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Renato D'Autremont se ha acercado a Mónica con ademán apasionado, pero ella retrocede, y la luz que un instante ardiera en los ojos de él, se diluye, como se apaga una ilusión fugaz... Y después de mirarla, mueve la cabeza, como frente a una verdad que le desconcertara:

—Mónica, ¿puedo preguntarte si amas a Juan?

—¿Amarle...? No lo sé... pero es igual... Él no me quiere a mí, no me querrá jamás...

—¿Qué estás diciendo? —indaga Renato sorprendido y confuso— Entonces, cuanto hizo... ¿por qué lo hizo? ¿Por qué lo hizo?

Mónica ha vuelto a apretar los labios, ha entornado de nuevo los párpados, y un instante su rostro recuerda al desaquella otra Mónica sufrida, resignada, encadenada a su obligación de callar. Pero es sólo un instante... La mujer nueva vuelve a aparecer y hay una mueca ambigua en sus frescos labios, al comentar:

—¿Qué puede importarte lo que él y yo sintamos? La verdad es que no tengo ninguna queja contra Juan. Bien o mal, me lo diste, me lo impusiste como esposo. Por una u otra razón, le juré lealtad al pie del altar, y yo todavía les concedo valor a mis juramentos.

—Está bien. Todo lo que he hecho ha sido por reparar una falta, por sacarte del infierno en que creí haberte sepultado, y ahora resulta que tu infierno te agrada...

—Cuando me arrojaste a él, hubiera preferido la muerte cien veces a aquel sentirme arrebatada por los brazos de Juan —recuerda Mónica apasionada—. El peor de los suplidos, la más terrible de las agonías eran para mí más deseables que aquel hombre que me arrastraba, a través de los caminos y a través de los mares, como puede arrastrar su conquista un vándalo. Entre las cuatro paredes de la cabina del Luzbel,lloré y supliqué, desgarrándome el cuerpo y el alma, pidiéndole a Dios que me enviara la muerte repentina. Si entonces hubieras corrido detrás de mí, si un verdadero sentimiento de justicia y de piedad humana te hubiese hecho seguirnos, detenernos, habría besado las huellas de tus pasos. Pero todo tiene en este mundo su momento, su hora, su oportunidad...

—¿Qué quieres decir? —se lamenta Renato.

—Debemos pensar en el mal que hacemos, antes de hacerlo... Las reparaciones suelen llegar, como esta tuya, demasiado tarde y haciendo todavía más daño del que hizo el propio mal. ¿Comprendes ahora?

—Tengo que comprender. Has hablado muy claro —acepta Renato dolido. Y en tono de fina ironía, observa—: Supongo que no te servirá de nada que te presente mis excusas, que te diga que siento con toda mi alma haber interrumpido tu idilio primitivo con Juan en esa mugre de barquichuelo...

—Muchas veces la mugreestá en los palacios, y hay luz de sol hasta en las humildes tablas del Luzbel—reprueba Mónica con altivez—. Gracias a Dios, soy otra, Renato. Soy la mujer de Juan del Diablo, o de Juan de Dios como yo lo llamo. Y como soy su esposa y sé que le has acusado con crueldad, de pecados veniales, cuando él podría acusar a otros de pecados más graves, y no lo hace... Como le supongo perseguido y maltratado injustamente una vez más, no tengo más que un anhelo: estar junto a él, volar a su lado, defenderle de las acusaciones que se le hagan, luchar a su lado por su vida y por su libertad... Si de veras quieres hacer algo por mí, contrata tripulantes y déjame ir inmediatamente a donde él está...

—¡Serás complacida! —accede Renato con ofendida dignidad—. Voy a realizar esas diligencias que reclamas... Nos haremos a la mar en tu maravilloso barco, y procuraré que sea cuanto antes...

—¡Es lo único que te agradeceré con toda mi alma!

Desde la puerta, se ha vuelto Renato, ha mirado de nuevo a Mónica, sintiendo que su repentina rabia se derrite en dolor, en angustia, en la sutil amargura del fracaso, y desborda en una breve flor de ironía:

—Gracias, por recordarme una vez más que fui inoportuno y torpe... ¡A tus pies, Mónica!

—¡Cuidado, Colibrí! Ven al lado mío... quítate de en medio. Si te atrapa una de esas cajas, no vas a hacer el cuento...

—¿Qué es esto, patrón? —pregunta Segundo consternado.

—¿Que quieres que sea más que una tormenta?

