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Aimée ha avanzado hacia Charles Britton, que esta vez no retrocede... Permanece mirándola muy de cerca, como si el fuego de aquellos ojos negros le deslumbrara, como si el acento ardiente y apasionado de aquellas palabras paralizara su voluntad...

—Usted es un héroe, lo sé. He oído los comentarios; las cosas que hizo usted en ese horrible viaje...

—En ese horrible viaje, si hubo un héroe no fui yo precisamente, sino Juan del Diablo. Pero, repito, tengo prohibido hablar con nadie, señorita. Salí un instante de la sala de testigos, y tengo que volver en seguida, porque me van a llamar...

—¡Escúcheme, por favor! No es posible que me vuelva así la espalda... ¿No tendrá usted piedad de una pobre mujer?

—Yo, sí... pero... Es que... —balbucea el oficial, confuso.

—Usted va a declarar contra Juan...

—Yo voy a decir sólo la verdad, señorita, la absoluta verdad de lo ocurrido durante el viaje, que no creo perjudique a ese hombre, sino al contrario... De lo demás, no sé absolutamente nada, pues ignoro hasta los motivos del proceso. Responderé cuando me pregunten, y nada más...

—¡Juan del Diablo es inocente; ha caído en una trampa, en una celada! ¡Todos están contra él! El gobernador me había prometido ayudarme, pero no ha querido enemistarse con las gentes poderosas que quieren perder a Juan por motivos particulares. Es un asunto personal, absolutamente ajeno a la justicia, lo que ha hecho a Renato D'Autremont acusarlo. ¡Es preciso que me ayude usted a salvarlo!

—Pero, ¿cómo? ¿En qué forma?

—A veces, una palabra salva.

—No será la mía, por desgracia. La suerte del juicio depende de otros testigos, no de mí, señorita. Hay, por ejemplo, un hombre con el brazo aún entablillado. Creo que fue victima de una agresión. Seguramente lo que él diga tendrá peso, como lo tendrá la declaración del muchacho que, según dicen, ha secuestrado. También hay algunos pequeños comerciantes, creo que perjudicados por él... Ya le digo, soy el menos indicado...

—¡Yo necesito hablar con todos ésos! Escúcheme... Usted no va a negarme un favor insignificante...

Ha apoyado su mano suave y cálida en el brazo del oficial, y el perfume sutil que impregna su persona llega hasta el joven envolviéndolo con una tibia sensación que debilita su voluntad. Con angustia, mira a todos lados, fijando luego los ojos en aquellas bellísimas pupilas de mujer clavadas en las suyas como hipnotizándole. Charles Britton siente desmoronarse su fortaleza. Y comprendiéndolo así, Aimée insiste, zalamera:

—Confío en usted... El corazón me dice que debo confiar... Es mi buena estrella la que lo ha hecho asomarse... Usted puede hacer llegar algunos recados de mi parte a los testigos de esa sala...

—¡No, no, imposible! —protesta el oficial confundido.

—No diga esa palabra tan dura, no mate así mis últimas esperanzas... Sólo dos cosas... aunque no sean sino dos cosas. Ponga usted este dinero en manos del hombre del brazo entablillado y diga en su oído la consigna; ¡Hay que salvar a Juan del Diablo! También puede hacer llegar a manos de Juan un papel de mi parte...

—¡No es posible! Está estrictamente prohibido, tenga en cuenta que yo, menos que nadie, por mi calidad de oficial, y de oficial extranjero...

—¿Qué le importan a usted las leyes de Francia? —refuta Aimée con tierna insinuación—. Además, no le estoy pidiendo que haga nada, absolutamente nada público, sino particular. El papel que quiero que haga llegar a sus manos, en privado. Son solos unas líneas... unas líneas para sostener su ánimo... Justamente aquí traigo un trocito de papel. Si tiene usted un lápiz...

—Sí, aquí lo tengo... Pero... —vacila el oficial.

—Préstemelo un instante. Son unas líneas. Unas líneas nada más, pero esas líneas van a darle fuerzas, cambiarán su ánimo. Estoy plenamente segura que después de leerlas... —Ha arrebatado el lápiz de la mano vacilante del oficial, ha escrito unas breves líneas a toda prisa, ha doblado luego el papel en cuatro, dobleces, cerrando ella misma, con la dulzura de sus miedos suaves, la mano que se niega a tomarlo, al tiempo que suplica—: Sé que hallará usted la forma de que Juan lea esto antes de que comience a declarar. Y sé también que hará usted lo que le digo...

