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Juan se ha limitado a cruzar los brazos, mientras un menudo hombrecillo de cabellos canos se agita en su toga, desenrollando el fárrago de las acusaciones, y comienza a leer:

—"Hoy, veinte de marzo de mil novecientos dos, en la ciudad de Saint-Pierre y ante este Tribunal, se presenta el acusado, Juan, sin apellido, conocido por Juan del Diablo, de edad aproximada entre los veinticinco y los veintiocho años, de raza blanca, estatura un metro ochenta, cabellos negros, ojos castaños, barba afeitada, profesión pescador o marino en barcos de cabotaje, estado civil casado, propietario de la goleta Luzbel, con patente de esta ciudad; de otra parte, el acusador, don Renato D'Autremont y Valois, de edad veintiséis años, ciudadano francés, natural de la Martinica, de cabellos rubios, ojos azules, barba afeitada, complexión delgada, estatura un metro setenta, contribuyente número uno de los municipios de Santa Ana, Diamant, Anse D'Arlets, Rivière Salé, Vauclín, Saint-Spirit, Saint-Pierre y Fort de France, propietario de las fincas denominadas Campo Real, Duelos y Lamentine, con residencia en esta ciudad y en las antedichas fincas, estado civil casado, oficial de la reserva, graduado en Saint-Cyr, ante este tribunal reclama, contra Juan sin apellido, conocido por Juan del Diablo, por deudas, cohecho y abuso de confianza, y presenta otros cargos que hacen del llamado Juan del Diablo un individuo indeseable, como contrabandista, defraudador del fisco y transporte indebido de pasajeros, además del secuestro de un niño conocido por Colibrí, y numerosos juicios de faltas por riñas, injurias, juegos prohibidos, golpes y heridas en individuos que a su debido tiempo, y como testigos, se irán presentando. El acusador pide la detención inmediata de Juan, la investigación de sus hechos delictuosos, el embargo de su única propiedad, consistente en la goleta Luzbel, para cubrir el pago de su deuda, y la entrega, a quien corresponda, del muchacho secuestrado. Pide, asimismo, sea juzgado Juan, y castigado, de acuerdo con las leyes, a las penas correspondientes, vigentes en los Artículos 227 y 304 de nuestro actual Código Penal. He dicho".

La mirada de Juan ha recorrido otra vez, lentamente, la sala, mirando uno a uno cada rostro vuelto hacia él. Desde el respetable presidente del tribunal a los gendarmes de altas botas y sable en bandolera que le guardan en actitud expectante, como dispuestos a saltar sobre él al primer movimiento... Luego, sus pupilas parecen dilatarse, su boca se crispa en un gesto de sarcasmo, de ira, casi de asco... Toda su atención se fija en un solo rostro, de claros ojos y rubios cabellos, impecablemente vestido, pulcramente afeitado, un poco pálidas las mejillas, un algo incierto el paso: el hombre de quien la sangre le hace hermano...

—En su calidad de acusador, este tribunal cede la palabra a don Renato D'Autremont y Valois —expone el presidente.

—No ocupo por mi gusto el lugar del fiscal, señores magistrados —empieza a explicar Renato en tono seguro y pausado—, ni es la pequeña deuda personal que tiene conmigo Juan del Diablo lo que me ha hecho acusarlo, denunciarlo, promover su extradición y ponerlo, al fin, ante este tribunal. Es mi deber indeclinable, es mi situación de ciudadano de la Martinica, y de jefe de mi familia, consanguínea y derivada, lo que me ha obligado a asumir la actitud que hoy presento. El hombre a quien acuso pertenece a ella por razones de enlace matrimonial. Eso, todos lo saben. Anticipándome a las insinuaciones maliciosas, a las alusiones veladas, a las medias palabras, proclamo también ante este tribunal que no ignoro, y él sabe, que otros lazos de sangre nos atan... Mi declaración es insólita, y muchos juzgarán que improcedente y hasta indecorosa. Muchos juzgarán que debería yo callar lo que a mi paso todos murmuran, lo que a mis espaldas todos comentan, lo que no es un secreto para nadie, lo que, a pesar suyo, llena desde los primeros momentos el pensamiento de los señores magistrados y de cuantos se hallan presentes en este tribunal. Ya que todos lo piensan, prefiero yo decirlo sin titubeos: Juan del Diablo es mi hermano...

