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—Realmente, mi joven señora, mucho me temo que hayamos agotado el tema esta mañana —intenta disculparse el gobernador, algo turbado—. Hablé a doña Sofía con absoluta sinceridad, puse las cartas boca arriba, pero este asunto va complicándose más y más hasta llegar a ser desesperante. Además, todo parece ponerse de acuerdo para darle un tono espectacular...

—Entonces, ¿es verdad lo que cuentan? ¿Se portó Juan heroicamente? ¿Salvó el barco?

—Si hemos de creer a Charles Britton, habría para condecorar al tal Juan del Diablo.

—¿Y por que no hemos de creerlo?

—No compagina esa actitud con los cargos que se le hacen, pero basta un poco de fantasía para que la imaginación popular se desborde y la opinión pública comience a voltearse en contra nuestra, especialmente en contra de Renato y de su hermana de usted.

—Pero el nombre de Mónica no figura en ese proceso para nada...

—¿Quién ignora que es ella la clave de todo este enredo? Jueces y testigos están deseando tirar de la manta. Por algo no quería yo hacer caso de las acusaciones, por algo me resistí tanto al empeño de Renato D'Autremont. Pero éste puso las cosas en un terreno que no pude negarme, y ahora... ¡Ahora vaya usted a saber hasta dónde llegará el fango!

—¿Y si yo le pidiera a usted un enorme favor personal?

—Estoy a su disposición, pero le suplico...

—Quisiera hablar a solas con Juan del Diablo. Desde luego, una entrevista absolutamente privada. ¿Por qué no me da la oportunidad?

—¿A usted? ¿A usted, precisamente? ¿No sería encender las habladurías todavía más?

—Pero sí no se entera nadie...

—Esas cosas, por mucho que quieran ocultarse... Una mujer como usted no pasa inadvertida...

—Puedo cambiar de ropa con mi doncella, aprovechar la oscuridad de la noche, taparme totalmente la cara con este chal. Yo me encargo de hacer las cosas con una discreción absoluta. Si usted me da el salvoconducto, corre de mi cuenta todo lo demás. Nadie sabrá nada. Quedará entre usted y yo, y los dos sabemos callar. —Se ha acercado a él sonriente, insinuante, envolviéndole en la vaharada de perfumes que su persona exhala, y sonríe viendo temblar las manos arrugadas—. Se lo agradeceré toda la vida, Gobernador. Estoy absolutamente segura de conseguir que las cosas cambien. Un salvoconducto, cuatro líneas suyas firmadas con su sello, y...

—Está bien. Aguarde...

El gobernador ha firmado. Todavía vacilante mira a Aimée, que sonríe triunfadora, arrebatándole casi el papel de su mano.

—Saint-Pierre... Saint-Pierre, ¿verdad?

—Sí, Mónica, estamos llegando. Pero si aún tengo derecho a darte un buen consejo, si aun puedo suplicarte algo, te ruego, te pido que sigas camino para Campo Real... Tu madre te aguarda allá... Tu hermana quedó muy angustiada... mi propia madre...

Tomando las manos de Mónica, como en un repentino arranque, ha hablado Renato, y tiembla la súplica en su voz que se quiebra de angustia. Pero Mónica retrocede, esquivando aquellas manos y rechazando con decisión:

—No me moveré de Saint-Pierre; no me alejaré de Juan. Y si hay algo que de veras quieras hacer por mí, si soy yo la que aún puedo rogarte, suplicarte, implorarte algo, es justamente que me ayudes a acercarme a él esta misma noche. Es preciso que yo le vea, que yo le hable, que sepa lo que piensa y lo que siente... Tú puedes hacerlo, para mí es indispensable. ¡Creo que me volvería loca si me lo negaras!

—Está bien, Mónica, cálmate. No necesitas suplicarme de esa manera... Haré lo posible... Creo que, como esposa legal de Juan del Diablo, tienes derecho a llegar hasta él. Y si es preciso, yo mismo he de llevarte. . .

