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—¿Qué hace aquí?

—Y usted, ¿qué hace? Coja el timón... Hay rocas cerca... ¡Vamos a estrellamos! ¿No lo ve? ¡Vamos a zozobrar!

—¡Ya lo sé, pero no soy piloto! —se desespera el oficial—, ¡Tome usted el timón! ¡Haga algo...!

—¡Qué echen a andarlas máquinas!

—No funcionan ya. ¡Hay agua en las calderas!

—¿Y las velas?

—No soy marino, no sé nada... Los que porfían saber, han caído. ¡Yo ni siquiera sé dónde estamos!

Las manos de Juan se han aferrado al timón, desviando el choque inminente. Sus ojos atean el horizonte oscuro, se alzan luego hasta la bitácora que sobre su cabeza se balancea, y se yergue como tomando una determinación instantánea:

—¡Junte a los hombre que puedan trabajar! ¡Que cierren las escotillas, que achiquen el agua! —Y alzando la voz entre el estruendo de la tempestad, grita—: ¡Segundo... Anguila... Martín...! ¿Dónde están? ¡Aquí... Pronto!

—¡Aquí estamos, patrón! —responde Segundo, acercándose.

—¡Levanten una vela pequeña a proa! ¡Sosténganla esquivando el aire! ¡Hay que tomar otro rumbo, aunque sea embistiendo la tempestad! Segundo, toma el mando de los que van a la vela. Martín, a las bombas... ¡Haz achicar el agua!

Como un delfín, salta el Galiónsobre las olas; como un escualo, esquiva el golpe de los vientos, desviándose de las cercanas rocas amenazantes... El viento huracanado se arremolina sobre su única vela de proa, dándole fuerzas de gigante, y un relámpago rasga las nubes oscuras, iluminando al hombre que va al timón, con la luz cárdena del rayo...

—Lo siento en el alma, Mónica, pero el puerto está cerrado por la tempestad y no hay permiso de salida para ningún barco...

—¡Oh! ¿Y el barco en que fue Juan? —indaga Mónica con visible ansiedad.

—Bueno... figúrate... Si han apurado la marcha, puede que se hayan librado del temporal...

—¿Y si no han podido llegar a la Martinica, si esa tormenta de que hablas les ha azotado en el mar?

—Sería lamentable, pero no creo que debas desesperarte hasta ese extremo. Supongo que Juan no tendrá miedo de un temporal. .

—¡Juan no tiene miedo de nada ni de nadie! —se exalta Mónica.

—¡Está bien, loemos a Juan! —apostilla Renato impaciente—. Una razón más para que te tranquilices. Al fin y al cabo, todo se reduce a un par de días de retraso.

—Que serán de cárcel para Juan, ¿verdad?

—Naturalmente que estará detenido, puesto que va sometido a un proceso, pero no te sofoques tanto... tampoco es la primera vez que Juan está en la cárcel. Yo mismo lo saqué de ella, y esos días de encierro que le ahorré en forma gratuita, sólo por buena voluntad, no es nada del otro mundo que ahora me los pague.

—¿Lo sacaste tú de la cárcel?

—Sí. ¿Por qué te extraña tanto? Yo tuve un hermoso sentimiento hacia Juan... Lo quise desde niño, contra toda la voluntad de mi madre, contra todas las circunstancias adversas, y en aquel famoso viaje que hicimos juntos a Francia, mientras apoyado en la barandilla de la borda contemplaba la tierra que me vio nacer, alejándose hasta perderse en la distancia, no tenía más que un pensamiento: Juan... No tenía más que un deseo: volver para buscar a Juan... No tenía más que una determinación inquebrantable: hallar a Juan al regreso para compartir con él cuanto tenía, para hacerlo realmente mi hermano...

—¿Eso querías, Renato?

—Lo quería y lo procuré con toda mi alma. Si recuerdas un poco los primeros días que pasó él en Campo Real, hallarás la corroboración de mis palabras. ¡Con qué alegría, con qué ilusión, con qué puro sentimiento de justicia y de fraternidad quise entonces estrecharlo en mis brazos y darle cuanto la vida le había negado! Pero fue como darle calor a una serpiente, como acariciar con la mano desnuda a un alacrán, porque en él no había más que odio, rencor, veneno, y tuve que reconocer que tenía razón mi madre cuando tantas veces me dijo temblando por mí: "Guárdate de Juan, Renato, de él han de venirte todos los males"...

