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—¡Cállate! En Portsmouth, Segundo echó una carta. Me dijo que era para su hermana...

Ha mirado a todas partes, transfigurado el rostro de rabia, amarga la boca de desconfianza, y acaba de salvar la estrecha callejuela marchando con paso incierto de sonámbulo.

—¡Mi amo... mi amo, no se ponga bravo! Yo no sé nada... de veras que yo no sé nada. Pregúntele a ella, patrón... seguro que le dice la verdad. El ama es más buena que el pan...

Bruscamente se ha detenido Juan... Otra vez aquel chispazo de vida y de esperanza se enciende en su imaginación exaltada. Sí... ella es buena, es sincera, es generosa, es leal... y acaso le ama. Recuerda su mirada, su sonrisa, las palabras en las que su voz ha temblado, su muda emoción ante la belleza del paisaje, el lento renacer a la vida... Poco a poco su amargura repentina se calma.

—Tal vez tengas razón. No puedo juzgar sin haberle preguntado. Le hablaré más tarde... Hemos de ir a la Capitanía General. Tengo que ocuparme de la carga, de veinte cosas más, que no son caprichos ni cartas de mujeres. ¡Anda, vamos!

Juan y Colibrí han llegado a la Capitanía y un oficial se les acerca, preguntando:

—¿Es usted el patrón del Luzbel!

—Para servirle, oficial.

—Pase, pase al despacho. Precisamente lo estábamos esperando. Adelante...

Con gesto de extrañeza ha cruzado Juan el umbral de aquel despacho. Frente al ancho escritorio hay cuatro soldados guardando las puertas laterales, un escribiente, un edecán, y el oficial que, poniéndose tras él, le cierra el paso.

—¿Qué ocurre? Aquí está la matrícula de mi barco. Tengo en orden todos mis papeles. Traigo carga de Portsmouth y...

—¡Queda usted detenido en nombre del Gobierno de Francia!

Como el potente tigre de la selva que se revuelve al caer en las mallas de la trampa, como la fiera que lanza su rugido al caer atrapada, ha dado un salto Juan, enfrentándose al oficial que acaba de hablarle. Pero también éste se ha apartado de un salto, brilla un arma en su mano, y los cuatro soldados avanzan, amenazándolo con la negra boca de sus fusiles, al tiempo que el oficial ordena:

—¡Quieto! ¡Quieto! ¡No se mueva! ¡Levante las manos, o disparo!

—¡Al que me toque le cuesta la vida!! —se revuelve Juan enfurecido; pero uno de los soldados, con un rápido movimiento, le ha asestado un golpe traidor que lo hace derrumbarse al suelo.

—¡Amarradle! ¡Esposadle! —ordena el oficial—. El parte dice bien claro que es hombre muy peligroso. ¡Pronto, la cuerda! ¡Codo con codo... las manos a la espalda... y que se las entiendan con él sus paisanos!

11

TEMBLÁNDOLE EL ALMA, como si no le fuese posible asimilar la horrible verdad, trémula y espantada como si escuchase el relato de una pesadilla, ha oído Mónica las palabras del pequeño Colibrí, sola con él en la cubierta de la goleta abandonada...

—¡No puede ser! ¡No puede ser! ¿Qué había hecho él? ¿Qué pasó antes?

—Nada, mi ama, nada. Iba con sus papeles para cobrar la carga y luego comprar una cosa que quería comprar... Pisó el portal y lo metieron adentro, y a mí me cerraron la puerta en la cara y me echaron a patadas, mi ama .Pero no me fui y oí gritar al amo: "Al que me toque le cuesta la vida". Casi seguro que le dieron un golpe en la cabeza, por detrás, porque ya no dijo nada más, y cuando lo sacaron por la otra puerta iba como desmayado. Yo quise ir corriendo, pero un soldado me dio aquí con el arma larga... Aquí, patrona, mire...

No, no es una pesadilla, no es un sueño... Colibrí le ha mostrado las huellas de un golpe brutal, unas manchas de sangre sobre su camisa blanca, y las pequeñas manos negras se juntan temblando, mientras parecen pedirle auxilio los grandes e ingenuos ojos espantados:

—¡Hay que hacer algo, mi ama!

—¡Naturalmente que hay que hacer algo! ¿Dónde están los demás? Segundo, Martín, Julián... ¿Dónde están? ¿Dónde estaban?

