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—¡Ya! Y por eso decidió dejarla sola, valiéndose de una audiencia que no era para ella.

—¡Ay, señor, si usted viera las vueltas que le dio la señora Aimée antes de usarla! Pero como la señora Sofía estaba desesperada porque no había conseguido nada...

—Aimée decidió proceder a sus espaldas, ¿eh? cuéntame todo lo que pasó esta tarde, cuéntamelo minuto por minuto, punto por punto... ¡Cuéntamelo sin vacilar, sin pensar qué excusa vas a darme o de qué mentira vas a valerte para disculparla!

—¿Disculpar a quién, señor?

—¡A quien sea! Dímelo todo, pronto y claro. Fueron a ver al gobernador usando la audiencia de mi madre, sin que mi madre lo supiera...

—Yo no sé si la señora Sofía sabía algo, pero la señora Aimée le dijo al secretario que necesitaba hablar con el gobernador, urgente, urgente...

—¿No entraste con ella? ¿No oíste lo que hablaron? ¿Estaba o no estaba el gobernador?

—Estaba... ¿No es un señor bajito, gordo, de ojitos claros? Estaba. Y saludó a la señora Aimée y la hizo pasar, y habló con ella un ratito... ¿Quiere que le diga la verdad?

—¡Naturalmente! ¿Es que no acabas de entender que quiero saberlo todo, todo, hasta los menores detalles?

—Pues la verdad es que estuvimos un ratito nada más. Yo dije en la cocina que habíamos estado toda la tarde, para que rabiaran los criados, y la Yanina, que se da tanta importancia. Estuvimos un ratito nada más, y después pasó una cosa muy graciosa...

Ana ha tragado en seco, mirando un instante a su amo sin pestañear, como si despertara, como si sonámbula se detuviera al borde de un abismo y mirara hacia abajo estremeciéndose de espanto. Luego sonríe, haciendo un arma de su sabida estupidez...

—¿Qué pasó? Acaba. ¿Cuál fue esa cosa que te hizo tanta gracia?

—Pues... pues que la señora quiso pasear. Con tanta pena, con tanta carrera, con tanto susto, y la señora Aimée mandó a Cirilo que diera vueltas y vueltas por todas las calles, y estuvo de lo más contenta. A la señora no le gusta el campo...

—¿Y después del paseo...?

—Después del paseo vinimos para casa.

—¿Sin ver a nadie? ¿Sin hablar con nadie? No intentes decirme una cosa por otra, no busques una mentira, porque te va a costar muy caro. ¿No hicieron sino pasear?

—Toda la tarde, mi amo. Por las calles, por los muelles, por el Fuerte... Después vinimos para acá, y la señora me mandó que le preparara el baño porque quería que usted la encontrara bien linda cuando llegara.

Renato ha movido la cabeza como si espantara una idea amarga. Luego, se vuelve a la voz que suena a sus espaldas:

—¿Hasta cuándo crees que voy a esperarte, Ana? ¡Oh... Renato! Renato mío, qué pronto complaciste mi súplica. ¿Despachaste ya tu trabajo?

Sin responder a Aimée mira Renato a las dos mujeres. El rostro de Ana sólo tiene su eterna expresión de tontería satisfecha; el de Aimée se enmascara con su mejor sonrisa.

—¿Por qué no me hablaste de tu visita al gobernador?

—¡Oh!, ¿Lo sabes? ¿Quién te dijo?

—Quiero saber por qué me lo ocultaste.

Aimée ha suspirado con gesto de resignación. Ha estado escuchando el diálogo de Ana y de Renato, tiene estudiadas todas las actitudes, todas las palabras, hasta aquel gesto de contricción, hasta aquel ingenuo balbucear que otra vez la hacen aparecer como una adolescente:

—Renato de mi alma, soy una estúpida, no hago más que disgustarte... pero me da tanta pena que por causa de mi hermana pelees con tu madre... y le prometí a doña Sofía...

—¿Qué prometiste?

—Ya estoy faltando a mi promesa... Prometí callarme... Doña Sofía quiere evitar a toda costa el escándalo, para eso me trajo a Saint-Pierre, para que entre las dos suplicáramos, buscáramos... El viejo gobernador fue amigo de mi madre... Doña Sofía pretende que suspendan el juicio, pero no le digas que yo te lo dije, pues me aborrecerá... Júrame que no me denunciarás, Renato. Tu pobre madre, por amor a ti, y no se lo tomes a mal, no quiere que tu nombre se vea envuelto en el escándalo, y quiere echarle tierra al asunto... Yo prometí ayudarla, pero soy muy torpe, no logré nada...

