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—Estoy esperando que me des la oportunidad, hijo de mi alma —replica Noel algo sofocado—. Te dije que venía por un encargo, pero no se refiere a ti precisamente. Mira este papel, y vete enterando...

—¿Una orden de libertad para Colibrí? ¡Ahí ¿Aún le resta un poco de compasión? ¿La conciencia le dio un ramalazo, o le despertó una parte del espíritu de justicia? Al menos, salva de todo esto a Colibrí. Podía haberlo hecho antes...

—Trató de hacerlo, y no la dejaron. Ni es ella quien les ha encarcelado, ni la creo responsable de lo que te pasa. Por el contrario... Está muy disgustada, terriblemente disgustada con Renato por la forma en que él ha llevado las cosas...

—Ya... —desprecia Juan, sarcástico—, ¡Santa Mónica! ¡Oh, tierno corazón de mujer cristiana! Al reprobo hay que quemarlo con leña verde para que la hoguera no prenda tan de prisa y que el tormento dure más...

Rabiosamente ha dicho Juan las últimas palabras encarándose a Noel, que retrocede para tomar aliento, abrumado por la violencia con que la cólera de Juan estalla, tratando de encontrar en vano la palabra que ha de calmarlo:

—¡Juan... Juan, siempre el mismo rebelde, siempre el mismo lobo furioso! Por si no lo sabes, quiero decirte una cosa: vas a un juicio legal; van a juzgarte, según las leyes, jueces imparciales, y no se te va a acusar de más delitos que los que has cometido en realidad.

—El secuestro de Mónica...

—No está entre los cargos. Claro que no sé lo que dirá ella ante los tribunales...

—¿Ante los tribunales? ¿Piensa ir personalmente? ¡Esa sí que es una noticia extraordinaria! Pensé que delegaría en su ilustre defensor y cuñado, que buscaría el amable refugio de los jardines de Campo Real. Es allí donde está, ¿no es cierto? ¡Es allí donde la ha llevado Renato!

—Mónica está en su casa, y no creo que se preste a nada que no le apruebe su conciencia. También haces mal al suponer que Renato es capaz de comprar un tribunal para que te condene. Aunque tú no lo creas, van a tratarte con justicia, porque Renato es un enemigo leal; o mejor dicho, creo que ni siquiera es tu enemigo...

—¡Pues hace mal, porque, después de esto, yo lo seré de él con toda mi alma! Dígale que se cuide, que se defienda, que al fin estamos en la única forma que podemos estar: como enemigos claros y francos. Y ahora...

—No me iré sin el niño.

Ambos han vuelto la cabeza. La luz del día que nace penetra ya por la larga reja de la galera, dando de lleno sobre el muchacho negro que se incorpora del banco de piedra, mientras sus grandes ojos asustados van de uno a otro de aquellos dos hombres. Pero la voz de Juan resuena imperiosa:

—¡Levántate, Colibrí! ¿Recuerdas al notario Noel? Viene a buscarte. Ese papel que tiene en la mano es la orden de libertad. ¡De tu libertad!

—¿Para mí? ¿Para mí solo...?

—Para ti solo. Y supongo que Santa Mónica pensará que con eso ya ha hecho demasiado.

—No envenenes al niño. ¿Tú qué sabes? —reprocha Noel—. Vengo a buscarte en nombre de tu ama, hijito: la señora Mónica ha logrado que te pongan en libertad y quiere que te lleve a su lado.

—¿Sin el patrón? ¡Yo no quiero dejarlo, patrón! ¡Déjeme con usted! ¡Yo no quiero irme con nadie!

—¿Ni con tu ama que tanto se preocupó por ti? Pues eres bien ingrato...

—No lo crea, Noel, simplemente aprendió a desconfiar, se encargaron de enseñárselo —explica Juan. Y dirigiéndose al muchacho, le aconseja—: Pero ahora no hay razón, al menos para ti. Anda, ve con Santa Mónica y sírvela como cuando estabas en el barco. Yo no te necesito aquí, y ella, seguramente, te cuidará bien. Siempre será un descargo para su alma...

—Lamento mucho que no quieras entender que Mónica no es culpable de nada —se queja Noel.

—¿De nada? Está usted muy seguro, Noel. ¿Podría asegurar con la misma firmeza que no fueron las cartas de Mónica las que movieron a Renato? Ahora quiere amparar a Colibrí, seguramente como una expiación por la imprudente sinceridad de una carta que me ha hecho parar en el Castillo de San Pedro.

