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—Realmente, no encuentro palabra —declara el oficial sorprendido, agradecido, y aun no repuesto del susto—. A la Martinica... ¿Cuándo piensa usted que podemos llegar?

—Estaremos en Saint-Pierre mañana por la tarde, si el viento no cambia.

—Si es así, contará con nuestra gratitud más completa, y si puedo hacer algo por usted...

—Sí. Llenar mi pipa de tabaco y ordenar que le den algo de comer a mis hombres...

Juan ha vuelto a mirar la bitácora, ha desviado levemente a estribor y ha extendido la ardiente mirada de sus ojos oscuros por el ancho mar que lentamente va aplacándose, mientras el sol desgarra las nubes y baña con luz dorada su frente altanera, su pecho ancho y alto, sus brazos de bíceps poderosos, su negra cabeza rizada, sus labios que se aprietan como si no quisieran dejar escapar la clave dolorosa de su alma, la que va, sobre los vientos y los mares, hasta Mónica de Molnar...

—Sí, aquí enfermé... Aquí estuve a punto de morir... Aquí agonicé, y sus cuidados me salvaron...

Cruzados los brazos, el rostro con la expresión incrédula de quien escucha un inverosímil relato, oye Renato las palabras de Mónica en aquella misma cabina del Luzbeldonde la vida de Mónica cambiara. Todo el dolor y toda la esperanza de las horas vividas entre aquellas paredes parecen renacer en este instante en que, juntas las manos, revive la ex-novicia las horas pasadas...

—Un triste rincón, Mónica. Me duele el alma de considerar que por mí, por culpa mía...

—No es triste para mí este rincón, Renato.

—Si he de juzgar por tu aspecto, tendré que darte la razón. Pero no, no puedo creer lo que afirmas. Hay cosas que no caben en la razón, y la razón no puede aceptarlas. Ya sé que quieres defenderlo, que alzas entre tú y yo tu reserva como un muro de hielo, y creo adivinar por qué lo haces... No necesito pensar mucho para calcular lo que has debido sufrir entre estas paredes, el horror de vivir aquí compartiéndolo todo con un hombre que tan lejos está de tu educación y de tus costumbres... La mujer que tú eres, Mónica...

—La mujer que yo fui, Renato, tal vez, como supones, no era capaz de comprender a Juan. La que actualmente soy...

—¡Basta! —corta Renato impulsado por la ira—. No cambian de ese modo los corazones ni las conciencias. Tu transformación es física, exterior nada más... Estás más hermosa, más deseable, eres como una flor capaz de hacer arder los sentidos del hombre con sólo contemplarte. Pero, ¿a qué precio has logrado eso? ¿Qué sufrimiento, qué sacrificio has tenido que dar a cambio de lo que has logrado? ¿Qué es en realidad ese hombre para ti, Mónica?

—Mi esposo... Ya lo sabes...

—¿Compartías con él esta cabina?

—No... Bueno... quiero decir... —vacila Mónica.

—¡Por Dios te pido que me hables claro! Mientras estuviste enferma lo viste a tu lado; pero, ¿después...? Dime la verdad; no mientas, Mónica... ¡Por Dios vivo, no mientas!

—Yo estaba sola aquí... —balbucea Mónica—. Él fue para mí el mejor, el más amable y respetuoso de los amigos...

—¡Ah! —prorrumpe Renato en una exclamación de triunfo—. ¿Nada más?

—Bueno, después que estuve enferma, nada más...

—¿Y antes? Dímelo todo, Mónica. Te lo pido de rodillas, te lo suplico como un hermano, y te juro que nada de lo que me digas he de usarlo contra Juan, si tu no quieres que lo haga... Pero hay en tus relaciones con él algo extraño, incomprensible, algo de que necesito estar seguro, y tú no vas a negármelo. ¿Es Juan tu esposo en realidad? ¿Fuiste suya?

—No lo sé, Renato —duda Mónica haciendo un esfuerzo—. Mi vida se ha partido, se ha bifurcado... Todo fue distinto desde aquella noche... Hay un paréntesis de sombra y de horror que inútilmente he tratado de recordar. Fue como si muriera, como si cayera al fondo del infierno. Después fue como un lento resucitar. La mujer que fui hasta aquella noche odiaba a Juan del Diablo; la otra, la que volvió a la vida entre estas paredes, la que se miró por primera vez a sí misma como mujer en el agua clara de una fuente, cuando las manos de Juan me inclinaron sobre aquella agua, la que aprendió de sus labios la sonrisa y de sus ojos a mirar al sol, esa mujer... esa mujer ama a Juan, y le pertenece. Es la verdad, Renato, ¡toda la verdad!