—Si su empeño es tan grande... Pero lo cierto es que yo... yo... —tartamudea confuso el oficial.

—Usted tendrá mi gratitud, para siempre —insinúa Aimée provocativa—. Para siempre y en todo lugar, tendrá usted en mí una amiga... Una amiga para todo... Créamelo, oficial... ¿Su nombres es...?

—Charles... Charles Britton, para servirla... Pero... —Se detiene un momento y, con vivo interés, pregunta?—: ¿Y usted, señorita? ¿Puedo saber con qué nombre debo recordarla?

—Lo sabrá demasiado pronto... Confío en su caballerosidad... Confío hasta el extremo de decirle algo con lo que me juego hasta la vida. ¡Recuérdeme como a la mujer que da su sangre por Juan del Diablo!.

15

—¿TIENE USTED ALGO que alegar en su defensa, acusado? —interroga el presidente del tribunal.

—¿Su Excelencia desea de veras que yo me defienda? —finge asombrarse Juan sin abandonar su ironía.

—Por tercera vez llamo la atención al acusado con respecto a la insolencia de sus respuestas... Limítese a aprovechar la oportunidad que le he dado. ¿Tiene algo que añadir en su defensa, con respecto a las acusaciones del último testigo? ¿Puede negar las pruebas irrefutables de haber trasladado durante casi una docena de viajes, productos adquiridos ilícitamente, mercancía robada?

—¡Yo no robé! Creo que, tenemos distintos conceptos de la palabra robo, Excelencia...

—¿Y también tenemos distintos conceptos de las órdenes de embarque? Aquí hay, a la disposición de los señores del jurado, más de una docena de pliegos que corroboran la declaración del último testigo. Pueden examinarlas... Ron, cacao, tabaco, algodón, especias... todo productos de las depredaciones de los pequeños propietarios del Sur de Guadalupe, trasladado y vendido por usted a comerciantes de Saint-Pierre y Fort de France, a precios que perjudican el mercado.

—Reconozco que son ciertos los cargos, reconozco que fui agente de los pequeños propietarios del Sur de Guadalupe, totalmente arruinados por el sistema de préstamos sostenido por los usureros que tolera el Estado en las ciudades de Petit-Bourg, Goyavé y Capesterre. Esos productos fueron sustraídos de las propias fincas que esos hombres habían regado con su sudor, habían hecho fructificar con su sangre...

—¿Pretende justificar el robo? —casi chilla el presidente al tiempo que agita nerviosamente la campanilla para acallar los fuertes murmullos que las palabras de Juan despiertan en la sala.

—De ninguna manera, Excelencia. Sólo para los cargos de este tribunal, fueron ladrones los pequeños colonos que sacaron su mercancía después del embargo que totalmente les arruinaba. Para mí, el robo fue de los que compraron cosechas a la cuarta parte de su valor, de los que hicieron firmar pagarés con cifras tres veces más altas del dinero prestado. Ustedes acusan a mi barco de llevar mercancía robada... Yo creo que la verdaderamente robada, fue la adquirida por los ricos traficantes de Petit-Bourg, Goyave y Capesterre a precios irrisorios y con usura despiadada... Y en cuanto al último cargo que se me hace... ¿Cuál es ese último cargo? ¿El secuestro de Colibrí?

—Aún no ha llegado el momento de oír sus descargos sobre el secuestro del muchacho... Ahora es preciso hacer constar en acta que reconoce haber trasladado y vendido mercancía de Guadalupe a Martinica, a espaldas de las autoridades portuarias. Su declaración lo admite plenamente, y el descargo moral pueden tomarlo en cuenta, si quieren, los señores del jurado. Está, pues, probado el segundo cargo...

—Quedan probados todos los cargos, si todos son como ése. Sí, sí, señores magistrados, sí, señores jurados, ayudé a librar la pequeña parte que arrancaban de las garras de sus opresores los desdichados labriegos de Guadalupe, defraudando a los ricachos cuyas panzas engordan a costa de la miseria y del dolor de los demás. Ayudé a desvalijar ricos cargamentos arrancados a la miseria, a la ignorancia y al desamparo de muchos desdichados. Sin permiso, trasladé pasajeros, facilitando la fuga de los trabajadores esclavizados por contratos inhumanos. En más de una ocasión aligeré de su botín a los hartos de todo, acaso confiando en que habían robado bastante para que no fuera pecado robarles a ellos algo. Pasé mercancía de contrabando adelantándome a las Aduanas, en las que conozco empleados lo bastante venales para que, un contrabandista que expone su vida en los mares, no haga nada más que tomarles la delantera...

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