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—No tienes que agradecerme nada. Soy tuya para siempre, como tú eres mío, y nadie te arrancará de mi corazón porque te quiero y soy tuya, Juan, sólo tuya, aunque no podamos proclamarlo, aunque nos sea preciso fingir y callar... por lo menos hasta que logres salvarte, hasta que se abran para ti las puertas de esta cárcel, hasta que venzas todos los obstáculos... Entonces iré a donde me lleves y te perteneceré en cuerpo y alma, aunque ya te pertenezco de ese modo.

Mónica ha cerrado los ojos, se ha mordido los labios hasta sentir en ellos el sabor amargo de la sangre. Luego, como impulsada por una fuerza irresistible, se ha arrancado de aquella reja y ha echado a andar como una sonámbula.

—Mónica, ¿de regreso ya? —se sorprende Noel—. Pero todavía no ha sonado el cambio dé guardia...

—¿Tan pronto? ¿Por qué? ¿Qué ha pasado? —indaga Renato también sorprendido.

—Nada —proclama Mónica con voz ahogada.

—Pero, ¿por qué ¿Acaso el carcelero...? Me había prometido abrir la reja...

—La reja no está cerrada, pero Juan no se encuentra solo... Supongo qué se trata de su abogado... Alguien que promete salvarlo...

—Entonces, ¿no quiere usted verle? —pregunta Noel.

—Le veré en el juicio.

—En el juicio no tienes por qué presentarte —refuta Renato—, Las acusaciones que hay contra él no te conciernen, y ni siquiera como testigo estás citada.

—De todos modos, iré. Mañana estaré en el juicio cumpliendo con mi deber de decir la verdad. Esta noche no tengo nada que hacer junto a él. Llévame a casa, Renato, llévame a casa...

—¡Chist! —silencia Noel—. Creo que ya sale el visitante. Si, como usted supone, es el abogado, me gustaría hablarle...

—¡No, no! ¡Vámonos, vámonos! ¡Llévame en seguida, Renato! ¡Cuanto antes!

—Me dejas ir sin una palabra, sin un consuelo, sin una esperanza...

Aimée ha llegado hasta Juan, clavándole en el brazo los finos dedos nerviosos, y ha buscado con ansia sus pupilas a la luz rojiza del humeante hachón que ya se apaga... Él nada responde, nada ha respondido durante mucho rato en el que la ha oído sin escucharla ausente el alma y amargos los labios. No, no piensa en ella, no la ve frente a él. Su imaginación le lleva lejos, muy lejos, recorriendo hora por hora, día por día, etapa por etapa, aquel extraño viaje en que el Luzbelsurcó los mares llevando a Mónica de Molnar. Cree verla, cree escucharla, y murmura como para sí:

—Mónica... Mónica capaz de fingir, de mentir, de engañar... Mónica como todas: hipócrita y liviana...

—¿Cómo todas, dijiste? —se ofende Aimée, y con perfidia agrega—: Hipócrita, sí; pero no la culpes, pues es natural... es fiel a su amor por Renato, como yo lo soy al mío. Las Molnar somos fíeles, aunque tú pienses lo contrario...

—¡Déjame! —se revuelve Juan airado.

—Naturalmente que tengo que dejarte... Ya viene el carcelero. Acaso cuando te quedes solo pienses en cuánto he arriesgado por acercarme a ti y en todo el amor que desprecias al despreciarme. ¡Eres cruel, Juan, cruel e ingrato, pero en la vida esas deudas se pagan! Vine en son de paz, pero no olvides que quien puede salvarte puede también perderte, que tu libertad, y acaso tu vida, están en mis manos...

—¡Si es así, puedes hacer de ellas lo que quieras!

—¿No te importa? No te importa más que Mónica, ¿verdad? Pues si he de hablarte con franqueza, no te creo. Estás fingiendo para enloquecerme, para torturarme... ¡Siempre tuviste un placer salvaje en hacerme llorar! Vas a arrepentirte... ¡Te juro que vas a arrepentirte! ¡Si llegas a lograr que yo me convierta en tu enemiga, desearás no haber nacido, Juan!

13

—MÓNICA... MÓNICA... ¿NO me oyes?

Como regresando con una sacudida, Mónica ha vuelto levemente la cabeza para mirar a Renato sentado junto a ella, en el carruaje detenido frente a la entrada principal del Fuerte de San Pedro, y Pedro Noel contempla con inquietud y desconsuelo a aquella espléndida pareja que parece ignorarlo: ella, como hundida en sus pensamientos; él, arrastrado a ella como por una fuerza superior a su voluntad...

