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—No, señor presidente. El acusado, Juan del Diablo, deseaba presentarse ante este tribunal. Estaba seguro de poder desmentir los cargos, de probar su inocencia. No creo que ni por un momento me haya agradecido aquella oportunidad que, por otra parte, pagó con creces. En todo momento se mostró el mismo: irónico, agresivo, mordaz, igual atado en el fondo de la bodega que cuando mi vida y mi honor estaban en sus manos. Por lo tanto, y en nombre de una gratitud que yo sí siento, si algo puedo pedir a este tribunal es que se tome en cuenta, para el descargo de las faltas que puedan probárseles, que a él y a sus hombres se les debe la vida del capitán del guardacostas Galión, la de cinco tripulantes que sobrevivieron y la de los cuatro soldados que venían a mis órdenes con el encargo de custodiarlo... a más de la mía propia... por lo que públicamente quiero darle las gracias.

Tras el breve murmullo, un largo silencio expectante ha parecido flotar sobre la sala. Con el doblado papel que Aimée le diera, oculto en la mano derecha, retrocede el joven oficial mirando a Juan del Diablo, mientras el presidente se vuelve hacia Renato, cargado el gesto de involuntaria ironía:

—¿Tiene alguna pregunta que hacer a su testigo el señor acusador privado?

—Ninguna, señor presidente... O sí... Un momento... ¿De dónde provenía la orden de tratar a Juan como un criminal peligroso?

—Estaba circulando como tal en la isla de Jamaica —aclara el oficial.

—Eso es todo, señor presidente —señala Renato—, He querido aclarar públicamente que no era mi deseo, ni mucho menos mi empeño, el que fuese maltratado. Quiero también demostrar a este tribunal que no en todas partes se mostró tan generoso con sus enemigos como a bordo del guardacostas Galión...

—¡No! —estalla Juan con indomable violencia—. No siempre me he mostrado generoso con mis enemigos, y mucho menos he de mostrarme de ahora en adelante. El informe de Jamaica es exacto: puedo ser peligroso, puedo devolver golpe por golpe, infamia por infamia, y así será, Renato... ¡Yo te juro que así será!

—¡Basta! ¡Basta!

El presidente del tribunal ha hecho un esfuerzo para dominar el desbordado murmullo, la ola de encendidos comentarios que han levantado las palabras de Juan. Y es ése el instante que el oficial inglés ha aprovechado para acercarse al estrado, deslizando el doblado papel bajo la ancha mano de Juan, que se apoya en la baranda... Juan ha retrocedido con aquel extraño papel en la mano, y su primera mirada es para Mónica. ¿Acaso es de ella? Algo parecido a un soplo de esperanza ensancha su alma al imaginario, y sus pupilas buscan con ansia la respuesta de aquellos otros ojos. Pero junto a Mónica sigue Renato, otra vez se ha inclinado para hablarle casi al oído. Se diría que sostiene una violenta discusión con voz ahogada, y con ansia estruja Juan aquella carta que no quiere leer bajo tantas miradas clavadas en él, aquella carta que puede transformar su alma con una docena de palabras, aquella carta que, por encima de su valor, le hace temblar...

—Que pase el cuarto testigo de la acusación —ordena el presidente. Y el secretario, a su vez, alza la voz para repetir el llamado:

—¡El cuarto testigo de la acusación! ¡Benjamín Duval! ¡Benjamín Duval!

Pero Benjamín Duval, no se presenta.

—¡Silencio... Silencio! —recalca una vez más el presidente—, ¿Tiene alguna pregunta que hacer a su cuarto testigo el señor acusador privado?

—Comprendo perfectamente la ironía del señor presidente de este tribunal —acepta Renato con aparenté tranquilidad—. Yo mismo no puedo menos de sonreír frente a la forma en que mis dos últimos testigos han declarado. Pero no importa nada, para lo que se trata de probar. Benjamín Duval no niega, no puede negar el hecho comprobado. Juan del Diablo le hirió en una riña de taberna dejando inútil su brazo derecho como hasta el presente lo está, y es el cuarto hecho que, contra viento y marea, deseo hacer constar ante este tribunal. ¡Es cierto que Juan del Diablo trasladó y vendió mercancía robada! ¡Es cierto que Juan del Diablo ayudó a desvalijar, junto a las costas de Jamaica, un rico cargamento de café, tabaco y cacao! ¡Es cierto que sostuvo poco menos que una batalla con los traficantes de ron! ¡Es cierto que ha burlado todas las leyes de restricción del contrabando, en más de diez islas del Caribe, defraudando a los gobiernos coloniales de Francia, Inglaterra y Holanda! Es cierta, también, la lamentable riña de taberna en la que jugó y perdió su goleta Luzbel, levantando después un embargo gracias a una cantidad de dinero que aún no ha pagado...

