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—¿Había un ciclón? ¡Un ciclón que sin duda azotó al guardacostas!

—Confío en que haya podido escapar. Voy a pasar un cable a la Martinica preguntando. Si el tiempo sigue mejorando saldremos esta noche o mañana, y tendrás amplia ocasión de demostrarle a Juan que eres una esposa fiel y ejemplar.

—¡Es lo menos que puedo hacer, después de haberlo jurado al pie del altar! —se yergue Mónica altiva. Luego, cambiando a un tono suplicante, murmura—: Renato, ¿y si yo te suplicara, si yo te pidiera de rodillas que retirases esa acusación?

—Ya no está en mis manos retirarla, Mónica —explica Renato con tristeza—. Pedí estricta justicia, apreté los tornillos, moví hasta el fondo la palanca de la ley, y la ley está en marcha. Pero no te preocupes, pues si Juan es como tú dices, saldrá bien librado. Por fortuna, no soy yo quien tiene que juzgarlo, pero puedes estar segura de que estamos en paz. ¡Daño por daño! Ahora voy a complacerte, Mónica, voy a tratar de ultimar nuestro viaje...

12

DESVIADO CIEN KILÓMETROS de la ruta que debieran seguir para llegar a Saint-Pierre, sacudido aún por las recias marejadas en la que las ráfagas secundarias de un ciclón lo han envuelto durante muchas horas, lleva el Galiónsu azarosa marcha por los oscuros mares encrespados... Roto, desarbolado, con las bodegas aún mediadas de agua, con la maquinaria inútil, navega, no obstante, con extraña precisión, impulsado por su única vela de proa, guiado por las recias y expertas manos de aquel que a los veintiséis años es el más audaz navegante del Caribe. Atento al ruido, alzando de cuando en cuando la cabeza para mirar la bitácora que se balancea sobre la rueda del timón, duro y alerta como si se hubiera hecho de piedra para las horas de la ruda batalla, Juan del Diablo parece sólo atento a la marcha del barco... Por la cubierta que aun bañan las olas, agarrándose a las paredes, se acerca un hombre hasta su lado, y Juan interpela:

—¿Qué pasa, Segundo, por qué dejaste la vela?

—Está en buenas manos, patrón. El Anguila y Martín están con ella, y como la tormenta va amainando, pensé que usted podía necesitar relevo... ¿Sabe que el capitán está mal herido? ¿Que el timonel y el primero piloto se fueron al agua? ¿Que el único que manda a bordo es el oficialito ese que vino a prendernos, que de marino no tiene nada?

—Sí, Segundo, sé perfectamente todo eso.

—El barco está, como quien dice, en nuestras manos, patrón. Y si no es por nosotros, anoche naufragamos, nos hubiéramos estrellado contra las rocas de Granaditas, habríamos encallado en un bajo, o quizás hubiésemos caído en el centro del huracán...

—Sí, Segundo, sé eso. Ve a atender a tu trabajo.

Segundo ha vacilado. Sobre los montes de la isla de Granada, el viento ha barrido las nubes, y asoma con tono sonrosado la primera luz del alba. Juan consulta de nuevo la brújula, y después ordena:

—Dentro de media hora cambiará el viento. Mira a ver si pueden alzar otra vela en el palo que queda intacto, para que viremos cuando el tiempo cambie.

—¡Y podremos irnos hasta el fin del mundo! —se alboroza Segundo con la esperanza a duras penas contenida—. Si usted me autoriza, patrón, yo me encargo de limpiar el guardacostas de los pocos que nos están estorbando... ¡Con ellos no podemos llegar muy lejos... nos denunciarán!

—No, Segundo, no vamos a matar a nadie.

—-Patrón, esta es la oportunidad, la única oportunidad que tiene usted y que tenemos todos. ¡Ponga proa al continente, desembarcamos en la Guayana, y ahí que nos busquen!

—No, Segundo, no vamos a escapar. —Y en tono autoritario, ordena—: ¡Levanta la otra vela. Segundo, haz lo que te mando!

—Está bien, patrón. Por usted, no por mí lo decía. Yo no tengo juicios ni cargos, a mí no pueden hacerme nada, pero usted es muy tonto con volver a meterse en la boca del lobo...

—Ve a lo que te he mandado, Segundo. Vamos a virar. ¡En Saint-Pierre debe estarme esperando una dama a la que quiero volver a ver, ¡pague por ello el precio que pague!

