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—Perdóneme si me cuesta trabajo comprender lo que usted me dice, Renato.

—No me sorprende su asombro, Noel. Pero esto no es nada... Mónica les reserva a todos grandes sorpresas.

—Ya lo veo. Su actitud es verdaderamente admirable. Creo que puedo ayudarla, hija mía. Quien hizo la ley, hizo la trampa. Yo conseguiré que hable usted esta noche con Juan.

—¡Noel...!

Mónica ha ido hacia el notario, estrechándole las manos, tensa de gratitud el alma, mientras el viejo servidor de los D'Autremont deja desbordarse el torrente de su sinceridad:

—Cuente conmigo para todo. ¡Para todo! También yo, a pesar mío, sufro y tiemblo por la suerte del hombre, como temblé por la del muchacho. También yo pienso que, en el fondo, Juan...

—¡Basta! —ataja Renato con brusquedad—. No necesita usted hacer el panegírico. Con que le cumpla a Mónica la palabra que ha dado, será bastante. Sus declaraciones son absolutamente extemporáneas. Noel...

—Dispénseme, Renato, no siempre puede uno callarse —recuerda Noel con dignidad y haciendo esfuerzos por no perder el gesto ecuánime y afable—. Pero, en fin, dispénseme, y manos a la obra. En la puerta está el coche. Venga usted conmigo, Mónica, habrá que aprovechar la oportunidad en el instante en que se presente...

—Voy yo también —indica Renato.

—No es necesario —rehúsa Mónica.

—Iré aunque no desees mi compañía. No he hecho lo que he hecho para negarte el apoyo en el momento en que más puedas necesitarlo...

—¡No quiero forzar tus sentimientos!

—Tú tienes un plan, y yo otro, Mónica. No estoy estorbando el tuyo, ni estoy cerrándote el paso, como supones. Al contrario, quiero que libremente hagas lo que te dicte tu conciencia... Permíteme a mí satisfacer a la mía en cambio. Si Noel hace el milagro de conseguir la entrada al Fuerte de San Pedro, te dejaré a solas con tu Juan...

—Mi amo... Mi amo... Mire para allá... Al llamado de Colibrí, Juan se ha alzado despacio en el oscuro rincón donde deja su cuerpo reposar. Es una de las enormes galeras semisubterráneas, abiertas en el mismo corazón de las rocas, base y entraña del viejo castillo de San Pedro, una de tantas fortalezas que, como banderas de conquista, clavaron los gobiernos coloniales sobre las islas del Caribe. El techo es muy bajo, las paredes chorrean humedad, pero a través de la larga reja que queda justamente a la altura de la cabeza del muchacho, se ve el piso de granito del ancho patio, el arco de la entrada interior, el farol, y, a su luz vacilante, la silueta de una mujer que parece discutir con el centinela, enseñar una vez más el papel que trae, ceñir luego con más fuerza, al cuerpo estatuario, el chal de seda, y seguir, a una seña del centinela, los pasos del guardián cargado de llaves...

—Es el ama... —señala Colibrí.

—¿Mónica? ¿Mónica aquí?

—Seguro que viene a sacamos, patrón. Ella no quería que los soldados me llevaran... Ella es muy buena...

—¡Calla!

El corazón de Juan ha temblado. Con un esfuerzo de su vista de águila ha podido percibir las cosas más claras a pesar de la oscuridad. La mujer que se acerca, alta, delgada, flexible, de andar sensual, tiene algo en el aire que no concuerda con la falda de colorines, con el típico traje de las mujeres más humildes que parece llevar como un disfraz. Un rayo de insensata esperanza ha bañado su alma... Cada uno de aquellos pasos que siente acercarse, es como un golpe de su corazón, estremeciéndolo, despertándolo, haciéndolo latir de nuevo al influjo caliente de la sangre... Como un lanzazo de oro, con herida luminosa, siente que ama a aquella mujer, que tiembla por ella, que por ella aguarda, que a sí mismo se presenta ya cien explicaciones, cien disculpas... Conteniendo el aliento ve abrirse las rejas, alzarse la mano del carcelero para poner un hachón encendido en el garfio de la entrada, y retroceder, dando paso a la mujer que se acerca a la luz rojiza y humeante de aquella iluminación primitiva...

—¡Juan... mi Juan...!

