Литмир - Электронная Библиотека
A
A

—¿Has oído, muchacho? —advierte el presidente—. ¿Recuerdas si reconoces haber sido secuestrado por el llamado Juan del Diablo?

—Yo me fui con el patrón... Yo le pedí que me llevara... Por culpa mía se había estropeado una paila de ron, y me iban a matar a palos. Me escapé muerto de miedo... No sé ni cómo pude llegar, y me caí en la playa cuando vi que todavía estaba allí el Luzbel. Entonces, el patrón me llevó adentro, y no sé qué más pasó...

—El cargo de secuestro queda totalmente probado —señala Renato.

—¡Yo me fui con él! —insiste Colibrí—. Yo le pedí que me llevara... Me iban a matar... El patrón era bueno conmigo... Dígales cómo fue... Dígales usted, patrón, dígales por qué me escapé de allá...

—¡Silencio! —clama el presidente por enésima vez—. ¿Tiene algo que decir en su defensa, acusado?

—Nada, señor presidente —responde Juan destilando ironía—. Tampoco creo que sea necesario decir nada en defensa del muchacho. Iba a pagar con su vida la pérdida de una paila de ron. Yo derramé el contenido de cien pailas, y no permití la entrada de intrusos en mi barco. No hay nada que añadir en mi defensa. Que busquen qué añadir a las suyas las autoridades de Port Morant, que toleran cosas como las que acaban de escuchar a las mismas puertas de una ciudad civilizada.

—¿Tiene algo que responder a esas palabras el señor acusador privado? —indaga el viejo presidente volviéndose hacia Renato.

—No creo que se trate, señor presidente, de discutir injusticias sociales con el acusado, sino de probar su responsabilidad en los hechos de que se le acusa. El hecho, ni él mismo lo niega: destruyó voluntariamente una propiedad ajena, se llevó a un muchacho de doce años sin autorización de nadie, contra la voluntad de los únicos que se declararon sus parientes, de los que le habían ofrecido amparo desde una infancia tan tierna, que ni el propio interesado recuerda otro hogar que la casa de los Lancaster...

—En la casa de los Lancaster, Colibrí no era más que un esclavo —rebate Juan—. Sí, un esclavo, aun cuando las leyes del país hayan abolido ya la infame trata. No creo en la existencia de ese lazo de sangre que dicen le une a sus verdugos. Eran cerca de una docena de muchachos, huérfanos o abandonados por sus padres, los que dormían hacinados en el fondo de una barranca inmunda, los que se alimentaban con sobras que los perros pueden despreciar, los que eran obligados a trabajar hasta más allá de sus fuerzas de niños, los que sólo recibían golpes, injurias y malos tratos a cambio de su trabajo... Pero, naturalmente, yo no era más que un entrometido, eso no me importaba nada...

—Pudo importarte y proceder de otro modo —observa Renato—. Con una denuncia a las autoridades...

—Evidentemente el señor acusador privado tiene razón —apoya el presidente—. Los hechos que usted refiere son lamentables, pero no le autorizaban a convertirse en juez y ejecutor de una justicia personal sin haber acudido antes a esa justicia legal que tan duramente ha criticado.

—Hubiera sido inútil, señor, presidente —desprecia Juan con su habitual sarcasmo—. Los Lancaster son personas muy bien miradas en Port Morant, pagan altas contribuciones y poseen lujosos carruajes... No, no los imaginéis como bárbaros, golpeando a este niño con sus propias manos. Ellos son incapaces de una acción repugnante. Para eso tienen sus capataces, sus caporales, sus perros a sueldo... Para eso dan absoluta autoridad a los que gobiernan a sus trabajadores... Y si un desdichado de éstos muere, importa poco, porque nadie va a ir a reclamar para saber si fue el paludismo o el hambre, los golpes o una indigestión, lo que lo mataron... Ellos son caballeros y viven como tales. No pueden llegar hasta ellos la denuncia de un patrón de goleta, tildado de pendenciero, de contrabandista y de pirata... ¡Están tan altos en la bella Jamaica, como Renato D'Autremont en la Martinica! ¡Sólo un imbécil perdería el tiempo denunciándolos!