Mónica ha terminado llorando, ha inclinado la frente, se ha cubierto el rostro con las manos, y permanece inmóvil, dejando resbalar aquel llanto que produce en Renato inquietud y tortura...

—¿Por qué lloras Mónica? ¿Por quién lloras? ¡Dime por quién son esas lágrimas!

—¿Qué más te da? ¿No estamos listos para partir ya? ¡Pues, partamos!

—Como mandes. Solamente estaba esperando el parte de la Capitanía del Puerto. Se ha mandado hacer una investigación sobre la suerte del guardacostas...

—¿Qué quiere decir? ¿El barco en que llevaron a Juan no ha llegado aún a la Martinica?

—Hace una hora no había llegado. Pero no hay motivo mayor para alarmarse. Ese, y todos los barcos que estaban en la ruta del Sur, se desviaron por el temporal. Ya irán apareciendo, ya aparecerá el Galión...

—¡Si es que no ha naufragado! —augura Mónica con exaltación y angustia—. Si algo le ha ocurrido a Juan en ese maldito guardacostas, si ha perdido ahí la vida, ¡no podría perdonar jamás a los culpables!

—Confío en que no haya sido la cosa tan grave, al menos para librarme de la amenaza de que no me perdones jamás —comenta Renato con forzada calma. Y cambiando de pronto, exclama—: ¡Oh! Creo que está ahí la chalupa con los panes...

Ha ido hacia la borda, y Mónica tras él, tensa y desesperada. Pero el rápido paso de Renato se adelanta. Un momento habla con el marinero que acaba de trepar la escala del Luzbel,de una hojeada lee el parte que éste ha puesto en su mano, y se vuelve a Mónica, que llega anhelante...

—Tu Juan del Diablo está a salvo. Este es un despacho cablegráfico del Teniente Britton, que fue el encargado de apresar a Juan y de llevarlo custodiado hasta entregarlo a las autoridades de la Martinica...

—¿Qué dice? ¿Qué dice ese despacho?

—"Galiónllegó a Saint-Pierre tras capear temporal en Granaditas. Capitán herido y cinco bajas tripulantes. Salvó situación, pericia Juan del Diablo. Ruego pedir sean tenidos en cuenta servicios especiales". Y firma Charles Britton, Teniente de Regulares Coloniales Británicos en la Isla de la Dominica. —Renato ha leído el despacho y luego, con suave ironía, comenta—: Un largo cablegrama y una buena noticia para ti, ¿verdad?

—¿No lo es para ti? ¿Acaso deseabas que Juan...?

—No, Mónica —asegura Renato noblemente—. Contra todo cuanto he deseado, Juan es mi enemigo, más enemigo a cada instante, pero no deseo para él una desgracia. No puedo desearla, porque lo más amargo de todo esto es que nunca se aborrece por completo a un hermano. No podemos abominar de nuestra propia sangre, sin abominarnos nosotros mismos un poco, y sin sentir también el dolor que causamos... —Hace una pausa, y reponiéndose ofrece—: Y ahora sí, voy a cumplir tu deseo y a dar las órdenes para zarpar...

—¿Cómo? ¿Usted? ¿Sola?

—Sí, Gobernador, totalmente sola. Mi pobre suegra está extenuada...

—Recibí unas líneas de ella, rogándome...

—Una audiencia más. Pero tardó usted tanto en responder. Ella estaba rendida... Logré que descansara, y tomé su lugar. Supongo que para usted es igual. —Suave, comedida, una gentil sonrisa en los frescos labios, responde Aimée a las inquietas preguntas del gobernador de la Martinica, volviéndose luego hacia su única acompañante—: Aguárdame aquí, Ana. Seguramente el señor Gobernador me hará pasar a su despacho para que hablemos un poco más...

El viejo gobernador ha vacilado. Son más de las siete de la noche, y un silencioso criado negro ha encendido las grandes lámparas del despacho, a cuya luz dorada, Aimée de Molnar parece más bella que nunca. Sin esperar otra invitación, cruza por la puerta entornada, dejando al otro lado a la oscura doncella acompañante.

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