Conteniendo el gesto rebelde, obedece Segundo a la voz de Juan. Su figura se encoge, se aleja desvaneciéndose en la estrecha cubierta mojada, mientras por el lado contrario de la caseta del timón otro hombre aparece, los ojos como brazas, el rostro pálido y demudado. De una ojeada parece medir de pies a cabeza al recio hombretón que ahora sólo parece atento a llevar el barco. En el suelo, a su lado, envuelto en su chaqueta de marino, un niño negro duerme como un ángel y el rostro del joven oficial se crispa de extrañeza mirándolo, para volver luego a contemplar con temor y curiosidad al que llegó al Galiόnprisionero y atado... Largo rato vacila como si escogiera cuidadosamente las palabras que va a dirigirle, como si luchara entre dos temores, conteniendo con esfuerzo su ansiedad... hasta que fuerza al fin una sonrisa diplomática:

—Salimos del apuro, ¿verdad? Amainó la tormenta, y si no miro mal, lo que hay al frente de nosotros son montañas...

—El Santa Catalina, el Montain, el Maiclán... ¿Conoce usted la isla de Granada?

—En este caso, lo único importante es que usted la conoce.La capital se llama San Jorge... Tengo entendido que es un puerto importante. Usted sabrá cómo nos acercamos. —De pronto, el oficial cambia su tono zalamero, y con cierta alarma, interpela—: Oiga, ¿por qué se desvía? ¿Por qué vuelve así el barco? ¿Qué es lo que se ha propuesto? ¡Si piensa que va a burlarse de mí...!

—Cálmese, oficial, y quite la mano del revólver... Quítela, o soltaré el timón y nos iremos todos al infierno.

—Ya está quitada. Abusa usted de la situación... ¿No va a llevar el barco a San Jorge?

—Que yo sepa, no se nos ha perdido nada por allá.

—Escuche usted— parece decidirse el oficial—, yo no sé de qué está acusado ni qué cargos hay en su contra. Me he limitado a cumplir las órdenes de mis superiores tomándolo preso y encargándome de su custodia en este barco hasta entregarlo a las autoridades de la Martinica. Ya sé que las cosas han cambiado... No ignoro que le debemos un favor enorme...

—Pero eso es lo de menos, ¿verdad? —observa Juan con fina ironía—. Ya pasó la tormenta, ya no tiene usted miedo... estamos a la vista de una isla británica... ¡Qué cómodamente cumpliría usted su misión desembarcando, refiriendo lo que ha pasado y haciéndonos trasladar a la cárcel de San Jorge! ¿Piensa que voy a tener la candidez de entregarme de nuevo a sus sabuesos, para sufrir toda clase de vejaciones y brutalidades?

—Le prendimos en la forma usual... Tenía usted ficha de ser hombre muy peligroso —pretende disculparse el oficial, algo apurado—. Lamento de veras lo que ha pasado. Yo no tuve intención de mostrarme particularmente duro con ustedes...

—Particularmente, no, claro. Tampoco era preciso... Bastaba con la forma usual de tratar a los que caen entre las mallas de vuestras leyes sin tener influencias, blasones o fortuna. ¡Pobres gentes, pobres diablos! ¿Para qué guardamos consideraciones? ¡Vale tan poco la vida de un hombre en desgracia! La de usted mismo, oficial, ¿qué vale ahora que el barco está en mis manos? ¿Ve usted? Hemos virado... Proa al Norte... Su isla británica queda atrás... Ahora los papeles se han cambiado... Me bastaría hacer una seña a uno de mis hombres para que le arrojaran a usted de cabeza al mar...

—¿Qué dice? ¿Juega conmigo? ¿Qué es lo que se ha propuesto?

—Nada. A lo más, ofrecerle una lección que no va usted a aprovechar. ¡Qué poco vale la vanidad de unos galones, de un titulito de oficial, cuando un hombre está frente a la desgracia!

—¿Qué va a hacer conmigo?

—Nada. Vamos rumbo a la Martinica... Cumplirá su misión, sólo con unas horas de retraso.

—¿A la Martinica? ¡Pero estamos muy lejos, las máquinas no funcionan! ¡No podremos llegar!

—El viento se encargará de empujamos. Llegaremos navegando a vela, que es lo único que entiende Juan del Diablo...

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