Juan ha clavado en Renato su mirada de fuego, como aguardando una respuesta que no llega, que no puede llegar... Y Renato respira conteniéndose, sintiendo que es menos firme el suelo que pisa, que de los bancos del pueblo bajo llega hasta él una comenté hostil, violenta, a punto de estallar, hasta que la mano del presidente se alza!

—¡Lo que usted dice no tiene sentido, acusado! Bien claro dice esa denuncia que el muchacho en cuestión es pariente de los Lancaster...

—Parientes de empleados de los Lancaster... Es la fórmula usual para emplear niños en los peores trabajos. Están con sus parientes, tío segundos o primos terceros... acaso simplemente les reconocen como ahijados... ¿Qué más da? La fórmula es perfecta: Se paga a un desalmado cualquiera que ofrezca una cuadrilla de muchachos. Poco le cuesta decir a éste que son de su familia, y los amos no tienen nada que perder. Muy cómodo para los Lancaster...

—Pido la palabra, señor presidente, para una cuestión de orden —interviene Renato—. No creo que interese a este tribunal la forma de administración que tienen los señores Lancaster en la isla de Jamaica, ni otros señores en las islas vecinas, ni aun en la propia Martinica... Cada uno gobierna su casa como le place, y allá cada quién... Estamos aquí para probar los cargos que he lanzado contra Juan del Diablo, y uno a uno van probándose. ¡Señor presidente, pido haga usted constar en acta, que el cargo de secuestro y destrucción de propiedad ajena está plenamente probado!

—Su petición es justa. Hágalo constar en acta, señor secretario —indica el presidente. Y acto seguido, prosigue—: Ahora, para exponer su requisitoria, tiene la palabra el señor fiscal...

—Tomo sobre mí el cargo, señor presidente —tercia Renato. Ahora es en la tribuna reservada para los importantes, donde los comentarios suben de tono un momento para después callar. El fiscal hace un gesto de absoluta indiferencia, retirándose de nuevo hasta su butaca, y Renato D’Autremont avanza mirando uno a uno a aquellos hombres que forman el jurado, y cuyos ánimos sospecha ganados ya del todo para Juan:

—No trato de hacer ver como un monstruo al acusado. Demasiado bien sé que es un hombre que ha sufrido y luchado desde niño, un hombre en pugna con la sociedad. Nada he de decir a ustedes sobre la excusa moral que pueda representar, para su mala vida, su mala suerte; pero sí pido a todos, y a cada uno de ustedes, la conciencia de su responsabilidad. No acusé públicamente a Juan del Diablo por rencor ni capricho, no le acusé siquiera con el afán de castigar sus errores pasados, sino de prevenir futuras fechorías, de remediar males que aun pueden remediarse...

»Su ejemplo es pernicioso, nefasto. Si este tribunal, basado en razones sentimentales, ganado por el impacto moral de la piedad que ciertos relatos escuchados pueden causar en el corazón de cualquier hombre, si este tribunal, repito, da la razón a Juan del Diablo con una sentencia absolutoria, todos los vagabundos, todos los maleantes, todos los descontentos y resentidos de la Martinica adoptarán esa actitud pendenciera y hostil, erigiéndose a si mismos en gratuitos representantes de la justicia, impartiéndola por su propia mano, a espaldas de las leyes y de los tribunales...

»Quiero que cada uno de ustedes entienda que hablo sólo en defensa de nuestra sociedad, de esta sociedad a la que pertenecen nuestras esposas, a la que pertenecerán nuestros hijos mañana... No podemos permitir que, por la sospecha de que una denuncia no va a ser escuchada, se tome cada cual la justicia por su propia mano. La vida de Juan del Diablo puede tener la brillantez de una novela de aventuras, ganar la admiración de las mujeres y exaltar la imaginación de los muchachos, y por ello mismo es tan peligrosa, y es más fuerte nuestro deber como hombres, como jefes de familia, como clase directora de una sociedad civilizada, de dar otro rumbo a la justicia, otros procedimientos a la bondad humana, que puede coexistir con el respeto a las leyes y al derecho legal de los demás, aun cuando Juan del Diablo pretenda probamos lo contrario. Como el médico que se cura a sí mismo, descubriendo antes que las ajenas sus propias llagas, quiero hacer constar que no será extraño que una dama de mi propia familia, una dama de la que me considero defensor natural y obligado, tome partido a favor de Juan...

60
{"b":"143859","o":1}