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—¡Mónica... Mónica...! Pero, ¿está loca? ¡Va a resbalar, va a caer al abismo! Por favor, venga... Venga...

Pedro Noel se ha acercado a Mónica y la ha arrastrado, casi a la fuerza, del borde del acantilado, y clava en ella su angustiada mirada interrogadora—: Mónica, ¿qué hacía usted allí? ¿No iría usted a...?

—No, Noel, soy cristiana...

—Pero, ¿por qué ha cambiado de ese modo? ¿Qué pudo hacer que usted cambiara así? ¿Quién estaba con Juan?

—¿Qué importa un nombre? —evade Mónica con profunda desilusión—. Yo cumpliré con mi deber mañana... Nada más... Y ahora. Noel...

Sobreponiéndose al sollozo que ahoga su garganta, Mónica ha extendido el brazo con significativo ademán que señala a Noel el camino de la desierta calle...

—No puedo dejarla sola, Mónica. Le rogué a Renato que me dejara regresar, con la esperanza de que mi presencia no le desagradara, que mi compañía le fuese tolerable... Pero...

—Perdóneme, Noel, pero en este instante... —rehusa Mónica conteniendo a duras penas su impaciencia.

—Me doy cuenta que en este instante no está usted para cortesías, y no es eso lo que espero, sino realmente no molestarla. Además, tenía un interés, una esperanza que usted ha desvanecido... No era un abogado quien estaba en la celda de Juan, sino una mujer, ¿verdad?

—Sí, Noel... No, no era un abogado... Pero, ¡por Dios, calle!

—Callaré... ¡quién lo duda! Desde luego que tengo que callar. Pero, ¿quiere que le diga lo que haría yo en su lugar? Decirlo a gritos, no guardar consideraciones de ninguna clase. Ya basta, ¿sabe usted? ¡Ya basta!

—¡Le he rogado que calle! Y también que me deje. Noel. No va a ocurrirme nada. Sólo necesito estar sola, hallarme a mí misma...

—Perdóneme, Mónica. Sólo estaba calculando sus sentimientos, tratando de ver y de palpar hasta el final lo que de pronto me pareció un imposible. Usted, mi pobre niña, ama a Juan...

—¡No... No...! ¿Por qué tengo que amarlo? —protesta Mónica sin convicción—. Guardo para Juan un poco de gratitud, eso es todo...

—Mónica, ¿por qué no hablamos con franqueza? —se decide Noel—. No me mire como un enemigo de Juan... No lo fui nunca. No me mire como un empleado de la casa D'Autremont... Lo fui y, probablemente, lo seré hasta que me muera. Pero los sentimientos son aparte... Bueno, la verdad es que no debo seguir hablando. Sería indiscreto...

—No, Noel, no es indiscreto. Sé perfectamente quién es Juan, y por qué seguiría usted sirviendo a la casa D'Autremont aun poniéndose de su parte. Además, eso es un secreto a voces, que creo no lo ignora nadie... Lo saben esos jueces, que verán de qué lado se inclina la balanza; lo sabe el populacho, que ya murmura; lo sabe la aristocracia, que finge ignorar lo que en cierto modo la mancha; y, seguramente, lo sabrá ese gobernador que huye para esquivar responsabilidades...

—Va usted muy lejos, Mónica...

—No, Noel. Quise ir muy lejos, pero fue sólo tras un sueño imposible... Otra vez estoy en la realidad, he despertado, y son estas piedras, es esta playa, es este mar, quienes me imponen la verdad que el corazón rechaza. El sueño quedó lejos... en las playas de San Cristóbal, en las viejas calles de la isla de Saba, en la fuente donde se asomaron juntos nuestros rostros, buscándonos el alma... El sueño sólo vivió en mí, sólo estuvo en mi mente, sólo yo le di calor humano. Era una ilusión, y se ha desvanecido; un castillo de naipes que el primer soplo ha derrumbado. Juan es el que siempre fue, el que siempre será, sólo que se han perdido las rutas, se han enredado los caminos... Él es el que fue siempre, y yo no soy nada, no soy nadie...

—Se equivoca... Usted es la única que puede sacar a Juan del abismo en que está... No se deje llevar por un sentimiento de violencia...

