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Un silencio solemne ha seguido a las palabras de Renato. Sin fuerzas para detenerle por segunda vez, Mónica se ha alejado unos pasos. Ahora está muy cerca de Juan, pero apenas puede mirarlo; hay un torbellino que parece girar ante sus ojos, un golpear de martillos que atormentan su cabeza. Otra vez, como en aquel terrible viaje hasta la costa, cree vivir una pesadilla infernal, y para ella, las voces, más que sonar, estallan, penetrándola con cien dardos de angustia restallando como latigazos...

—El acusado puede hablar en su defensa o aceptar al defensor de oficio que este tribunal le ha deparado —manifiesta el presidente.

—Doy las gracias al defensor y al tribunal —desprecia irónico Juan—. Mi única defensa sería negar la verdad, y no he de negarla. Poco valen las razones que pude tener para hacer lo que hice, según ha afirmado la elocuencia del señor acusador privado. Yo desprecio el dinero, lo desprecio y lo odio con toda mi alma, o al menos lo he despreciado hasta ahora. Tal vez por asco de ver que es el precio de todo, tal vez a causa de la repugnancia de mirar aferrarse a él a los que lo tienen, y volverse más insaciables cuanto más oro se amontona en sus arcas. No pregunté por su dote al que me dio por esposa a Mónica de Molnar. Los hombres de mi clase no nos casamos con las dotes, sino con las mujeres. Y si todo este proceso, tal como acaba de declarar Renato D'Autremont, no tiene más objeto ni finalidad que arrebatarme a la mujer que legalmente me pertenece, yo le respondo que no lo logrará jamás, a menos que pague a un asesino para matarme!

—¡Silencio... Silencio! —grita el presidente por encima del vocerío que se ha desencadenado ante las palabras de Juan—. Se suspende la vista. Veinte minutos de receso antes de oír a los testigos de descargo. ¡Despejen la sala!

Juan se ha vuelto en vano hacia Mónica. Dos gendarmes le han cerrado el paso, otros dos le empujan por el largo pasillo. En sus manos está aún el doblado papel que Charles Britton le diera al declarar. Mientras marcha entre cuatro fusiles, lo abre y lo lee con ansia. Son sólo unas palabras, locas y apasionadas palabras de amor, que le estremecen haciéndole dudar. Es una letra de mujer, de largos y nerviosos caracteres desiguales. No hay un signo, no hay una firma, no puede recordar si ha visto antes esa letra, pero el sutil aroma de nardos que exhala el papel es como un relámpago repentino en su memoria, y lo estruja con rabia, lo deja caer y, como un sonámbulo, se deja llevar...

Mónica ha seguido los pasos de Juan. Ha escapado a las manos de Renato, ha esquivado al ujier qué intenta detenerla. Corre ansiosa, con el anhelo de alcanzarlo, de cruzar con él aunque sea una palabra, una sola palabra... Pero ha llegado tarde. La puerta claveteada se ha cerrado tras el último gendarme, y ella se vuelve vacilante, como si despertara, ahogada por el tumulto de sentimientos que la envuelven... Muy cerca de la puerta hay estrujado un pequeño trozo de papel, que recoge con ansia. Sí, ahora recuerda, ahora está segura: vio caer ese papel de las manos de Juan, mientras corría en vano por alcanzarlo, y tiembla pensando que pueda ser un mensaje, una palabra... ¿Para ella acaso?

Lo ha leído, una y otra vez... y casi no comprende, Al fin, su mente se aclara. Recuerda aquella letra, conoce demasiado bien aquel perfume de nardos que se le clava en la garganta, y murmura en un gemido de infinita desolación:

—De Aimée para Juan... ¡Para Juan...!

Poco a poco, todos van regresando... más grave y ceñudo el presidente del tribunal, más aburrido y despreocupado el viejo secretario, más nerviosos e inquietos los doce hombres, escogidos entre todas las clases sociales, que forman el jurado...

—El tribunal... Se reanuda la audiencia —anuncia el secretario.

Mónica ha llegado también, trémula y pálida, y clavando en ella una mirada de profundo y doloroso reproche, cruza Renato hasta llegar al centro del estrado. Hay una fiera determinación en toda su actitud, como una brusca reacción exterior a la desolación de su alma, y es como un acicate, que se clavara torturándole, aquel viejo orgullo de los D'Autremont y de los Valois que corre mezclado en su sangre...

