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—Segundo, ¿eres tú?

—Sí, patrón. Nos pescaron a todos. A usted en la Capitanía General. A nosotros, allí mismo, en la taberna del Gascón, nos echaron el guante...

—Y ahora, ¿dónde estamos?

—En la cala del Galión...

—¿El Galión?Pero, ¿por qué estamos en el Galión?

—Parece que lo mandaron a buscarnos desde Saint-Pierre, y bien cargado de polizontes...

—¿Dónde están los demás?

—En otra bodega, digo yo que estarán... A usted y a mí, como nos resistimos...

—¡A mí no me dieron tiempo de nada: ni de resistirme! Pero si están todos aquí, ¿qué es del Luzbel!¿Que es de Mónica? ¡Ah, canallas!

—Por la señora Mónica no pase usted cuidado... A ella no va a pasarle nada...

—¿Cómo? ¿Qué sabes, imbécil? ¡Buenos son éstos! ¡Tengo que gritar, que protestar, tengo que saber a dónde han llevado a Mónica! ¡Si creen que van a poder tratarla como a una mujer cualquiera...!

—En el Galiónha llegado uno que ya les dirá cómo tienen que tratarla: don Renato D'Autremont y Valois... Mientras nos traían, oí decir que ese señorón era su cuñado...

Juan se ha puesto de pie con esfuerzo gigante, a pesar de sus ligaduras. La cuerda que ataba sus pies ha saltado, dejando en los tobillos su huella cárdena. Agitando la cabeza como un tigre, se yergue y balbucea fuera de sí:

—¿Renato? ¡Malhaya! ¿Ha sido Renato quien...?

—Yo no digo que fuera don Renato... Digo que él llegó en este guardacostas, y que iba para el Luzbelcuando nos echaron la zarpa...

—¡Yo sí sé! ¡Ha sido él... él...!

—¡Llegan, patrón! —advierte Segundo—. ¡Cuidado! En efecto, hay un rumor de pasos tras la puerta, que es abierta de pronto, y alguien empuja violentamente un pequeño cuerpo que Juan reconoce de inmediato y que le obliga a exclamar imperioso, una vez que la pesada puerta de hierro ha vuelto a cerrarse:

—Colibrí, ¿dónde está tu ama? ¿Dónde está?

—Quedó en el barco, patrón... Quedó con el señor Renato...

—¿Con el señor Renato?

—Llegó cuando el ama estaba discutiendo con los soldados... Llegó corriendo y se abrazaron...

—¡Se abrazaron! —repite Juan mordiendo las palabras.

—Sí, patrón. Él dijo: "Al fin, mi pobre Mónica", Y ella se le abrazó llorando...

—¡No! ¡No puede ser! —rechaza Juan como si le desgarrasen el alma.

—Ya le dije, patrón —comenta Segundo con amarga calma—. Por el ama no pase usted cuidado... A ella no van a maltratarla...

—¿Quieres acabar de explicarme, Renato, por qué has hecho esto? ¿Qué significa? ¿Dónde está Juan?

—Mónica querida, un momento... Te lo explicaré todo, pero cálmate...

—¡No puedo más! Llevas horas sin acabar de hablarme claro. Cien veces te he pedido que me expliques. Dijiste que eras tú quien había hecho esto. ¿Por qué? ¡Quiero saber por qué lo has hecho! ¡Quiero saber por qué me has traído aquí! Y sobre todo, ¡quiero saber dónde está Juan! ¿Quieres acabar de explicármelo?

—Te lo explicaré todo, pero déjame hablar. No puedo responderte a diez preguntas al mismo tiempo. ¿Quieres sentarte y escucharme?

Mónica se ha mordido los labios, suspira, y un instante calla. Están en una amplia habitación de paredes encaladas, rejas; de labrada madera y brillantes pisos de ladrillo rojo... Es una casa aislada entre jardines, en las afueras de Rosean, maciza construcción que se empina, como tantas otras, en las estribaciones de la montaña, y desde cuyas ventanas abiertas se divisa el magnífico espectáculo del puerto, la bahía y el mar...

—¿Te has propuesto enloquecerme, Renato?

—Me he propuesto, enloquecido, remediar las consecuencias de mi pecado de incomprensión, de egoísmo, de ira, de crueldad... Es curioso y lamentable... Yo, que no me creía capaz de ser cruel, he sido despiadado, y lo he sido contigo, mi pobre Mónica...

