡No eres tú quién pueda insultarme!

—Ni hay insulto que te llegue, Aimée. Has caído demasiado bajo... ¿Qué haces en el tribunal? ¿Qué es lo que has venido a hacer aquí, olvidándolo todo: tus deberes, tu nombre, tus juramentos... esos juramentos que pisoteaste por completo, los que hiciste al pie del altar, los que me hiciste a mí por la vida de nuestra madre?

—¿Pero con qué derecho...?

—Mira este papel. Lo reconoces, ¿verdad? Lo escribiste tú... Tiene tu letra, tu perfume, tu modo vergonzoso de expresarte.

—¿Quién te dio ese papel? ¿De dónde lo has sacado? No dudo que desearás con toda el alma cualquier cosa para perderme —expone Aimée con fiera burla.

—Perdida estás por tus propias obras, por tus propios actos. ¿Qué has venido a hacer a este tribunal? ¿Por qué escribes de este modo a Juan, cuando el precio de mi sacrificio fue justamente que borrarías hasta el recuerdo del pasado?

—¿El precio de tu sacrificio? ¡Ay, hermana, me parece que el sacrificio no fue tan grande! Si no, ¿por qué defiendes a Juan?

—Lo defiendo porque fue noble y sincero, porque tuvo piedad de mi desgracia, porque, de cualquier modo, soy su esposa... Porque, para salvarte entonces, no vacilaste en hundirme en lo que pudo haber sido mi muerte... Y ahora me echas en cara no haber muerto, ahora lamentas que el hombre en cuyos brazos me arrojaste, como se arroja una víctima a la jaula de las fieras, haya tenido sentimientos humanos...

—¿Sólo sentimientos humanos?

—¿Pues qué pensaste?

Aimée ha respirado, ha sentido que bruscamente se le ensancha el alma, se ha estremecido presa de una alegría egoísta, instintiva y carnal... Ha sentido aflojarse en su garganta el nudo amargo de los celos, que la ahogaba, y casi sonríe viendo retroceder a Mónica, temblorosa y pálida, ardiente sólo en ella como una chispa de curiosidad...

—Entonces, ¿quieres decirme por qué está ese papel en tus manos?

—No quiero decirte nada. ¡Ni eso ni nada! —rechaza Mónica airada—. ¡No te importa! ¿Entiendes? ¡No te importa ni tiene que importarte! Piensa sólo que pudo costarte la vida, y que, sin embargo, te lo devuelvo.

—¿Quieres que te dé las gracias por no delatarme? —se burla Aimée con cínico sarcasmo—. No soy tan cándida para creer que sólo por mí callaste... ¡Callaste por él, por Renato, por tu adorado Renato! ¡Todavía te importa más que nada, más que nadie!

—¡Imbécil! ¡Imbécil! —repudia Mónica fuera de sí.

—¡Oh... Calla... Calla! —se asusta Aimée de pronto. Y con repentina angustia, suplica—: ¡Cuidado, Mónica... cuidado, que...!

—¿Qué? —se sorprende Mónica. Y con voz ahogada por la sorpresa murmura—: Renato...

Ha quedado inmóvil, ahogado el grito de indignación en su garganta, mientras Renato D'Autremont se acerca, sorprendido y rápido, al tiempo que indaga:

—¿Qué haces aquí, Aimée?

—Renato de mi vida, me volvía loca en aquella casa —intenta justificarse Aimée, en tono doliente e hipócrita—. Sola, como quien dice sola... con doña Sofía no hay que contar. Desde que por la hora comprendimos que había empezado el juicio, se encerró en su cuarto a llorar y a desmayarse. Dice que este escándalo va a matarla, y no le falta razón, Renato. A sus años, con sus pergaminos, con su orgullo... A mí me da una pena horrible que por un asunto nuestro. Quiero decir, que por un asunto de la familia Molnar, hayas hecho algo semejante... Tu madre opina que no debías haberte metido en nada de esto...

—Y yo comparto la opinión de doña Sofía...

Bruscamente se ha serenado Mónica, ha vuelto a tener el gesto reservado y altivo de cuando vestía los ásperos hábitos de novicia, y esquiva, como si no la viese, la ardiente mirada de Renato, que explica en un intento de justificarse:

—Demasiado sabes que sólo cumplimos un deber tratando de deshacer el mal que te causamos.

—Es justamente lo que yo le estaba diciendo —intercede Aimée con falsa ingenuidad—. Aunque, al fin y al cabo, me parecía que el daño no había sido tan grande, ya que, mal o bien, Mónica está queriendo a Juan... Precisamente llegué a tiempo de asomarme por esa ventana en el momento en que ella lo defendía con tanto calor, dejándote a ti en una situación bastante desairada, Renato...

63
{"b":"143859","o":1}