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»Y esto puede ocurrirle a cualquiera de los cabezas de familia que me están escuchando. Si nuestras leyes son malas, debemos reformarlas; si nuestros tribunales no imparten verdadera justicia, debemos esforzamos por hacerlos mejores; si nuestras costumbres son vituperables, tratemos de modificar nuestras costumbres... Pero que todo se haga con la anuencia de los mejores ciudadanos, con el respaldo de las leyes de la metrópoli, con la justicia, el derecho y el apoyo de las instituciones, no según el capricho, más o menos sentimental, del primer resentido que se alza en rebeldía, sólo porque la sociedad lo tuvo siempre al margen...

»Pido, señores del jurado, piedad para Juan del Diablo, pero mayor piedad aun para la sociedad cuyos cimientos socava. Sus pecados pueden absolverlos el corazón, pero sus faltas deben ser castigadas, deben ser sancionadas, deben ser perseguidas y evitadas, en él y en cuantos pretendan seguir su ejemplo, como parecen querer seguirlo todos los hombres de su barco y hasta ese niño de doce años a quien bien pudiéramos llamar el ahijado del Diablo...

»Es absolutamente preciso hacerles comprender, al acusado y a todos, que ningún hombre es más fuerte que las leyes, que ningún ciudadano, por si solo, puede destruir lo que ha establecido la voluntad de millones de ciudadanos, que no es la violencia privada el camino de reparar la injusticia, que él no puede imponer una sanción caprichosa como en el caso de la destrucción de las barricas de ron de los señores Lancaster, porque eso no se llama justicia, se llama venganza, y este tribunal no puede alentar esos procedimientos, sino, por el contrario, ponerles coto, terminar con ellos, cortar toda posibilidad de que cosas así vuelvan a repetirse, por medio de un castigo justo, enérgico y adecuado para el quebrantador de todas las normas, para el acusado, Juan del Diablo. Por lo tanto, pido a este tribunal, para el acusado...

—¡No! ¡No, Renato! —le interrumpe Mónica acercándose a él, completamente fuera de si—. ¡Que no seas tú... que no sea tu boca... que no sean tus labios los que pidan el castigo de Juan!

—¡Silencio... Silencio! —se enfurece el presidente—. ¡Basta! ¡Voy a hacer despejar la sala! Señora Molnar, en su calidad de testigo, usted ha permanecido indebidamente en esta sala. Pase en seguida al departamento de testigos, o será detenida por desacato a la autoridad.

—¡Eso no! —protesta Renato.

—Ni ella ni nadie puede interrumpir de ese modo el orden de un juicio. Hablará a su tiempo, cuando sea interrogada. Y si tiene que decir algo en favor del acusado...

—¡Es el hombre más generoso de la tierra! ¡Si ustedes representan a la justicia, no pueden condenarlo!

Un grito unánime ha escapado de las tribunas del pueblo. Magistrados y jurados se han puesto de pie; los guardias cruzan los fusiles deteniendo al público que pretende saltar al estrado. Incapaz de contenerse por más tiempo, Mónica está frente al tribunal, se acerca a Juan, se vuelve hacia Renato... A una enérgica seña del presidente, un ujier va acercársele, pero no se atreve a tocarla. Se detiene frente a ella, inmóvil como todos, y se apagan los murmullos y las voces con el repentino y violento interés de escuchar sus palabras:

—¡Señores magistrados, señores jurados, ustedes no pueden condenar a Juan! Es preciso que los que van a juzgarle no cometan contra él una nueva crueldad... Por el amor de Dios, escuchadme. ¿Vais a castigarlo por ser generoso? ¿Por sentir piedad? ¿Por defender a los que nada tienen? ¿Por ser el apoyo de los desamparados? ¡No! La justicia no puede castigarle por luchar, defendiendo su propia vida y la de otros desgraciados, por ayudar a burlar conciencias inhumanas, por dar amparo a un niño fugitivo, por herir a un malvado en legítima defensa, que ése es el caso de Benjamín Duval...

