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—¡Sola, abandonada, sin ti...! Al fin y al cabo, ¿a quién le importa que esté yo aquí? No le hago daño a nadie. No hago más que aprovechar los momentos libres que quieras dedicarme... ¡Me siento tan sola, tan desesperada cuando tú no estás! A la que debes mandar a Campo Real, con mamá, es a Mónica.

—Quise hacerlo; quise alejarla a todas ustedes de este asunto tan desagradable, y afrontarlo y resolverlo yo solo, pero Mónica no escucha mis consejos. Me ha recordado que no es ya sino la esposa de Juan del Diablo.

—Efectivamente —corrobora Aimée conteniendo su despecho—. ¡Me da una rabia! Es absurdo, Renato... Le hicimos mucho daño... mucho daño...

—Es lo que temo, Aimée. Le hicimos tanto daño, que no podrá perdonarnos jamás, que no nos perdona y su desquite es esa adhesión a Juan, con la que parece insultarme.

—¿Adhesión a Juan? —se alarma Aimée, tragando bilis—. ¿Mónica es adicta a Juan?

—En cuerpo y alma. Al menos, esa es su actitud... Actitud que me enfurece, que me ofende, pero frente a la que no tengo fuerza moral. Al fin y al cabo, de cuanto haya sufrido con él, somos nosotros los responsables.

—A lo mejor no ha sufrido tanto... Mónica es tan rara... A lo mejor le gusta esa fiera...

—¿Puede gustarle? ¿Crees tú que pueda gustarle? —Renato ha mirado a Aimée de un modo extraño, oprimiéndole el brazo con los dedos crispados, otra vez al desnudo la cruel herida de su amor propio—. ¡Responde! ¿Crees que pueda gustarle? Tú eres mujer, y...

—¡Por Dios, Renato, me estás lastimando! Y además, pensando otra vez esa cosa horrible... ¡No vuelvas a ponerte como un loco! ¡Me das miedo...!

—A veces pienso que eres como una niña: inconsciente, alocada... Entonces te perdono de todo corazón. Pero otras, otras... ¡Esto es peor que una pesadilla!

—¡Espanta la idea mala! ¿Acaso no te he confesado ya toda la verdad?

—¡Júrame que no hay más de lo que me has confesado! ¡Júramelo!

—Bueno... por... por... ¡Te lo juro por nuestro hijo! Por ese hijo que no ha nacido... Que se muera sin ver la luz del sol... ¡Que no nazca si miento, Renato! ¡Que no te dé yo el hijo que voy a darte, si no estoy diciéndote la verdad!

La mano de Renato ha resbalado por sobre la cabeza de Aimée, sujetándola por los cabellos; la ha obligado a mirarlo, hundiéndose en el fondo de sus pupilas inescrutables, pero sólo ve unos frescos labios que tiemblan, unos grandes ojos húmedos de lágrimas, siente alrededor de su cuello el tibio dogal de unos brazos suaves y perfumados... Entonces, vacila, rechazándola un poco:

—Acabaría por volverme loco. En realidad, más vale no pensar...

—Eso... eso... No pienses, querido. Además, ¿por qué tienes que atormentarte tanto? Al fin, la batalla está ganada, pues Juan está en tus manos, lo tienes totalmente en tu poder; ¿verdad? ¿Depende de ti perderlo o salvarlo?

—Ya no, Aimée. Fui yo quien le acusé, quien moví mis influencias para que fuese procesado, pero el proceso será imparcial, los jueces obrarán con absoluta libertad de criterio. No podía hacerlo de otro modo, Aimée, sin despreciarme a mí mismo. Quise traerlo para librar a Mónica de su poder, para arrancarla de sus garras... Una vez aquí, le juzgarán con estricta justicia, y el castigo que reciba será el que realmente merezcan sus faltas. Seré cruel, pero no cobarde. Podrá odiarme más de lo que me odia ya, pero no tendrá el derecho de despreciarme, porque no voy a herirlo por la espalda. Todo está en el criterio verdadero de la justicia... Y ahora, por favor, déjame solo. Vete a descansar...

—¿Y tú no vienes? —suplica Aimée insinuante—. Te lo ruego, amor mío, no tardes demasiado...