—¿Todos los males?

La palabra ha temblado en los labios de Mónica. Acaso, por un instante, comprende a Renato, se acerca a su corazón atormentado, y quizás también buscar sorprendida, en el fondo de su propia alma, aquel sentimiento que durante años enteros la llenara, aquel sentimiento extrañamente desvanecido que es ahora un helado montón de cenizas: su amor, su loco amor por Renato D'Autremont, en cuyos labios suenan ahora las palabras destilando la hiel de una amargura antes desconocida:

—¿Piensas que Juan no me ha hecho bastante mal?

—No creo que te haya hecho ningún mal voluntario. No creo que te odie. Tú, en cambio...

—Me odió siempre, Mónica —corta tajante Renato—. Me odió siempre, aunque yo no quisiera comprenderlo, aunque cerrara los ojos para no ver en sus pupilas el rencor, por un daño que en realidad yo no le había causado... ¡Me odia por rico, por dichoso, por mimado, por tener una madre amorosa y un hogar feliz! Me odia por bien nacido, y siempre me odiará, haga yo lo que haga. Esa es la amarga verdad de la que yo no quería enterarme...

—¡Qué injusto eres con Juan! ¡Qué injusto y qué ciego! Con él, todos estábamos equivocados, Renato. Es bueno, es noble, es generoso...

—¡Calla! Tú sí que estás ciega. ¿Qué ha podido hacer para deslumbrarte, o por qué finges y mientes como lo haces? ¿Con qué sortilegio, con qué brebaje, con qué filtro ha podido robarte el alma?

—¿Por qué no piensas que fue sólo con su bondad?

—¿Bondad, Juan? No digas disparates. Si hubieras visto lo que yo he visto... ¿Cómo piensas que hice para acusarlo? Yo no inventé los cargos, los hallé con sólo buscar un poco, y hay de todo en su desdichada carrera: piratería, contrabando, riñas tumultuarias, hombres heridos o golpeados... Se le acusa de jugador, de pendenciero, de borracho... En Jamaica secuestró a un niño...

—¿Qué? —se alarma Mónica. Y como comprendiendo—: ¡Colibrí!

—Colibrí... Luego es verdad. ¡Es uno de los cargos que no había podido probarse! Por eso quedó libre, pero las acusaciones llegaron hasta la Martinica. Se llevó un muchacho de la cabaña de sus parientes, hiriendo y golpeando a cuantos quisieron impedir que se lo llevara...

—¡Sus verdugos! —salta Mónica sin poderse contener—. Si hubieras escuchado a Colibrí, si hubieras visto y oído de sus labios la historia desgarradora de su infancia, sabrías que Juan no hizo sino rescatarlo, liberarlo, y bien poco castigo dio a los miserables que lo explotaban. Si son como esa todas sus infamias, si esos son todos los crímenes de que le acusan...

—Ya veo que no le faltará la mejor abogada, la que mira el mundo a través de sus ojos.

—Acaso dijiste más verdad de la que piensas, Renato. Juan me enseñó a mirar el mundo con otros ojos.

—Y, en cambio, cerró los tuyos, los verdaderos, los ojos que me amaban. ¿Por qué se encienden tus mejillas como si el solo pensamiento te avergonzara? ¿Por qué? ¡Mónica, mi vida!

—¡No me hables de ese modo, Renato! ¡No me mires de esa manera!

—Ya sé lo que piensas: que soy el esposo de tu hermana...

—Aunque sólo eso pensara, sería lo bastante...

—¿De veras? ¡Dichosa tú que, con una consideración, puedes borrar un sentimiento! —Venciendo su resistencia, Renato ha tomado las manos de Mónica, la ha obligado a mirarle cara la cara, buscando con inútil anhelo un chispazo de amor en aquellos grandes ojos claros—. Sé que nunca me mostrarás tus verdaderos sentimientos, sé que nunca dejarás hablar a tu corazón...

—¡Sólo con el corazón te he estado hablando!

—No luches más, no te esfuerces... Digas lo que digas, no vas a convencerme. Frente a mi torpeza, callaste diez años... Y seguirás callando... —Con gesto de vencido, Renato va hacia la ventana, mira a través de los cristales y se vuelve luego para mirar a Mónica, mientras deja caer, como en un trémolo de angustia, las palabras—: La tempestad está amainando... El ciclón ha debido desviarse...

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