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—¿Es todo cuanto se te ocurre responderme? —reclama Aimée ofendida.

—¡No estoy respondiendo, sino preguntando! ¿Qué sabes de Mónica? ¿Fuiste tú con Renato a la Dominica? ¿Fue él solo a buscarla? ¿Qué movió todo esto? Una carta de Mónica, ¿verdad? ¡Por Dios vivo, habla!

—¿Es eso todo lo que te interesa? —reprocha Aimée indignada—. ¿Mi amor, mi locura, mi presencia aquí, exponiéndome a cuanto me expongo, no significan para ti absolutamente nada? ¡Eres un miserable un ingrato, y yo la única estúpida en todo esto! ¿Qué me importa que te acusen de lo que quieran, que te juzguen jueces comprados y que te hundan para siempre en una cárcel? ¿Qué me importa que acaben contigo si tú no eres más que un ingrato?

—¿Qué estás diciendo, Aimée? —pregunta Juan visiblemente anonadado—. ¿Qué es lo que has dicho?

—¡Que eres un estúpido, un iluso, un niño a quien cualquiera engaña! Te interesa Mónica, te importa lo que ella pueda pensar de ti, estás tratando de averiguar conmigo si es ella quien te ha denunciado, ¿verdad? Pues bien, sólo un tonto haría semejante pregunta.

—¿Por qué un tonto? ¡Yo no hice nada contra ella! ¿Qué dice ella que hice?

—¡Ah, no sé! Probablemente horrores, cuando Renato toma la actitud que ha tomado... Renato y todos... Doña Sofía, hasta mi pobre madre, que no se mete en nada, casi se volvió loca cuando le llevaron la carta de Mónica...

—¿La carta de Mónica? ¿Escribió Mónica a tu madre?

—¿Es que no lo sabes?

—Tenía la sospecha, pero no hubo tiempo material de que llegara la carta que yo pensé pudiera ser la suya... Para que esto haya sido provocado por una carta de Mónica, ha tenido que escribir desde antes, desde mucho antes... Pero, ¿cuándo? ¿Cómo?

—Oí decir algo de un médico...

—¡Ahí ¡El doctor Faber! Escribió el doctor Faber, ¿eh?

—Cuando yo digo que eres un tonto, que te fías del primero que llega...

—Yo no me fío de nadie, y de ti menos que de nadie. ¡Probablemente mientes para hacérmela odiar! ¡Quieres que la aborrezca, que la juzgue traidora! No es la primera vez que intentas hacérmelo pensar. ¡Quieres que la odie, que vaya contra ella!

—Pienso que es ella la que tiene que odiarte... Y si tú, como hombre, te has vengado...

—¡No me he vengado! De ella no tenía por qué vengarme. No me hizo ningún daño voluntario... Fue una víctima de las circunstancias... Víctima de tu maldad y de tus intrigas; víctima del egoísmo y de los celos de Renato... Fui contra ella en un momento de ceguera, pero ni es culpable, ni... —Juan se interrumpe de pronto y con gran ira, pregunta—: ¿Por qué te sonríes de ese modo?

—Perdóname, Juan —se disculpa hipócritamente Aimée, disimulando su satisfacción—. Cálmate. Eres un verdadero tigre... No hay que tomar así las cosas... Si tuvieras un poco más de mundología, no te sorprenderías por nada... Ya veo que Mónica te interesa extraordinariamente... ¡Eres el más imbécil de los hombres, el más ciego y el más estúpido! ¿No te das cuenta de que, en realidad, las únicas víctimas somos tú y yo?

—¿Tú? ¿Tú víctima?

—¡Tú y yo! Me refiero a los hechos... ¿Dónde estás?

—Detenido, desde luego. Pero no me pueden acusar de nada. He demostrado quién soy durante el temporal, y ahora le haré frente a lo que venga, y mi inocencia quedará probada. No hice nada contra Mónica... Tengo testigos...

—¡Qué ingenuo eres! ¿Piensas que van acusarte de haberla maltratado? ¡No! Hay mil cosas de las que te acusan... Mil cosas que tienen un fondo de verdad... Mil cosas con las que van a hundirte sin remedio... Ya lo verás... Mónica no te acusa... ella queda al margen. Probablemente, si la llaman a declarar, lo hará en favor tuyo. Puede que hasta te públicamente las gracias por tus atenciones cuando estuvo enferma. ¿Qué importa eso, si está bien segura que no vas a escapar, porque te han tendido un lazo del que nadie se salva?

—¿Qué dices, Aimée?

