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—¡Basta... Basta! ¿Está loco? —intenta callar el presidente enarbolando furiosamente la campanilla, pues los murmullos van subiendo de tono cada vez más.

—Estoy diciendo la verdad —prosigue Juan impertérrito—. Y en cuanto al secuestro de Colibrí... ¿Dónde está él? ¿Por qué no lo traen? No quiero ser yo el que hable... le dejo la palabra a él mismo, y le dejo a Dios la misión de juzgar a esos que se llaman parientes, a esos de cuyas garras pude librarlo. Pido, exijo la presencia de Colibrí...

—¡He dicho que basta, acusado! Los testigos serán llamados en el orden que se indica. ¡Ujier, haga comparecer al próximo testigo!

—¡El próximo testigo! —se oye gritar una voz lejana—. Teniente Charles Britton, de las Reales Fuerzas Británicas...

—Exijo a Colibrí primero —insiste Juan.

—Usted no tiene derecho a exigir nada —rehúsa el presidente—. Guarde compostura, o los gendarmes se la harán guardar.

—Pero, ¿dónde está Colibrí, qué han hecho de él? ¿Por qué no acude? ¿Por qué lo quitaron de mi lado? ¿Dónde lo han llevado?

—Aquí está Colibrí, y está también otro testigo que este tribunal se olvidó de citar: ¡Está la esposa de Juan del Diablo!

Abriéndose paso entre los grupos compactos que llenan los bancos destinados al público, esquivando al ujier que ha pretendido detenerla, aprovechando el momento de confusión para llegar hasta el estrado donde Juan responde a las acusaciones del tribunal, ha contestado Mónica haciendo avanzar al oscuro muchacho que lleva de la mano, y hacia ella se vuelven los rostros atónitos... Ni aun para presentarse en aquel lugar ha recuperado sus severas ropas señoriles. Lleva la alegre falda de colorines que Juan hiciera comprar para ella en Grand Bourg, oculta sus rubios cabellos bajo el típico pañuelo de las mujeres martiniqueñas y, envolviendo el talle esbelto, lleva aquel rojo chal de seda que Juan comprara para ella en los almacenes de la isla de Saba. A pesar de su intensa palidez, todo en ella es reposo, mesura, serenidad... Nunca pareció, a los ojos de Juan, tan altiva y helada; nunca pareció tampoco más bella a las deslumbradas pupilas de Renato que, a pesar suyo, se ha acercado temblando. También en la puerta de la sala de testigos, otro hombre se detiene, paralizado por el impacto que su declaración ha causado en todos: Charles Britton, oficial de las Reales Fuerzas Británicas...

—¡Pido ser escuchada, señor presidente del tribunal!

—Pero, ¿estás loca, Mónica? —le reprocha Renato. Y alzando la voz protesta—: ¡Y yo pido su abstención, señor presidente! La ley no la obliga a declarar...

—¡No hay ley que me niegue el derecho a decir la verdad! —porfía Mónica con decisión—. ¡Pido ser citada como testigo! ¡Exijo ser escuchada!

—¡Si no se restablece el orden, mandaré suspender el juicio! —anuncia el presidente intentando en vano atajar los fuertes murmullos y los comentarios que la presencia de Mónica han prendido como reguero de pólvora.

—Un momento, señor presidente —reclama Renato—. Como acusador privado, he hecho citar a los testigos necesarios para comprobar mis acusaciones. Entre ellos, no está Mónica de Molnar.

—¡Puedo pedirla yo como testigo de descargo! —exclama Juan con voz fuerte y poderosa.

—¡No! ¡No en este momento! —rehúsa Renato. Y en tono angustiado, musita una súplica—: Mónica... Mónica...

—¡No en este momento, en efecto! —tercia el presidente—. Pero no puede rehusarse la declaración, si ella desea darla. La ley le permite abstenerse, señora. ¿Por qué no se acoge a esa ventaja?

—¡No deseo esa ventaja, señor presidente!

—Bien. Señor acusador privado, le ruego que ocupe su lugar —ordena el presidente—. Ese niño, a la sala de testigos. ¡Despejen el estrado, o haré despejar la sala! ¡Que pase el tercer testigo de la acusación!