—Has dado una gran prueba de sentido común no entrando en esa celda en la que iba a verte un extraño. Sin embargo, me hubiera gustado saber que clase de abogado va a defender a Juan del Diablo...

Renato ha observado con ansia el rostro de Mónica, que permanece inmóvil, impasible, cerrado en un misterio que es para él insoportable. Sólo un reflejo de angustia se asoma a las azules pupilas de Mónica, cuando recorren la ancha plaza, para volverse luego a él, interrogadora:

—¿Qué esperamos aquí? ¿Por qué no nos vamos?

—Cuando gustes... Si quisieras ser absolutamente razonable y me permitieras llevarte hasta Campo Real... Allí están todos...

—Perdóneme, Renato —interviene Noel—. Olvidé decirle que doña Sofía y Aimée están en Saint-Pierre desde ayer por la tarde. En vano les advertí que probablemente usted se disgustaría, pero doña Sofía respondió que tampoco se cuidaba usted mucho de no disgustarlas a ellas...

—Hacía más de veinte años que mi madre no visitaba Saint-Pierre —advierte Renato visiblemente molesto—. Siempre se negó a acompañar a mi padre. Odiaba la ciudad, el camino, el carruaje por largas horas... ¿En qué lugar están? ¡No habrán ido a un hotel!

—Doña Sofía se ha instalado en la vieja casa de ustedes, cerrada desde la última vez que don Francisco estuvo en Saint-Pierre, hace más de quince años... Trajo servidumbre, y parece decidida a pasar una temporadita...

—Las haré desistir de ese capricho absurdo. Nada tienen que buscar en la capital, ni tú tampoco, Mónica. Vamos allá... Creo poder convencerlas... Lo único razonable que pueden hacer es seguir camino esta misma noche...

—No me lleves a tu casa, Renato. ¡Te lo ruego, te lo exigiré si es preciso! No iré sino a mi casa...

—¿A tu casa? ¿A tu casa de cerca de la playa? ¡Pero es absurdo! Allí ni siquiera tienes servidumbre...

—Quiero estar sola, quiero proceder libremente como lo que soy: la legítima esposa de Juan... y tu adversaria en el juicio contra él. Es el lugar que me corresponde, y sabré llenarlo a pesar de todo. .

—¿A pesar de todo? ¡Es una forma de confesar que le debes ofensas a Juan! Sin embargo...

—Sin embargo, cumpliré con mi deber, Renato. Llévame a mi casa, o me bajaré del coche e iré yo sola por mis pasos...

—No puedes quedarte sola en un lugar como ése...

—Sola he de estar desde ahora en adelante. Entiéndelo de una vez por todas, Renato. Debo estar sola, quiero estar sola, necesito estar sola...

Ha temblado en sus ojos el fulgor de una lágrima, y Renato D'Autremont se muerde los labios para contener la frase rabiosa a punto de escapar, y acata:

—Está bien... como quieras... —Y alzando la voz, ordena al cochero—: Esteban, toma el camino de la playa. Vamos a la casa de los Molnar...

Como una sombra ha cruzado Mónica las anchas habitaciones cerradas. No se ha detenido ni siquiera para abrir las ventanas; como si una ráfaga de desesperación la impulsara, corre hacia el ancho patio, llega hasta la arboleda del fondo, se hunde entre la hojarasca, abre la puertecilla de la verja que da sobre los acantilados, y un instante queda inmóvil sobre la negra roca, frente al mar ahora bañado por un plenilunio de plata... Una fina lluvia salobre la baña a cada golpe de mar, pero ella avanza sobre las rocas resbaladizas hasta el mismo borde en el que bruscamente la tierra se acaba... Allá está el Luzbel... Ve balancearse sus desnudos mástiles, y un dolor quemante, que tiene amargura de celos, se desborda en lágrimas que llegan a sus labios más amargas que la espuma salobre que arroja el mar:

—Juan... Juan... Aún eres de ella, aún le perteneces... Para siempre le pertenecerás... Eres mendigo de sus besos, esclavo de su carne... No es cierto que te quiera con toda su alma. ¿Acaso tiene alma? ¡No, no la tiene ni vale la pena de tenerla! ¡Qué feliz serás con ella en esas islas salvajes! ¡Con cuánta ansia la amarás sobre las playas desiertas...! Y yo seré sólo una sombra de quien un día tuviste piedad...

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