—Si no me hablas más claro... —se impacienta Mónica.

—Lo que te estoy diciendo es diáfano. Ya sé que pretenderás no entenderme, que mentirás y fingirás heroicamente, como hasta ahora lo hiciste. Ya sé que sostendrás la farsa y que tomarás, a cuenta de ella, la defensa desesperada de Juan del Diablo. Ya sé que tienes madera de santa o de mártir...

—Te equivocas totalmente, Renato. Yo... yo...

—Tú has sido la víctima inocente. Yo cometí el crimen de arrojarte en los brazos de Juan; pero yo, yo solo, contra ti misma si es preciso, te libraré de ese canalla...

Renato ha hablado, temblando la pasión en su voz, aun cuando su mirada azul sea límpida y suave. Ha querido en un momento arrancarla de aquel ambiente para él horrible, empezar la obra de reparación de su mal; pero Mónica le rechaza, relampagueantes de ira los ojos:

—¡Juan no es un canalla! ¡Ni tú ni nadie dirá de él una cosa semejante delante de mí! ¿Dónde está y qué le han hecho?

—No corre ningún riesgo ni se le ha hecho aún ningún mal. Por otra parte, quiero empezar por decirte que te excuso, del esfuerzo de representar el papel de esposa preocupada...

—¡No estoy representando ningún papel! ¡No tengo ninguna queja de Juan!

—Si pudiera creer que dices la verdad, creo que le daría las gradas a Dios por haberme escuchado. ¡No sabes cómo he rogado desde el fondo de mi alma, qué horas de angustia he vivido desde que supe la verdad! Sí, Mónica... Aimée me dijo al fin toda la verdad...

—¡Jesús! ¡Pero tú... tú...! ¿Has tenido calma? —se sorprende Mónica, desplomándose anonadada en la cercana butaca.

—Mi dolor y mi desilusión han hallado la serenidad necesaria... Y no es mérito... Había sufrido tanto, había llegado a imaginar lo peor con tanta fuerza, con tan vivos colores creía tener entre las manos el horror de un engaño... De un engaño de otra índole, compréndeme. Sí, Mónica, he estado loco, ciego, desesperado... Sólo demente pude creer que tú, tan pura, tan altiva, habías sido capaz de entregarte así... Perdóname, Mónica, he sido un insensato... Si te acosé, si me revolví contra ti sin piedad, si me convertí en una fiera ,fue porque creí que Aimée era la culpable... la única culpable...

—Pero, Renato... —intenta protestar Mónica totalmente confusa.

—Y no culpable como es, en realidad, de un pecado de egoísmo, de ligereza imperdonable... No culpable como lo ha sido... como una niña demasiado mimada, capaz de arrojar sobre ti el fardo de todas las responsabilidades, sino culpable de otro, como una verdadera mujer adúltera y liviana... Sufría tanto yo mismo, que me era imposible medir el sufrimiento de los demás. Por eso te precipité al abismo, por eso te arrojé en brazos de ese salvaje...

—¡Óyeme, Renato! —trata de detener Mónica aquel torrente de explicaciones que todavía no alcanza a comprender en su verdadero sentido.

—Te oiré en seguida, pero déjame acabar. Fui más que injusto, llegué a ser inhumano. Y contigo... contigo, que es lo que me duele más hondo, que es lo que me reprocho más... Contigo, para quien sólo debiera yo tener gratitud, reverencia... ¡Oh!, no diré ninguna palabra que no debas escuchar; pero lo sé todo y no quiero ni debo ocultártelo. Lo sé todo, y me pondría de rodillas para pedirte que no te avergonzaras, porque el amor no puede avergonzar a nadie, y no ha habido sobre mi vida nada más hermoso que ese amor que tú supiste darme...

—¡Calla, Renato, calla...!

Se ha levantado, encendidas las mejillas, trémulos los labios, sintiendo que la tierra vacila bajo sus pies, que giran las paredes mientras golpea en sus sienes la sangre. Es una indescriptible mezcla de horror, de vergüenza, de angustia... un ansia de morir para luego resucitar sin aquel pasado, mientras él sonríe como si recogiese una flor:

—Gracias, Mónica... Gracias y perdón... Son las dos únicas palabras que frente a ti debo pronunciar...

—¡Aimée... Aimée... Aimée te ha dicho...! —tartamudea Mónica como obsesionada.

—Me ha dicho toda la verdad, ya te lo dije antes...

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