Aimée se ha arrojado en los brazos, que no la rechazan, que la sostienen sin estrecharla, que la oprimen tensos de una emoción sin nombre, mientras el alma entera de Juan, un instante asomada a la luz del día, tiembla antes de sepultarse, cayendo hasta el fondo del más profundo abismo de su vida, mientras murmura sorprendido:

—¡Tú... Tú... Eras tú...!

—¿Quién sino yo podía venir a buscarte donde estés, como estés, por encima de todo? ¿Quién sino yo te quiere con toda el alma, Juan? ¡Con toda el alma!

—Por aquí, con cuidado —recomienda el viejo Noel—, Déme usted la mano, Mónica, el piso está muy resbaladizo, pero es precisamente en este patio donde tenemos que aguardar.

—¿No le dio ese hombre ningún papel? —pregunta Renato en voz baja y malhumorada.

—No puede dármelo. Como alcaide de la fortaleza, es suya toda la responsabilidad de lo que ocurra con los presos, pero no tiene autoridad para firmar salvoconductos. Ni siquiera en un caso tan delicado como éste se atreve a dar una orden verbal, pero nos proporciona la oportunidad de que aprovechemos el cambio de guardia. Ahora hablaré con el cuidador de estas galeras, que es el hombre de las llaves. Durante casi quince minutos está este patio sin guardia de soldados, y es el tiempo en, que Mónica puede entrar a la galera de Juan y hablarle sin testigos, mientras usted y yo la esperamos...

—¡Sí, sí, se lo agradeceré toda mi vida! —asegura Mónica.

—Espere—advierte Noel—. Creo que nuestro preso tiene un visitante...

A través del anchísimo patio han visto la luz rojiza del hachón que ilumina la galera. Están en el ángulo que forman dos gruesos muros, y sobre sus cabezas, por los estrechos pasadizos de los muros, cruzan los centinelas montando guardia...

—En cuanto dejen de cruzar esos fisgones, nos acercamos, y entra usted en la celda, Mónica —indica el notario—. Tengo entendido que lo encerraron solo con el muchacho que era grumete de su barco. Los demás están en el otro patio...

—¡Por favor, calle!

Mónica ha creído oír una voz, una palabra, una frase que el aire lleva hasta sus oídos, y contiene la respiración para escuchar, pero sólo llega a ella el paso monótono de los centinelas, sólo ven sus ojos anhelantes aquella reja iluminada tras la que se mueven formas confusas...

Bruscamente, Juan ha retrocedido, cortando de un tirón el nudo de aquellos brazos ceñidos a su cuello, como si al arrancarlos quisiera arrancarse también la angustia que le ahoga, que le atenaza la garganta, como si toda esta angustia estallara en un impulso brutal contra aquella que palidece frente a su rudeza...

—¿Para qué has venido? ¿Qué vienes a buscar aquí? ¿Quién te mandó a mí? ¿Tu hermana? ¿Tu marido?

—¡Basta, Juan! Nunca fui a ti mandada, he venido por mi propia cuenta, porque estoy de tu parte, porque no quiero hacerme cómplice de la infamia tramada contra ti... He venido, ya te lo dije, ya lo grité al entrar: ¡He venido porque te quiero! Te quiero, aunque cien veces me hayas despreciado, aunque rechaces mis caricias, aunque respondas con insultos a las palabras con las que te entrego el alma... He venido exponiéndome a todo, ¿y esa es la gratitud que me demuestras? ¡Si tú supieras lo que he sufrido, lo que he llorado por no haber tenido el valor de ir contigo! Hice mal... Sé que hice mal... Merezco tus insultos, pero no tu odio; merezco tu rencor, pero no tu desconfianza. ¿Por qué estoy aquí, sino porque te quiero, porque no puedo vivir sin ti?

—¿Y tu hermana? ¿Dónde está tu hermana?

Juan ha detenido el ademán con que Aimée va a arrojarse en sus brazos, creyendo al fin vencida su resistencia. Y más que su ademán, es rotunda valla de hierro aquella pregunta que ha escapado de sus labios con fuerza brutal, y que otra vez restalla imperiosamente:

—¿Dónde está tu hermana? ¿Qué hace? Está de acuerdo con Renato, ¿verdad? ¿Fue cosa suya todo esto? ¿Fue cosa suya?

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