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—¡Ella no es capaz de decir la verdad! —estalla Mónica sin poderse contener—. ¡Es una hipócrita, una embustera, una infame! ¡Es la más vil y más cobarde...!

—Es quizá todo eso, pero me ha dicho la verdad... la verdad que te limpia y te salva, mientras a ella la obliga a bajar la cabeza frente a ti y frente a mi mismo. Porque comprenderás que no puedo verla igual, que no puedo apreciarla igual, y ella lo sabe. Mi ilusión por ella ha muerto, mi fe en la diafanidad de su alma se ha roto en pedazos aunque va a darme un hijo...

Mónica se ha mordido la lengua, se ha mordido los labios, ha callado destrozándose, como si para callar tuviese que clavarse las uñas en la conciencia y en las entrañas... pero ha callado... Ha callado detenida por el impacto de aquella palabra... Ha callado, trémula ante aquella otra vida que se anuncia, y ha vuelto a caer cubriéndose el rostro con las manos. Quiere oír hasta el final lo que sabe Renato, pues esté bien segura de que Aimée sólo habló a medias. A fuerza de sufrir, ya casi no puede pensar, y oye, como a través de muchos velos, aquellas palabras de Renato, que le suenan estúpidas, ingenuas, trágicamente ridículas, en la emoción de aquella alma otra vez engañada. Y al fin, apremia:

—¡Habla, Renato, habla! ¿Qué te ha dicho Aimée?

—No repetiré cosas que sabes, cosas que yo había olvidado... He sido torpe y ciego, pero quiero que sepas que durante las horas de este viaje, con la mirada fija en las estrellas, no pensé sino en ti, con el alma desgarrada por el dolor del mal que te había hecho... Que me perdone tu pudor de mujer honesta, de mujer dignísima, de mujer inmaculada... Tu hermana me lo contó todo: sus celos, su miedo, la forma infantil pero infame, inconsciente pero baja, con que urdió alrededor tuyo los supuestos amores de Juan del Diablo... Cómo ilusionó a esa pobre bestia...

—¡No hables así de Juan! —se enardece Mónica ante el procaz insulto—. ¡No sabes lo que dices! ¡Cállate!

—Tienes derecho a enfurecerte, a insultarme... Tienes hasta el deber de defenderlo, ya que por mi culpa, por mi enorme culpa, y por la culpa lamentable de Aimée, ese hombre es tu marido, es tu esposo ante Dios y ante los hombres, es tu dueño y compañero del alma... Para romper el lazo que te ata a Juan sería necesario que el matrimonio no se hubiera realizado...

—¡Calla! ¡Calla!—se desespera Mónica.

—Perdóname, pero es indispensable que yo lo sepa... ¿Pudiste resistir? Para poder librarte de él...

. —¡No tienes que librarme! ¡No tienes que meterte en mi vida! ¡No tienes que hacer nada! ¡Devuélveme a Juan, Renato, devuélveme a Juan!

Grito del corazón, estallido del alma, torrente salvaje de un sentimiento real, oculto aun para ella misma, son aquellas palabras que han brotado de los labios de Mónica, y un instante, Renato D'Autremont retrocede desconcertado, para serenarse casi en seguida creyendo comprender...

—Tal vez no tengo ya derecho a pedirte que confíes en mí, pero de todos modos, por tu propio bien, te pido que lo hagas. Todo cuanto he hecho es por ti, para ti, para librarte, para librarte, para rescatarte... Que no te ciegue el rencor en este momento...

—No es rencor, estás completamente equivocado... Pero Juan no es el hombre que imaginas. Además, es mi esposo y no hay nada más que averiguar...

—¿Estás tratando de decirme que tienes por él el sentimiento normal de una esposa?

—¡No estoy tratando de decirte sino qué nos dejes en paz!

—Tendría gracia si fuese verdad —apostilla Renato con cierta amargura; pero reaccionando de inmediato, rechaza—: No, Mónica, no puedes engañarme... Aimée me dijo la verdad... la verdad que tú no has negado: Juan del Diablo no era para ti más que un extraño. Ahora, tu herida es demasiado profunda, lo sé, y tú eres de madera heroica. De otro modo, no hubieras resistido ni por amor a tu hermana ni por amor a mí...

—¡No hables más de eso! —repudia Mónica con ira.

—También comprendo que tu amor haya adquirido tintes de odio. Hemos sido inhumanos, pero, ¿por qué accediste a esa boda? ¡Ninguna mujer en el mundo hubiera soportado tanto! ¿Cómo es posible que llegaras...?