—¡Que quise pagar, y cuyo pago tú no aceptaste! —refuta Juan sin poder dominar un acceso de ira—. ¿Por qué? ¿Para que? ¿A qué vino tanta hipocresía?

—¡Guarde silencio, acusado! —impone el presidente—, ¡Silencio...! Continúe el señor acusador privado.

—Y uno a uno probaré todos los cargos que contra él se han lanzado —prosigue Renato con más calma y amargura— pidiendo en el acto, a este tribunal, que comparezca el quinto testigo y que sea leída, ante él, el acta en que le acusan de secuestro, para que sea corroborada por las declaraciones del muchacho...

—¡Quinto testigo de la acusación! ¡El niño conocido por Colibrí! —llama el secretario. Diga su nombre, apellido, edad y profesión...

—Prescindamos de formulismos por esta vez, señor secretario —tercia el presidente—. El muchacho, según parece, no tiene apellido, y lo más probable es que no recuerde su edad. Siendo desde luego menor de los dieciocho años, no puede prestar juramento. Haga constar en el acta que su declaración es a todo riesgo... ¿Prometes decir la verdad, muchacho? ¿No tienes otro nombre más que el de Colibrí?

—Colibrí me llamó el patrón, señor presidente, y Colibrí me llaman todos en el Luzbel.

—¿Quieres decir que antes no te lo llamaban? ¿Cuál es tu nombre? Antes de que te llevase Juan del Diablo, ¿cómo te llamaban?

—Me llamaban haragán, negro sucio y perro sarnoso...

—¡Esos no son nombres! —rebate el presidente.

—Pues así me llamaban, señor presidente... Cada uno como le daba la gana, y con cada grito, un palo o una patada por que no andaba ligero. Era mucha la leña que había que cargar para el horno del alambique.

—¡Silencio! —insiste el presidente enarbolando la campanilla para aplacar los murmullos que suben de tono—. Secretario, dé lectura al acta...

Y el secretario, obedientemente, lee:

—"En la ciudad de Port Morant, ante el notario William Godman, los abajo firmantes declaran: Primero: Ser absolutos propietarios de una finca de cien cordeles que se extiende desde la margen izquierda del río Morant hasta el monte llamado Yall’s Hill, todos ellos terrenos cultivados con plátano, tabaco y caña. Segundo: Que cuentan, para la ayuda de ciertos trabajos en el alambique que poseen y explotan en dicha propiedad, con varios muchachos, uno de ellos pariente cercano, recogido y criado en la casa, por ser huérfano de padre y madre. Tercero: Que este muchacho, a cargo total de sus tutores, de la raza negra, estatura regular, aproximadamente de doce años de edad, desapareció una mañana, embarcando por el puerto de White Horses en la goleta llamada Luzbel, llevado hasta ella con engaños, o acaso por la violencia, por el patrón de la misma, apodado Juan del Diablo. También aseguran que el citado muchacho, dando pruebas de sin igual ingratitud para los que le habían amparado, cooperó al susodicho secuestro obedeciendo a la voz de Juan del Diablo, en lugar de a la de sus parientes, cuando éstos fueron a buscarlo. Cuarto: Que el llamado Juan derribó a puñetazos a los que quisieron entrar a la coleta en busca del muchacho, haciendo levar las anclas y partiendo del puerto de White Horses, siendo inútiles hasta la fecha sus denuncias y demandas. Que además, y por pura maldad, Juan del Diablo disparó contra las barricadas de ron propiedad de los firmantes, que aguardaban en el muelle de White Horses para ser embarcadas, haciendo que el líquido se derramara, con una pérdida de más de cien libras esterlinas, y gritándoles las peores injurias, con las que provocó una insubordinación entre los otros muchachos, con grave perjuicio del orden y la disciplina en la finca de su propiedad. Y firman, Burke, George y Jacobo Lancaster, con cuatro testigos que dan fe, vecinos-propietarios de la dudad de Port Morant, y la firma del notario autentificando el documento, William Godman. He dicho...

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