Aimée ha desapareado tras la vieja cortina de damasco, y aún flota en el aire su perfume, aún siente Renato en el cuello y en las manos la cálida sensación de su roce, aun tiene grabada en sus pupilas la dulce sonrisa con que le ha dicho adiós, la mirada insinuante con que le ha invitado a seguirla, desplegando frente a él toda la fuerza sutil de sus encantos... Se ha ido y, al volver la cabeza, Renato D'Autremont ve clavados en él otros ojos, oscuros y profundos, que le miran como taladrándole. Primero es sorpresa; después, el vago desagrado que aquella presencia le produce siempre...

—¿Qué pasa, Yanina?

—Nada, señor Renato, salí para advertirle que la señora se ha sentido mal toda la tarde... Que desde mediodía está en la cama...

—Lo lamento muchísimo. Supongo que ya han llamado al médico...

—La señora no me ha dejado llamarlo. Dice que son sus achaques de siempre, que no vale la pena de molestar a nadie... Ha tomado sus gotas y su calmante, y, a ruego mío, ha reposado toda la tarde. Ahora duerme, y me permito suplicar al señor, que la deje descansar...

—Naturalmente... En realidad, debería estar tranquila en Campo Real. Estas cosas no son para su salud delicada...

—Perdóneme, señor, ya voy a retirarme. Pero antes, como la señora no puede informarle, pienso que acaso necesite alguna información que esté a mi alcance.

—No necesito nada, Yanina —rehúsa Renato con sequedad.

—Tal vez le convenga saber que la señora Sofía está terriblemente preocupada por el escándalo que pueda provocarse. Quería decirle, además, que la señora no pudo usar la audiencia privada que el gobernador le había otorgado para esta tarde...

—Bien —comenta Renato cada vez más impaciente—. Supongo que no se habrá perdido nada con ello...

—-Claro que no se ha perdido nada —replica Yanina con suave perfidia—. La señora Aimée la ha aprovechado...

—¿Cómo? ¿Qué? —se sorprende Renato.

—Quiero decir, que fue en lugar del ama...

—¿Quieres decir, mandada por mi madre?

—¡Oh, no! La señora no ha hablado con nadie; pero la señora Aimée mandó preparar el coche, y fue con Cirilo y con Ana. Volvió hace apenas media hora..

—¿Qué estás diciendo? El gobernador no está en Saint-Pierre. Se fue desde las cinco de la tarde a Fort de France.

—Entonces, no sé nada. Repito lo que dijo Ana en la cocina de que habían estado toda la tarde con el señor gobernador... ¿Quiere el señor que llame a Ana para preguntarle?

—No, Yanina —rechaza Renato con impulsos de ira—. No suelo tomar informes de los criados. Ya me informará mi esposa de ese asunto, si lo cree necesario. Puedes volver junto a mi madre.

—Gracias... Con su permiso...

Rápidamente ha salvado Renato la distancia que le separa hasta llegar a la puerta de aquella alcoba en la que supone está Aimée. Tras la conversación con Yanina, le ha hervido en las venas la sangre: duda, desconfianza, certeza casi de la perfidia de la que es su esposa, y un violento deseo de castigar en ella su propia ingenuidad, le impulsan ciegamente.

—¡Aimée... Aimée...! ¡Ábreme esa puerta en el acto! ¿No me oyes? ¡Abre esa puerta! ¿Quieres obligarme a saltar la cerradura?

—Señor Renato... Pero, ¿es usted? —exclama Ana, calmosa y encantada, tras abrir la puerta de par en par.

—¿Dónde está tu ama?

—La señora Aimée se está bañando. Ayudándola estaba yo... y por eso tardé en abrir la puerta. Espérese... espérese, señor, que voy a avisarle...

—¡Quieta!

Inmóvil a la voz de su amo ha quedado Ana, mientras los ojos de Renato la miden de pies a cabeza y recorren la estancia. En medio de la habitación, antecámara anexa a la alcoba que efectivamente ocupa Aimée, la jovial y calmosa sirvienta mestiza seca con el delantal sus desnudos brazos cubiertos de burbujas de perfumada espuma. Un tanto paralizado en su primer impulso, contenida la fiera bocanada de ira que le subió a la cabeza, Renato examina el rostro oscuro de Ana, como midiendo y valorando el crédito que puedan merecer sus palabras, y, sin poder evitarlo, escapa de sus labios la pregunta:

—¿Saliste con tu ama esta tarde?

—Sí, señor, la pobre señora estaba tan triste...

—Ya. Y fueron a ver al gobernador, ¿verdad?

—La señora Aimée estaba muy apenada con la enfermedad de doña Sofía...

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