—En la taberna, mi ama. Todos tienen miedo de caer en chirona... Allí no le dan a los pobres sino calabozo y palos... Todos van a esconderse... Pero usted, usted y yo, que no tengo miedo de nada, aunque me maten...

—¡Pues ven conmigo!

—¡A donde usted me mande! Al pie de la escala está el bote. Seguro que a usted la tienen que dejar entrar... Seguro que a usted tienen que decirle... ¡Ay patrona...!

—¿Qué pasa?

Han corrido juntos a la borda. Cuatro botes, cargados de soldados, llegan, desparramándose como para rodear al Luzbel...El más grande se ha detenido bajo la misma escala. No lleva, como los otros, soldados coloniales ingleses, sino marinos del guardacostas, y ondea en su popa la bandera de Francia...

—¡Pronto... arriba! —ordena la voz autoritaria del oficial—, Aseguren el ancla. Tomen inmediatamente posesión de la goleta... ¡Echen mano a todos los tripulantes! ¡Que no escape nadie!

—¡Un momento, señor oficial —Mónica ha avanzado, encendida de una ira repentina, de una violenta indignación que le arde en la sangre—, ¿Qué significa esto?

—¡Caramba! —exclama el oficial, contemplándola con mirada sorprendida, en la que arde una especie de franca admiración— ¿Es usted la mujer de Juan del Diablo?

—¡Soy la esposa de Juan de Dios, patrón y dueño de esta goleta! Sé que le han detenido y apresado sin provocación ninguna de su parte, y ahora...

—¡Pongan mano en todo con cuidado, muchachos! ¡Miren si no hay en la bodega explosivos o armas! —recomienda el oficial, soslayando la protesta de Mónica. Y dirigiéndose luego a ésta, le explica—: Son las precauciones de costumbre, señora. Soy responsable de la vida de mis soldados...

—¿De quién viene la orden de apresar a Juan y apoderarse de su barco? —trata de saber Mónica—, ¿Qué ha hecho para...?

—Lo que ha hecho no lo sé ni me importa —la interrumpe altanero el oficial. Y dirigiéndose de nuevo a sus subalternos, ordena—: ¡Detengan a todo tripulante... amarren codo con codo al que se resista! Llévense al muchacho ése...

—¡Dios libre a nadie de tocar a este niño! —salta Mónica furiosa.

—¡Basta ya! Todo el mundo va detenido, y usted también, señora de Dios, o del Diablo, que a mí no me interesa cómo se llame.

—¡Tal vez debía interesarle por el honor de su uniforme! —rebate Mónica con la mayor dignidad.

—¡Mónica! ¡Mónica... mi pobre Mónica...!

—¡Renato...! —exclama Mónica en el colmo de la sorpresa. Sí, es Renato D'Autremont el que acaba de aparecer, salvando de un salto la borda del Luzbel,corriendo hacia Mónica, estrechándola entre sus brazos, y por un instante apoya ella la cabeza en aquel pecho, aceptando la protección, el cálido halago de aquella amistad inesperada... A una imperiosa seña del joven oficial, un soldado arrastra a Colibrí, que mudo de asombro no acierta a gritar, pero la actitud de Mónica sólo dura un instante. Rechazando los brazos de Renato, se yergue desafiadora y decidida:

—¿Qué es esto? ¿Qué significa este horror, este atropello?

—Te suplico que te calmes, Mónica. No está pasando nada, no va a pasar nada...

—¿Cómo que no pasa nada? ¡Este asalto al barco...! Han detenido a Juan... Debe haber una equivocación horrible... ¿Quién ha hecho esto?

—Yo... —confiesa Renato con serenidad.

—¿Tú... tú? —se sorprende Mónica llena de indignación—. ¡No puede ser! ¡Tienes que estar loco! ¿Qué han hecho de Juan? ¿Dónde está Juan?

—Ven conmigo. Lo sabrás todo con tiempo y con calma. ¡Juan está donde debe estar!

—Patrón... Patrón... ¿Cómo se siente? ¿Cómo está? Poco a poco, volviendo con esfuerzo del profundo y doloroso letargo, abre Juan los ojos tratando de mirar en la oscuridad que le rodea. Es casi completa en aquella especie de cueva, apenas ventilada por un pequeño ojo de buey, redondo y alto. El suelo es húmedo y viscoso, de las paredes cuelgan cadenas herrumbrosas, mazos de cuerdas, y se amontonan en los rincones los desechos de la carga. El aire es fétido y espeso, cargado de salitre y de moho...

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