En silencio, llega Juan. También, como Renato, parece más sereno y más pálido; hay en él un gesto de determinación desesperada... gesto que, en los rostros distintos, marca, como un sello indestructible, su innegable parecido de hermanos...

—Antes de dar paso a los testigos de descargo —advierte el presidente—, pregunto por segunda y última vez al acusado Juan del Diablo: ¿Desea ser asistido por el defensor de oficio que le otorga este tribunal?

—No, señor presidente...

—Bien... Que pasen los testigos de descargo...

—Testigos de descargo: Segundo Duelos Panart... —llama el secretario.

—Por una cuestión de orden, señor presidente —objeta Renato—. Segundo Duelos formaba parte de la tripulación del Luzbel. Puede considerársele como un empleado de Juan del Diablo...

—Se trata de un ciudadano libre, señor D'Autremont —rechaza el presidente—, que declarará bajo juramento y será reo de perjurio si sus declaraciones son falsas. —Y dirigiéndose a Segundo, advierte—: Acérquese a la barra de los testigos... ¿Se da usted cuenta de la responsabilidad en que incurre faltando a la verdad en sus declaraciones, testigo?

—Sí, señor... claro... Pero no necesito mentir para defender a Juan del Diablo...

—Bueno... ¿Jura decir la verdad, toda la verdad, y sólo la verdad, en cuanto le fuese preguntado? Conteste: "Sí, juro". Y levante la mano para jurar...

—Sí, juro...

—Baje la mano y diga cuanto sepa del acusado Juan del Diablo... Cuanto pueda servirle para negar los cargos o atenuar la responsabilidad de ellos. ¿Estaba usted presente cuando la riña en la taberna de "Dos Hermanos", donde resultó herido Benjamín Duval?

—No, señor presidente, nunca estaba con Juan cuando llegábamos a puerto. Yo cuidaba de la goleta anclada, él entraba y salía, contrataba las cargas, hacía todos los arreglos. Luego nos pagaba, unas veces por sueldo, otras por una parte de la ganancia... Era generoso y considerado con todos... Jamás nos engañaba...

—¿Puedo hacer unas preguntas al testigo, señor presidente? —solicita Renato. Y al concedérsele la autorización, se dirige a Segundo—: ¿Sabía usted que la mayor parte de las cargas que trasladaba el Luzbeleran robadas? Recuerde que está declarando bajo juramento...

—Pues bien, yo nunca le pregunté al patrón de dónde salían las cargas. No creo que haya ningún tripulante de barcos de cabotaje que lo haga, ni ningún patrón que soporte tales preguntas...

—¿Ha terminado, señor D'Autremont?

—Un momento, señor presidente. El testigo estaba presente en Jamaica cuándo fue secuestrado Colibrí. Él le vio golpear a los empleados de los Lancaster, le vio disparar contra las barricas de ron, le vio también esconder al muchacho en la goleta, tomándolo para provecho propio, y hacer levar las anclas para huir. ¿Le vio, o no le vio?

—Sí le vi. Pero lo de provecho propio no es verdad... Colibrí no hacía nada en el barco, no hacía nada en ninguna parte. Pasaba la vida de niño bonito, acompañando al patrón, y no me lo quiso dar para grumete, aunque varias veces se lo pedí porque lo necesitaba...

—¿Qué pretextos le expuso para no otorgar esa ayuda?

—Pretexto, ninguno... Sólo dijo que no quería grumetes en su barco... Que los grumetes sufrían demasiado...

—Sí, señor presidente —tercia Juan—. Viví como grumete durante tres años. Sé bien lo que es la suerte de un muchacho al que todos, desde el capitán hasta el último marinero, pueden mandar, reprender y castigar. No saqué a Colibrí de Jamaica para que siguiera siendo un esclavo... Lo era en casa de los Lancaster... Cien veces puedo asegurarlo, y Segundo Duelos, que ha jurado decir verdad, puede afirmarlo... ¿Cuándo viste por primera vez a Colibrí, Segundo? ¡Responde la verdad... la verdad!

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