—¡Señora Molnar, basta... Basta! —desaprueba el presidente—. Ha tomado usted el papel del abogado defensor, y en ningún casa podemos oiría en ese tono. No es para escuchar argumentos, sino hechos, para lo que este tribunal le concede el derecho de hablar.

—En seguida llegaré a los hechos, señor presidente. Solo quería suplicar a los señores del jurado que fuesen menos crueles con Juan de lo que el destino fue con él desde niño. Por lo demás, sus faltas, sus delitos, los cargos de que se le acusa han ocurrido en su mayor parte en otros países y bajo otras leyes...

—La testigo olvida que los principales cargos son, aparte de su riña con Benjamín Duval, el incumplimiento de su promesa de seguirle pagando una indemnización mediante la cual retiró él su demanda —recuerda el presidente—. El abuso de confianza que significa sacar del puerto un barco embargado antes de satisfacer la deuda que lo detenía a la disposición del que hoy lo acusa: el señor Renato D'Autremont y Valois...

—Justamente iba a llegar a ese asunto, señor presidente —interrumpe Mónica—. La forma en que Juan fue detenido, la severa incomunicación en que hasta ahora ha estado, me han impedido cruzar con él una sola palabra, participarle algo que su desinterés, su verdadero desprecio al dinero le hizo ignorar: la mujer con quien se casó en Campo Real cuenta aún con algunos bienes de fortuna. Una dote modesta. Con ella garantizo a este tribunal el pago de esa deuda. Hago promesa solemne, a los acreedores aquí presentes, de abonar hasta el último centavo, y espero que con ello sea bastante para dejar sin lugar el cargo de abuso de confianza.

—¿Puedo hacer una pregunta a la testigo? —inquiere Renato—. Sólo quería preguntar a la testigo, recordándole antes que declara bajo juramento, si fue también a causa de la bondad de Juan del Diablo que rogó al doctor Faber escribiese a su madre pidiendo ayuda, apoyo, auxilio para escapar de la goleta Luzbel, en donde era retenida contra prescripción facultativa, a pesar de estar gravemente enferma.

—Jamás pedí al doctor Faber que escribiera en esa forma, ni a mi madre ni a nadie —rebate Mónica con energía—. Sólo quise hacerle saber que aún vivía. Juro que ésa, y sólo ésa, fue mi súplica para el doctor Faber.

—Admitamos que el médico obró por iniciativa propia, que el dolor y el abandono de una compatriota, llevada a pesar suyo en aquel barquichuelo miserable, le conmovió al extremo de ir más allá de lo que se le rogara. ¿No son acaso hechos lo bastante claros para desmentir la pretendida bondad de Juan del Diablo?

—Sólo guardo gratitud para él durante ese viaje. A sabiendas acepté su pobreza. Y ningún tribunal puede acusarlo si yo no lo acuso, nadie puede sostener contra él una demanda que yo rechazo. Me considero deudora de una profunda gratitud para el acusado, y en nombre de esa profunda gratitud...

Ha callado, sintiendo que las fuerzas le faltan, pero una firme mano varonil la sostiene. Junto a ella está Renato que, aprovechando el instante, se vuelve al tribunal:

—Es profundamente doloroso para mí obligar a la testigo a tocar asuntos íntimos; es lamentable ventilar ante un tribunal público lo que sólo atañe al honor y a la dignidad de los que son ya miembros de mi familia; pero cuando se llega a un extremo tal, hay que apurar hasta la última gota del trago más amargo. Públicamente, y asumiendo de nuevo el cargo de fiscal en el que fui interrumpido, pido a los señores del jurado un veredicto de culpabilidad para que él presidente de este tribunal aplique la sanción más severa que marque la ley para los cargos probados y confesados por el propio acusado, y corroborados por los testigos que acaban de declarar. Pido la mayor pena que el código prevenga, para protección de esta sociedad a quien él maldice y ataca, para ejemplo de los que quieran seguir sus huellas, y en provecho de la mujer a quien, por desgracia, yo mismo puse legalmente en sus manos. Si ella, en su infinita nobleza, insiste en ser una esposa leal, yo pido a los señores jurados y a los señores magistrados que me ayuden a reparar mi gran falta, para poder seguir sintiéndome un hombre honrado.

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