—Cuando lo supe, no pude soportarlo... me jugué el todo por el todo... Con engaños logré que mi suegra me trajera a la capital. A espaldas suyas, aunque usando su influencia y su dinero, llevo tres días luchando para que las cosas no sean tan malas para ti. He movido influencias, me he valido de mis antiguas amistades, he llorado y suplicado a los pies del Gobernador...

—¡No... no es posible! ¡No es verdad lo que dices!

—¿Cómo crees que he entrado? Mira: un salvoconducto firmado por su mano. Lo obtuve, prometiéndole en tu nombre, jurándole, que serías comedido en tus declaraciones de mañana. Quieren aplastarte, pero le tienen miedo al escándalo, sobre todo mi suegra. Ya sabes... te odia, te aborrece...

—¡Esa sí!

—Y también los demás —desliza Aimée, suave y pérfida—. ¿Crees que no conozco el sistema monjil de mi hermana? Sola contigo, entregada a tu albedrío, seguramente se puso tierna, cariñosa y suave... Hasta te haría creer que le gustabas...

—¡Jamás! ¡Nunca perdió la dignidad! ¡Nunca dejó de ser la mujer alta y pura que...!

—¿Qué es eso? ¿Qué es eso, Juan? —interrumpe Aimée algo asustada al escuchar el toque de una corneta lejana.

—No sé... Probablemente el cambio de guardia...

—¡Oh, qué loca soy! Tengo que irme, tengo los minutos contados...

—¡No te irás después de haberme enloquecido! ¡No te irás sin acabar de hablar!

—Pues bien, no me interrumpas y óyeme hasta el final. Todo esto vino por las cartas o por las noticias de Mónica. A mí no se me informó más que a medias, pero estoy absolutamente segura de que esa es la verdad. Ya sabes que ella quiere a Renato, que lo quiso siempre, y yo tuve la candidez de decírselo a él. Halagado en su vanidad de hombre, está ahora completamente de parte de Mónica, y quiere quitártela por todos los medios y sin importarle nada.

—¡Canalla...! —se subleva Juan mordiendo las palabras—. Pero, ¿y ella?

—Ella es cera blanda en sus manos...

—¡No! ¡Mientes! Ella me dijo que su vida había cambiado, que al lado mío todo era distinto... Que era feliz... Sí... me dijo que sentía algo que podía llamarse felicidad. ¡Me lo dijo bien claro!

—Mónica es maestra en las artes del disimulo. No olvides nunca ese pequeño detalle. Renato quiere deshacerse de mí, y cualquier cosa que tú digas de nuestro pasado la usará en contra mía para lograrlo...

—¿De nuestro pasado?

—Tienes que callarte eso, Juan. ¡Callar, pase lo que pase! Te acusarán de contrabandista, de pirata, por deudas, por embargos, por riñas... Amontonarán cargos contra ti... A Mónica no la nombrarán, no quieren que tú hables de ella, quieren evitar el escándalo, ya te lo dije antes... Y si tú no lo provocas, el Gobernador me ha prometido que los jueces serán benévolos. Si no provocas un escándalo, puedo salvarte, y te salvaré, Juan, te salvaré... Seré yo quien te salve.

—Mónica, ahora es el momento —señala el viejo notario al oír el toque lejano de una cometa.

—Vamos —invita Renato.

—No, Renato, sería una imprudencia —advierte Noel—. Usted y yo aguardamos. Mónica sabe perfectamente lo que tiene que hacer, ¿verdad? Dé la vuelta, camine sin dejar la sombra del muro. El hombre de las llaves le abrirá, la dejará pasar... Cuando suene de nuevo la corneta, despídase y vuelva aquí por el otro lado... Saldremos del Fuerte sin ser vistos, y de lo que usted hable esta noche con él dependerá seguramente el juicio de mañana...

Con paso rápido y silencioso le ha dado Mónica la vuelta al ancho patio. Ya está cerca, muy cerca, a sólo un paso de la larga reja. A la altura de sus rodillas, saliendo de la galera semisubterránea, el resplandor rojizo del hachón. Temblando, se ha inclinado para mirar un momento... Sí, allí se encuentra Juan, pero no está solo. Una mujer está junto a él... una mujer de espaldas a la reja, y los ojos de Mónica se agrandan de sorpresa, de espanto... No puede verle aún la cara, pero tiembla como si un grito de su propia sangre denunciara la sangre hermana que hay bajo aquel disfraz. Sus rodillas se han doblado, sus manos se aforran a la reja, a su oído llega, como el veneno más sutilmente destilado, una voz demasiado familiar, la voz trémula de deseos y de ansias de Aimée:

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