Arrastrando a su doncella, envolviéndose en el amplio chal de seda para ocultar lo más posible su rostro y su talle, baja Aimée a toda prisa las anchas escaleras de la casa de Gobierno hasta salir por aquella puerta lateral, algo disimulada, que esquiva los grupos de curiosos y la vigilancia oficial de la entrada del frente. Allí está parado el coche que la trajera; rápidamente, ama y sirvienta suben a él, y Aimée ordena al cochero:

—Óyeme, Cirilo. Vas a dar la vuelta muy despacio... Vas a llevarnos al paso por detrás del Hospital y acercarte al Fuerte de San Pedro por el costado. Cuando estemos allí, te diré lo que haces. ¡Anda... arranca...!

—¡Ay, mi ama! —se lamenta la asustada Ana—. Usted como que va a meterse en un lío muy grande...

—Baja las cortinillas y desvístete —recomienda Aimée excitada—. Vamos a cambiarnos de ropa. Dame tu blusa y tu falda. Vas a ponerte mi vestido, y a envolverte en mi chal. Me darás tu pañuelo... ¡No, espera! Con el chal voy a quedarme yo, para taparme la cara si hace falta. Toma este velo...

—¡Ay, mi ama, mi ama...! —se queja Ana—. Usted como que se ha vuelto tarumba con tanto susto...

—¡Haz todo lo que te digo, sin replicar, estúpida! Tenemos los minutos contados... Cuando pasemos junto al Fuerte, voy a bajarme. Al quedarte sola, levantas las cortinas para que te vean... Te tapas bien la cara con el velo, escondes las manos... Mejor todavía, ponte estos guantes. Vas a dar una vuelta por las calles principales: por el Paseo del Puerto, por la Avenida Víctor Hugo... Quiero que te vean muchos y que todos crean que soy yo la que estoy paseando...

—Pero, mi ama...

—Saint-Pierre es una colmena de chismes. No faltarán los comentarios. Todo él mundo conoce los coches de los D'Autremont... Bueno, ya llegamos... Dentro de media hora pasarán a buscarme por este sitio. —Y alzando la voz, representa la comedia—: Cirilo, para un momento. Voy a dejar a Ana haciendo unos encargos... Entérate bien de la dirección de esa modista, Ana. Dentro de media hora volveremos por ti —Ha saltado a tierra, y ordena—: ¡Sigue, Cirilo! Por el centro y sin parar en ninguna parte. Apura un poco a los caballos ahora...

Aimée ha quedado sola juntó a la sombría fortaleza. Nadie se ve a lo largo de la desierta calle. Un centinela hace la guardia junto a las rejas, a la luz temblorosa de un mechero de gas. Ciñendo más el chal a su cabeza y a su cuerpo estatuario, Aimée de Molnar va hacia aquel hombre, al que informa imperiosamente:

—¡Traigo un permiso del señor Gobernador para ver en seguida al detenido Juan del Diablo!

—El Gobernador no está en la ciudad, Mónica. Salió para Fort de France hará una hora escasa, y probablemente permanecerá allí varios días. Acabo de hablar con el secretario.

—¿Y a quién dejó encargado de sus asuntos?

—Por lo visto, a nadie. Sus asuntos marchan solos, y solamente con un permiso firmado por él se puede visitar en la cárcel a un detenido, en vísperas de proceso. Lo siento, Mónica, lo siento con toda mi alma...

—Entonces, ¿quieres decir que te das por vencido?

—No se me ocurre qué puedo hacer... Se me cierran los caminos legales...

—Y tú, naturalmente, no sabes otros. Está bien, Renato. Gradas por todo. Entonces, déjame.

Renato se ha puesto de pie cerrándole el paso, deteniendo su gesto de huida. Están ya en Saint-Pierre, en la antesala de aquella pequeña casa, muy cerca de los muelles, donde por tantos años habitara el notario Pedro Noel. Es allí a donde Renato ha llevado a Mónica buscando para ella un lugar apartado de los hoteles, un sitio familiar donde librarla de la curiosidad que ya rodea su nombre. Por la única ventana abierta penetra el ruido de la pequeña y populosa ciudad, y en la puerta de la vetusta estancia aparece la figura familiar de Pedro Noel, con una expresión de profunda sorpresa en los ojos cansados:

—¡Mónica... Renato...! ¡Pero cuánto honor!

—Perdónenos por haber tomado su casa por asalto, más Mónica pretende un imposible. Su único deseo es ver a Juan esta misma noche, pero el Gobernador ha salido para Fort de France y sólo él puede dar el salvoconducto necesario.

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