—No conozco bastante a Mónica como para poder asegurar lo contrario, pero aun siendo así, no habría nada que reprocharle...

—Usted no, claro... Pero yo soñé demasiado...

—Juan, ¿qué tratas de decirme? —se sorprende Noel, emocionado.

—¡Nada! —El toque de una corneta llega hasta ellos, y Juan advierte—: Cambian la guardia. Creo que debe usted marcharse. Si su permiso no era para visitarme...

—Era sólo para recoger a Colibrí y, en efecto, debo marcharme. Dentro de dos horas estarás frente al tribunal que ha de juzgarte, y supongo que no te faltará un buen abogado...

—Responderé yo mismo a las acusaciones del tribunal —señala Juan con altivez. Y dirigiéndose a Colibrí le ordena—: Ve tranquilo, muchacho. Iré a buscarte tan pronto como me devuelvan la libertad.

Ha acariciado con su mano ancha la lanosa cabecita oscura. Luego vuelve la espalda, alejándose hacia el fondo de la galera, mientras Noel sale silenciosamente llevando a Colibrí de la mano. Juan ha vuelto hacia las rejas, se ha inclinado hasta mirar la estrecha franja de cielo azul que asoma sobre los muros almenados, y ha sentido que aquel trozo de cielo es como un fino puñal de recuerdos clavándose en su alma, y murmura como para sí:

—Gratitud... gratitud... Sin embargo, ella dijo: felicidad... Y había luz de dicha en sus ojos. ¿Por qué se iluminaban? ¿Sabía ya, tenía la esperanza de escapar? ¿Qué había en sus pupilas? ¿Era la luz del triunfo? ¿Se burlaba acaso? Había amor en sus ojos... pero, ¿para quién era ese amor?

Sus manos se han cerrado sobre las duras rejas, ha inclinado la frente y ya no mira el cielo azul, sino los negros y carcomidos muros del patio... Una ola de inmensa amargura pasa por su alma y, en esa ola, su esperanza naufraga, al protestar:

—Sí, era amor... ¡Amor... para Renato!

Una ola gigante se apaga en la playa, casi bajo los pies de Mónica, y luego el mar parece aquietarse. La luz del día que nace, aquella misma luz que los ojos de Juan contemplan a través de las rejas de su galera, baña de pies a cabeza el cuerpo grácil de la mujer que se ha detenido un instante, clavando las azules pupilas en el ancho mar... Casi le parece mentira haber regresado... Está en su isla convulsa, en la tierra que le viera nacer, entre los negros acantilados y la pequeña playa que fue tálamo del amor tormentoso de Aimée y Juan. ¿Por que ha vuelto con ansia a aquel lugar? ¿Qué anhelo desesperado, de revolver el puñal en su propia herida, la impulsa? ¿Qué deseo insensato de matar, a fuerza de martirio, un sentimiento que ya la afrenta, la empuja hacia aquel lugar? Ella misma no lo sabe. Como si con sus manos monjiles empuñara las cuerdas del cilicio para herir sus carnes, así toma aquel pensamiento que la desgarra, azotando en él sus sentimientos, sus ensueños, su loco amor por Juan... Ha llegado a la entrada de la gruta y, como antaño Aimée, es ahora ella quien pronuncia aquel nombre, como si lo besara al pronunciarlo:

—¡Juan... mi Juan...! —Mas reaccionando con amargura, repele—: Pero no... Nunca fue mío... Jamás... Jamás... ¡Es de ella, de la que supo ahogarlo con su perfume, de la que supo sepultarlo en su fango! ¡Sólo por ella vivía, sólo por ella esperaba...!

Ha caído de rodillas, con el mismo temblor convulso que un día sacudiera a Aimée en aquel mismo lugar. Y, como ella entonces, deja correr las lágrimas amargas...

—¡Debo olvidar, debo arrancarme del corazón su imagen... ¡Oh...!.

Repentinamente ha pensado en Renato, ha recordado su antiguo amor, el que envenenara su adolescencia, el que le hiciera vestir los hábitos, el que sólo es ya como una sombra sobre su alma. No... no quiere a Renato, casi le sorprende pensar que alguna vez le amó, y su imagen se borra, mientras se hace más fuerte la de Juan, como si se levantara, trazada con caracteres de fuego, desde el fondo de su alma...

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