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—Juan, el pirata... Juan, el salvaje... Juan del Diablo...

Pero sus ojos lloran sin que ella pueda detener esas lágrimas. Por encima de sus palabras hay algo que se clava en su corazón y en su carne: aquellos brazos estrechándola, aquellos labios muy cerca de los suyos, aquella mirada de odio o de amor que ardía como una hoguera en los ojos de Juan...

—Amor... Sí... amor por Aimée. ¡Su amor de siempre! ¡Su amor, que no se acaba!

Con paso leve, con ademán ondulante, con tierna sonrisa, con cálida mirada, toda ella carne de tentación y de deseo, Aimée de Molnar se ha acercado a Renato, cruzando aquella estancia anexa a la alcoba, en cuyo rincón, sobre una vieja mesa, ha amontonado Renato notas y papeles, desdeñando los delicados fiambres, la botella de champaña entre el cubo de hielo derretido, las perfumadas frutas y las sabrosas confituras a las que no parece haber prestado la menor atención...

—Renato mío, ¿hasta cuándo?

—Por favor, déjame acabar...

—Pero acabar, ¿de qué? Te has pasado la noche sentado frente a esos papeles sin hacer más que releerlos y mirarlos...

—¿La noche? —murmura Renato desconcertado—. Sí... claro... Es increíble... Pasó la noche ya, y hoy es de día...

—¿Te das cuenta de que he pasado la noche esperándote? —insinúa Aimée con una queja mimosa.

—Dispénsame. Ya te advertí que tenía muchas cosas de qué ocuparme. Supongo que tú sí te habrás acostado y habrás dormido algo, ¿no? Perdóname... No me he dado cuenta de que pasaba el tiempo, y...

—Renato, ¿dónde vas?

—¿Dónde he de ir sino a bañarme, a afeitarme, a cambiarme de ropa? Como estoy, no puedo presentarme en los tribunales...

—¿Vas a los tribunales? Podías hacer que te representaran... Si vas personalmente, te harán pasar un rato horrible... Tú tienes derecho de enviar un abogado en tu lugar. ¿Por qué no mandas a Noel, por ejemplo?

—Noel no sabe nada de este asunto. Ni ha intervenido, ni yo deseo que intervenga, sin contar con que, probablemente, no aceptaría la comisión. Siente demasiada simpatía por Juan...

—¿Qué puede importar eso? ¿No eres tú quien le pagas?

—No pago su conciencia, Aimée. Su corazón y sus afectos le pertenecen totalmente...

—Ya... Tienes miedo de que no apriete bien los tornillos... Estás muy empeñado en hacer condenar a Juan... ¡Pobre Juan!

—¿A qué viene ahora compadecerlo? —se revuelve Renato con visible malhumor—. Más natural sería que te compadecieras de tu hermana. Ella es la única victima de todo esto.

—¡Qué razón tienen los que dicen que debe uno morirse antes de confesar una falta! Ahora no piensas más que en Mónica...

—Aunque así fuera, ya era hora de que alguien pensara en ella...

—Sientes no haberlo hecho hasta ahora, ¿verdad? —espeta Aimée con cierta ira.

—Pues bien... Si así fuera...

—Si así fuera, ¿qué? —apremia Aimée colérica—, ¡Acaba! ¡Dímelo de una vez! Si así fuera, no harías sino corresponder al afecto callado y solícito que ella guardó para ti durante tanto tiempo... Si así fuera, no harías sino corresponder al amor que mi hermana te tuvo siempre, a ese amor que no supiste ver y que ahora te pesa, ¿verdad? ¡Dilo claro, dilo de una vez! ¡Di que te pesa, que sientes haberte casado conmigo y no con ella! ¡Acaba por fin de confesarlo!

—¡Basta! ¡No tienes sino un ridículo ataque de celos! Lo único que yo estoy haciendo, es remediar una falta tuya.

—¿Y si no hubiera sido una falta, sino el ejercicio de mi legítimo derecho a defenderme? ¿Si hubiera preferido ver a mi hermana casada... con cualquiera, con Juan del Diablo, con tal de no verla al lado tuyo?

—¡No inventes ahora eso!

—¡No es una invención, es una verdad que salta a la vista! ¿Y sabes cuál es la única manera de convencerme? ¡Permitiendo que Juan sea puesto en libertad! Haciendo lo posible, y lo imposible, para que lo absuelvan los jueces, y devolviéndole lo que le has quitado. Si no lo haces, pensaré que toda tu protección a Mónica no es más que por celos. ¡Sí... por celos de Juan!