—¿Le hablaste al gobernador?

—Sí, pero no te alarmes. Le aseguré que había ido por cuenta propia, que tú no sabías nada, que doña Sofía no sabía nada tampoco, que era cuenta mía. Me dio su palabra de callar... convinimos en callar todo el mundo...

—Entonces, ¿te arriesgaste a recibir un desaire, para nada?

—Para nada, Renato. Pero, de todo modos, más vale que haya sido yo, y no doña Sofía. Te aseguro que no sé a qué lado inclinarme, y estaba tan apenada con el fracaso, que no me atreví a volver a la casa y me puse a pasear, a dar vueltas... ¡Tenía tantas ganas de estar en una ciudad! Odio el campo, Renato. Por no disgustarte, no te he insistido más sobre ese punto. Fue un paseo inocente. Pregúntale a Ana...

Apenas vuelve la cabeza Renato para mirar a Ana. Con gesto satisfecho, las manos bajo el blanco delantal, sonríe la aludida, como quien recibe ya los parabienes y los regalos que sabe le aguardan al confirmar:

—El señor me preguntó, y yo se lo dije todo, toditito, mi ama. Como usted me tiene mandado que no le diga nunca mentiras al amo, por eso yo...

—Sí... Es el muchacho que han encerrado con el patrón de la goleta. Indebidamente, ¿sabes? Y ésta es la orden que traigo para llevármelo. Pero antes voy a hablar con él, de modo que abre la reja y déjanos en paz. ¡Anda...!

Obedeciendo mohíno al papel sellado que el notario Noel ha puesto bajo sus ojos, el carcelero franquea la doble reja de aquella galera semisubterránea, adonde apenas llegan las primeras luces del alba... En el rellano que hace las veces de lecho y de banco, con la chaqueta de marino de Juan como cabezal, duerme Colibrí con aquel sueño feliz y descuidado, típico en él cuando se siente al amparo de aquel hombre, y sacude Juan la hermosa cabeza de rizados cabellos, mirando hacia la reja que se abre, avanzando un paso para reconocer con esfuerzo la figurilla familiar que, antes de bajar los oscuros escalones, alza la mano en gesto entre cordial y burlón:

—Buenos días, Juan del Diablo... Lamento en el alma volver a encontrarte en semejante lugar.

—Supongo que no habrán faltado sus buenos oficios para lograrlo —augura Juan con su habitual sarcasmo.

—Pues vas muy lejos en tus suposiciones —replica el notario algo molesto—. Nada hice para que te atraparan, y no hubieran podido atraparte si desde tiempo atrás hubieses hecho un poco más de caso a mis consejos, en vez de despreciarlos...

—No estoy para sermones... Siéntese si quiere, y hable de lo que venga a hablarme. Supongo que lo envían con alguna proposición. ¿Quién es ahora? ¿Doña Sofía? ¿Renato?

—Mónica de Molnar...

—¡Ah! —se impresiona Juan—. ¿Y qué solicita mi ilustre esposa? ¿Los datos para pedir a Roma la anulación del matrimonio? ¿Mi anuencia para divorciarse? ¿O simplemente la seguridad de que estoy bien encerrado, con doble reja, y en el lugar más inmundo que pudo hallarse en todo el Castillo de San Pedro? Si es eso, puede dársela cumplida. Dele la seguridad absoluta de que hasta el último tripulante del Luzbel, todos estamos bien encerrados, y sobre todos caerá el castigo que les corresponde por el crimen de haberla mirado con los ojos limpios y el corazón alegre, por el delito de amarla y respetarla... Que todos, hasta el pequeño Colibrí, estamos pagando en buena moneda aquella estancia suya en el Luzbel, en la que no pensamos haberla molestado tanto ni haber llegado a ofender hasta el último extremo a tan ilustre dama...

—Juan, ¿quieres no decir más disparates? —Reprende Noel—, ¿Quieres cambiar ese tono tan injusto y tan desagradable?

—¿Desagradable? Puede... ¿Injusto? ¡Injusto, si, es verdad! No es ése el tono que debo usar para hablar de ella. Debo decir que es la comediante más refinada, la más cruel y vengativa de las simuladoras, la más malvada de las pérfidas... ¡Todo eso es mi ilustrísima esposa! Pero, ¿qué quiere de mi? ¿Qué más pretende? ¡Acabe de hablar, Noel!

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