—¡Silencio! ¡Silencio...! —ordena el presidente agitando furiosamente la campanilla en un vano intento de acallar los murmullos, las exclamaciones y el alboroto que las palabras de Renato han levantado en la sala.

—Pero olvidemos este detalle, mellada el arma que algunos pensaban esgrimir contra mí —prosigue Renato dominando la situación—. Considero a Juan un sujeto indeseable en nuestro ambiente y comunidad: díscolo y violento, pendenciero y audaz, irrespetuoso de las leyes, burlador de las ordenanzas, y, lamentablemente, de baja calidad moral... No soy yo quien va a afirmarlo, sino los testigos que uno a uno van a presentarse ante este tribunal... testigos de las tristes hazañas de Juan del Diablo... desde la tripulación de ese barco que sólo sirvió para transportar contrabando y carga robada, hasta el pequeño Colibrí, arrancado de manos de sus parientes con el pretexto sentimental de no ser bien tratado... Antes de proseguir mi acusación, pido la presencia del primer testigo ante este tribunal...

—¡Válgame Dios! ¿Qué es eso, Ana? —pregunta Aimée asustada.

—¿Pues qué va a ser, mi ama? La gente... —explica Ana calmosa—. Cuando estábamos abajo y usted andaba preguntando, yo me asomé por la ventana, y allí estaban todos: el juez, los gendarmes, Juan del Diablo y el señor Renato, habla que te habla...

Pálida, jadeante, toda nervios y excitación, cruza Aimée con su rápido paso una de aquellas galerías que sirven de antesala al salón de los tribunales. A pesar de su audacia, tiembla; por encima de su determinación, hay en sus frescas mejillas una palidez extraña; los ojos, asustados, miran a todas partes, y sólo es un sedante para su excitación terrible la plácida calma con que Ana sonríe dando vueltas y vueltas a su largo collar, entre sus dedos color tabaco.

—Si ha empezado ya el juicio, no habrá tiempo de nada.

—Pues claro que hay tiempo, mi ama. No se mortifique tanto. Deje usted que vayan al juicio y que digan y digan hasta que se cansen. El gobernador se lo arregla a usted todo, todo, todo...

—¡Calla! El viejo gobernador es un imbécil. Sólo a él se le ocurre desaparecer en un momento semejante.

—De tonto no tiene nada, al contrario. Él vio que se iban a enredar los cordeles y seguro que determinó: yo mejor me largo... Porque es lo que yo digo: quien manda, manda, y el señor gobernador...

—¿Quieres callarte y no seguir diciendo tonterías? Por culpa tuya hemos llegado tarde. Cállate y ayúdame a pensar. Necesito hablar con los jueces, con los jurados; necesito ponerme en contacto con los que van a juzgar, antes de que el juicio haya ido demasiado lejos...

Repentinamente, una de las puertas laterales sé ha abierto y un hombre joven, con uniforme de oficial inglés, aparece en su marco. Impulsada por su intuición maravillosa, Aimée va hacia él sin vacilar, y saluda:

—Buenos días. ¿Es usted uno de los testigos contra Juan del Diablo? —Ha avanzado hasta estar muy cerca de aquel hombre, que desconcertado retrocede un paso, y sus negrísimos ojos parecen medirle y valorarle con una mirada de miel y fuego. Luego, se acerca aun más hasta el desconcertado joven y melosa, le halaga—: Creo que puedo adivinar, quién es usted, por su uniforme y por sus maneras. ¿Se trata del oficial que le tomó prisionero en Dominica? Por ahí se dice que tiene usted cosas horribles que contar de Juan...

—Lo que tengo que contar, señorita —aclara el oficial en tono de reserva—, podrá escucharlo si pasa al departamento del público. Fuera de la Sala de Audiencia no puedo informarle, pues está prohibido hablar con los testigos. No sé si usted lo sabe...

—Yo sólo sé que lo que necesito es hallar a un amigo, alguien en quien confiar, un hombre lo bastante discreto para guardar silencio y lo bastante audaz para ayudarme. Perdóneme si me dirijo a usted sin conocerle, señor oficial, pero estoy desesperada...

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