Mónica ha retrocedido mirando a Juan. Desde que entrara, ha tenido el deseo casi irresistible de correr hacia él, de estrecharle en sus brazos olvidándolo todo, menos la enorme verdad que llena su alma... Y él también la mira, cruzados los brazos; la mira como si también a ella la desafiara, palideciendo un poco más cuando Renato D'Autremont la toma del brazo, cuando la hace retroceder, obligándola a tomar asiento muy cerca de él, cuando se inclina para hablarle casi al oído, en voz baja, como en un cuchicheo:

—Mónica, no pensé que llegases a este extremo.

—No vas a detenerme, hagas lo que hagas, Renato. Mi deber es estar junto a Juan...

—Me he propuesto rescatarte, aun contra ti misma, y he de lograrlo. Cuando seas absolutamente libre, harás lo que quieras, y bien sé que no volverás con Juan.

—Es mi esposo, y mientras exista ese lazo, le pertenezco. Los sentimientos no me importan.

—¡Por eso quiero romper ese lazo! Pero ahora, calla, Mónica...

Mónica alza la cabeza con angustia... Frente al presidente, el joven oficial levanta la mano para jurar y, entre los guardias que lo custodian, la mira desde lejos Juan con una máscara de rencor sobre el semblante, con un temblor de rabia en las anchas manos...

—Me limitaré al relato de los hechos, señor presidente —expone el Teniente Britton—. Encargado de hacer cumplir la orden de extradición, prendiendo al acusado Juan del Diablo y llevándolo a bordo del guardacostas Galiónhasta entregarlo a las autoridades que representa este tribunal, puse todo mi empeño en el cumplimiento de ese deber. Acaso el acusado tenga razón para calificar de duros los medios empleados para detenerlo, pero la única advertencia de los partes oficiales era que se trataba de un criminal extremadamente peligroso, y mi primer deber era salvaguardar la seguridad de los soldados a mi cargo. Otros dos tripulantes de la goleta Luzbelhicieron resistencia, y fueron encerrados con su patrón. Me estoy refiriendo al segundo, nombrado Segundo Duelos, y al grumete llamado Colibrí. Por elemental deber de humanidad bajé personalmente a abrir la bodega en la que estaban encerrados cuando, descompuestas las máquinas, arrastrados por el temporal hasta mares peligrosos, perdido el timonel y herido el capitán, el Galiónllegaba al mayor peligro de zozobrar...

—Entonces, ¿puso usted en libertad a los prisioneros?

—Dentro de aquel barco, a punto de hundirse, me fue preciso asumir la absoluta autoridad y, bajo responsabilidad propia, les dejé libres...

—Usted sabía que se trataba de marinos avezados. ¿No les prometió nada a cambio de que se hicieran cargo de tripular el guardacostas?

—No, señor presidente. Sólo pensé que no debía negarse a ningún hombre la última oportunidad de salvar su vida. Pero había muy pocas probabilidades de que nadie la salvara...

—¿Pidió a Juan del Diablo que se hiciera cargo del barco?

—Debo confesar que no, señor presidente. Él tomó, por propia iniciativa, el mando del barco, y comenzó a impartir inmediatamente las órdenes necesarias. Durante muchas horas esperé que Juan del Diablo ordenase nuestro asesinato. Era bien fácil arrojarnos por la borda y, libres de nuestro testimonio, llevar el barco en la dirección que se le antojase. Generosamente, nos concedió la vida. Hizo atender a los heridos y, usando de recursos insospechados, como improvisar velas y cordaje, burló uno de los peores temporales que recuerdo haber corrido en el Caribe. Es de justicia que yo declare, públicamente, no haber conocido marino más sereno y más audaz que el patrón del Luzbel...

—Puede ahorrarse el capítulo de alabanzas, oficial. ¿Puede decirnos cuándo recuperó usted el mando de la nave?

—Por tercera vez, y sin que esto entrañe una alabanza, señor presidente, debo confesar que me fue devuelto por impulso generoso y espontáneo del acusado. Fui el primer sorprendido cuando su orden de volver proa a la Martinica me trajo al cumplimiento de mi misión con sólo unas horas de retraso.

—¿Atribuye el hecho insólito a la gratitud del acusado por haber abierto usted las puertas de la bodega-calabozo, en que las circunstancias le condenaban a morir?

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