Barrido por el viento, sacudido por las gigantes olas de un mar espeso, envuelto en el violento azote de un repentino temporal, cruje el Galión,estremecido desde la quilla hasta la punta del palo de mesana...

—¡Pero qué clase de temporal! Claro que peores los hemos barajado, pero no en este viejo balde de hojalata.

Segundo Duelos habla mirando a Juan, aguardando con ansia mal disimulada su opinión, su respuesta, pero el patrón del Luzbelno parece tener intención de contestarle. Visiblemente inquieto, Segundo comenta:

—¡Ya no oigo ni las máquinas de este maldito cubo! ¿Las oye usted, patrón?

—No; hace rato que pararon. Parece que estamos al garete... y también que nos hubiéramos desviado, pues si hubiésemos ido en línea recta, ya estaríamos frente a Saint-Pierre.

—¿Quiere decir que hemos perdido el rumbo? —En ese momento, un violento golpe de mar inclina el buque y, espantado, Segundo inquiere—: ¿Oyó, patrón? ¿Qué fue eso?

—La hélice fuera del agua... —explica Juan con impasible calma.

—¡Estamos al garete! ¡Podemos hundirnos...! ¿No me oye, patrón? ¡Podemos hundirnos!

—¡Ojalá! Después de todo, sería un modo como otro cualquiera de acabar...

—¡No! ¡No! —protesta Segundo espantado—. ¡Yo no soy un cobarde, usted sabe que no soy cobarde, patrón, pero no quiero morir aquí atrapado, enjaulado como una rata! ¡Si vamos a hundimos, que nos suelten al menos! ¡Abran! ¡Abran! ¡Sáquenos de esta ratonera! ¡No nos dejen morir aquí! ¡Abran!

Enloquecido por un pánico que es también desesperación y rabia, ha acudido Segundo a la puerta de la bodega empujándola, golpeándola con los pies, mientras, verde de espanto, Colibrí se abraza a Juan que, mudo e inmóvil, contempla a su compañero con amargo gesto...

Dos hombres han aparecido en la puerta... El marinero que hace las veces de guardián y un joven oficial que mira duramente a los apresados, e interpela:

—¿Quién grita aquí?

—¡Yo! ¡No queremos morir aplastados, encerrados en una ratonera!

—Perfectamente... Desátalo, llévalo arriba y ponlo a trabajar... ¿Y tú? —El oficial se ha encarado con Juan, y en el aire se cruzan, como dos aceros, las dos duras miradas—. ¿Tú no gritas? ¿No protestas? ¿No tienes miedo de morir aquí como una rata?

—No tengo miedo de nada... ¡Déjeme, si quiere!

—¡Puedo cruzarte la cara por insolente! Pero no, desátalo... Es una lástima que se pierdan esos brazos, cuando hacen tanta falta arriba. Hazlo trabajar hasta que reviente, y si se revira contra ti, dispárale, y cuida tú mismo de vigilarlo, porque me respondes con tu vida de lo que él haga...

Han caído al fin las cuerdas que sujetan a Juan. Un instante se frota los brazos entumecidos, las muñecas amoratadas. De pronto, un violento golpe de mar entra por las escotillas, bañando las bodegas... El Galiónha temblado como si fuese a partirse en dos, corren todos enloquecidos, resbalando por las estrechas escaleras de hierro, inundadas a cada golpede mar... Llevando a Colibrí como un fardo, trepa Juan el último... Ha respirado a pleno pulmón; el agua enfurecida le azota el rostro, le envuelve, le baña... Agarrado a una escotilla, puede mirar al fin sobre la cubierta barrida por las olas... El mar se hincha en marejadas como montañas, sopla el viento con furia de huracán, negro está el cielo, y apenas se ve la luz de los faroles furiosamente bamboleados...

—¡Otro hombre al agua! —grita la voz patética de un marinero—. ¡Capitán... Capitán...!

—¡El capitán está herido! —advierte el oficial. Y alzando la voz, llama—: ¡Timonel... Timonel...!

—¡Timonel al agua! —avisa una voz lejana.

Juan ha avanzado arrastrándose entre la furia de los elementos, agarrándose a los salientes, a los cables, a las tablas, protegiendo al muchacho que tiembla abrazado a él, resistiendo el azote de las olas que a cada instante amenazan con arrastrarle... Guiado por un instinto más fuerte que su voluntad, ha llegado hasta el puente de mando... Un hombre, con la cabeza rota, yace al pie del timón cuya rueda gira al garete... El oficial se inclina sobre el herido, y luego se alza mirando al hombre que acaba de llegar, para preguntarle:

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