—Ibas a matar a Juan ,a mi hermana... Tus razones eran a filo de cuchillo...

—¡Yo no quería sino arrancar la verdad a quien la supiera! ¿Por qué no hablaste? Procedí como un loco, pero fue porque las circunstancias me enloquecieron. Cuando te vi aceptar a Juan, tuve que pensar que lo amabas, que lo habías amado o que habías cometido un pecado de amor, y, en ese caso, tal vez no era yo el que podía imponerte el castigo de ese matrimonio desigual, pero era justo... Al menos, comprende mi buena intención, no te revuelvas contra mí de esa manera...

—Bueno, pero, en realidad, no respondes jamás a mi pregunta: ¿dónde está Juan?

—Ven aquí, a esta ventana. Mira allá, en el puerto, en el mar, cerca del Fuerte... ¿Qué ves?

—Un guardacostas... Un guardacostas con la bandera de Francia...

—El Galión,primer centinela de las costas de la Martinica para combatir el contrabando y otras actividades en las que Juan no tiene muy limpias las manos... Son pecados veniales, pero de ellos tuve que valerme... Ahí está Juan...

—¿En el Galión?¿Detenido? ¿Preso?

—Reclamado por el Gobernador de la Martinica para ir a Saint-Pierre a dar cuenta de varias acusaciones por las que se pidió su extradición al Gobierno Colonial Británico de la Dominica...

—¿Lo has denunciado tú... tú...? ¿Lo has acusado de...?

—De lo único que podía acusarlo. Hice lo posible y lo imposible por rescatarte cuando supe la verdad, agravada por la circunstancia de una enfermedad que, según cierto doctor Faber, estabas sufriendo...

—Renato, ese barco se va... ¡Se va llevándose a Juan! —se angustia Mónica.

—Naturalmente. A Juan y a todos los tripulantes de su barco...

—¡Pero eso no es posible! ¡A él le llevan allá, y yo... yo...!

—Nosotros saldremos mañana o pasado, en un barco que reúna para ti las comodidades necesarias.

—¡Oh, no, no! ¿Sin verle? ¿Sin hablarle? ¡Haz que detengan ese barco! ¡Salgamos nosotros también inmediatamente!

—Inmediatamente no es posible. Te dije mañana o pasado, porque es cuando se espera aquí un barco de pasajeros y...

—El Luzbelestá listo.

—Ya veo que eres implacable. En fin, si te empeñas regresaremos en el Luzbeltan pronto como consiga tripulación con qué hacerlo a la mar.

—¿Dónde están los muchachos de Juan? Segundo puede guiarlo... y Colibrí... ¿Por qué me le arrancaron de las manos? ¿Por qué permitiste que esos hombres se lo llevaran?

—No le han hecho nada. La tripulación entera del Luzbelha sido apresada y viaja con su patrón en el guardacostas que viste alejarse. El niño era grumete del Luzbel,y a peores cosas estará acostumbrado. No vas a decirme que siendo sirviente de Juan...

—Juan es bondadoso con ese niño, generoso y humano con cuantos dependen de él —defiende Mónica vivamente—. En el Luzbelno he presenciado una sola crueldad, mientras que en tus tierras de Campo Real... Mejor es que me calle, Renato, pero, en realidad, tú no sabes nada, no puedes comprender nada... Quién es Juan... cómo es Juan...

—Admirable, ¿verdad? —apunta Renato con fina ironía.

—Sí. Aunque no puedas creerlo, aunque no quieras comprenderlo, has dicho la palabra justa: admirable...

—No te conocía como actriz, Mónica. Encuentro muy sutil y muy femenina tu forma de venganza. Tu apología de las virtudes de ese canalla, de ese salvaje...

—¡Juan no es un canalla ni un salvaje! —se encrespa Mónica francamente airada—, ¡Juan es el mejor hombre que he conocido!

—Mónica, ¿hasta dónde vas a llegar? Entiendo que debes estar loca, trastornada. Eres otra, sí... eres otra, de pies a cabeza has cambiado. Todo ha cambiado en ti, hasta ese traje de colorines, absurdo, impropio en una mujer de tu linaje, aun cuando con él te veas hermosa, como si con tu desdén y tu belleza quisieras castigarme. Hazlo, puedes hacerlo. ¡Lo merezco por no haber comprendido tu amor, por no haberte sabido amar!

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