—¡Basta! Acabarás por volverme loco si sigo escuchándote. Y además, ya está bien justo el tiempo. Voy a ir a ese tribunal para sostener mi acusación y para darle a Mónica la oportunidad de tomar el camino que quiera. Para eso hice cuanto he hecho, y hasta el fin lo llevaré, porque hasta el fin tengo que llevarlo. —Y dando un portazo violento, Renato sale de la habitación dejando a Aimée sola y furiosa hasta tal extremo, que le hace amenazar con rabia:

—¡Estúpido... grosero! ¡Pero no harás condenar a Juan! ¿Quieres guerra, Renato? ¿Quieres guerra descubierta? ¡Pues tendrás guerra!

Apoyando la mano en las rugosas paredes de la gruta, Mónica se ha puesto de pie. No sabe cuánto tiempo ha pasado. No sabe cómo ni por qué llegó a aquel lugar, donde la noción de la realidad se pierde, donde su alma parece naufragar en el océano amargo de mil recuerdos y sentimientos encontrados... Pero la voz de bronce de la vieja campana la sacude, despertando su voluntad y trayéndola al momento presente... Con paso inseguro, emprende la terrible ascensión de los acantilados, mientras murmura:

—¡Dios mío... Esas campanas... la hora, el juicio...!

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LAS PUERTECILLAS DEL fondo se abren dando acceso al paso perezoso de los jueces y de los escribanos. En los asientos reservados para las personas importantes, va espesándose la concurrencia aristocrática, la flor y nata de la pequeña sociedad martiniqueña, especialmente en su representación masculina: médicos, abogados, comerciantes, alguno que otro nombre ilustre en Francia, ahora dorado al sol de las plantaciones de cacao, de café, de caña... Todos van llegando como al descuido, todos se acercan al olor picante de aquel escándalo que envuelve al nombre más alto y las arcas mejor repletas de la isla. Han venido hasta plantadores de Fort de France y hacendados del Sur, que se saludan como si les sorprendiera encontrarse... También se ven los uniformes azules de los marinos y los de colores más brillantes de las oficialidades de tierra... Pero el cuchicheo calla de repente, las cabezas se vuelven, los ojos se fijan con una atención más profunda cuando, esquivando la mano inoportuna de los gendarmes que le guardan, cruza el acusado el corto trecho que le separa de su tribuna... El presidente del tribunal agita una campanilla de argentino tintinear, y ordena:

—¡Silencio... Silencio! Ocupe su tribuna, acusado. Diga su nombre, apellido, edad y profesión.

Juan ha sonreído con su sonrisa amarga, recorriendo de una sola mirada la ancha sala del tribunal. Todos los ojos están fijos en él, todos los oídos lo escuchan con ansia, y de repente siente que es un símbolo de su vida: ¡el mundo contra él, y él contra todo!

—¿No me ha oído, acusado? Su nombre, su apellido, su edad, su profesión...

—Excuse su Excelencia si me tomé un momento para pensar —se disculpa Juan con sarcástico respeto—. En realidad, no es fácil dar respuesta a sus cuatro preguntas. No creo que nadie se haya tomado el trabajo de bautizarme: no tengo nombre. Ningún hombre reconoció jamás ser mi padre: no tengo apellido. Que yo sepa, no existe ningún testigo de mi nacimiento... la fecha es indeterminada: no tengo edad. ¿Mi profesión? Cada uno la llama como le conviene llamarla. En realidad, no tengo profesión, pero como la respuesta es obligatoria, repetiré las palabras de los demás: soy Juan del Diablo, el contrabandista, el pirata...

—¡Su respuesta es absolutamente insolente, acusado! No le ayudará esa actitud frente a este Tribunal.

—Ninguna actitud que yo tome, ha de ayudarme...

—¡Basta! Limítese a responder cuando se le pregunte.

—Perdón —acata Juan en tono irónico—. Creí que su Excelencia me hablaba directamente, y me tomé la libertad de explicarle...

—¡Silencio todos! —ordena el presidente agitando de nuevo la campanilla—, Y usted, acusado, procure guardar mayor respeto y compostura en sus respuestas hacia este Tribunal. ¡De pie, para escuchar el acta del proceso!

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