—No, Noel, ya no... Eso fue antes, cuando mis ojos estaban deslumbrados. Fue un momento de luz vivísima, fue la única hora de sol de mi vida, pero el sol se ha apagado y ahora marcho otra vez a tientas por el túnel de sombras... Pero no se preocupe, conozco demasiado los caminos del dolor y del abandono... Los conozco tanto, y me son tan familiares, que no tengo sino que dejarme llevar por ellos... En el camino de mi vida, la única intrusa es la esperanza. Y ahora, déjeme, Noel, y váyase tranquilo... Nos veremos mañana en los tribunales...

—¿Acepta mi compañía? ¿Puedo venir a buscarla?

—No quedaría bien, Noel. Usted es el notario de los D'Autremont, y yo la esposa del acusado...

—Tengo que confesar que no le falta razón, Pero, prescindiendo de ciertas formalidades... Bueno, ¿no hay nada que pueda hacer por usted?

—Creo que sí. Junto a Juan está encerrado el niño, contra el que no puede haber ningún cargo. Haga que lo pongan en libertad...

—Me ocuparé de eso con todo mi empeño... Y, cumpliendo sus deseos, debo decirle: hasta mañana...

—Hasta mañana, Noel.

Con la cabeza baja se ha alejado el anciano, pero Mónica no contempla su figura borrosa... La luna se ha ocultado entre las nubes, y el viento trae aquel lejano llamado de campanas que es para Mónica como la resurrección de su pasado... Cree vivir meses atrás; las blancas manos buscan inútilmente, por instinto, el rosario que otro tiempo colgó en su cintura; luego, caen con gesto de supremo cansancio, y otra vez pasa aquel pensamiento golpeando su frente como un ala al pasar:

—Todo fue un sueño... un sueño, y nada más...

—¡ Renato... Renato de mi vida...!

Aimée ha llegado junto a Renato... Va trémula, convulsa, sin que las ansias e inquietudes que finge le hayan impedido atender al último detalle de su tocado: pálidas las mejillas, encendidos los labios, sombreados los grandes ojos oscuros, tibia, suave y perfumada, cuando se arroja en brazos de Renato, en quien aquel contacto no provoca el efecto deseado. Grave y frío, la detiene, retrocediendo un paso, al tiempo que la interpela:

—¿Quieres hacerme el favor de recobrar la calma? Quiero que me digas por qué te encuentro en otro lugar de donde te he dejado.

—No fue culpa mía. Doña Sofía se empeñó en que les esperáramos acá. Yo no quería venir... Ella me trajo...

—Entonces, será ella quien me lo diga...

—¡No, no, Renato! ¡Aguarda!

—Acabas de decirme que fue ella. Además, no quiero discutir contigo ni pedirte cuentas de nada. Ya que mi madre se ha empeñado en echar sobre sí toda la responsabilidad, ya que te has puesto a su voluntad y a su amparo...

—¡Yo no me he puesto al amparo de nadie! Es tu madre, y admito las cosas por no disgustarte, pero creo que ya fue bastante. Me casé contigo, no con ella...

—No protestes tanto... Acaso le debes más de lo que supones...

—Aunque de verdad le deba la vida, aunque hubieras sido tú de veras capaz de matarme, te repito lo mismo: Es contigo con quien estoy casada... Es tu amor lo único que me interesa...

—¿De veras? —comenta Renato con franca incredulidad—. ¿Te interesa mi amor?

—¡Qué ciego y qué malo eres preguntándomelo de esa manera! —se queja Aimée fingiéndose dolida—. ¿Por quién, sino por tu amor, he sido mala? ¿Por quién, sino por ti, sacrifiqué a mi propia hermana? ¿Por quién, sino por ti, me estoy muriendo de pena? ¡Mi Renato...!

Se ha arrojado en sus brazos, que esta vez no se atreven a rechazarla, y mientras los grandes ojos azules bajan hasta mirarla con mirada cada vez menos dura, ella esgrime de nuevo el arma eterna de sus lágrimas:

—Necesito saber que me quieres como antes... Necesito saber que me has perdonado... Necesito saber que no te importa nada ella, para no volverme loca de celos... ¡para no odiarla!

—¡Basta! Hemos cometido grandes errores... Estoy esforzándome por enmendarlos. Por culpa tuya, y mía también, han ocurrido cosas que no debieron ocurrir nunca... He asumido toda la responsabilidad, y lo mejor que puedes hacer, si deseas complacerme, es volver a Campo Real y aguardar allí al lado de tu madre...

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