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—Hablemos seriamente, Renato. ¿Qué se ha propuesto? ¿Qué ha venido a hacer a Saint-Pierre? ¿Con qué relaciona la noticia de que el Luzbelestá en la Dominica y haya tomado carga para un puerto o para otro?

—El Luzbelserá detenido apenas fondee frente a Roseau, y su patrón apresado en nombre de las leyes de Francia. Puede volver a Campo Real y decírselo a mi madre: voy a rescatar a Mónica cueste lo que cueste y pase lo que pase...

—¿Rescatar a Mónica? Entonces, ¿es verdad lo que me han informado? Usted retiró su fianza a Juan y encabezó una acusación en forma contra él...

No me quedó otro camino para que el Gobernador consintiera en pedirlo, por extradición, como fugitivo bajo proceso...

—¡Pero lo traerán preso, se incautarán del barco... ¡Un momento... un momento, porque a veces me parece que yo también estoy trastornado... Cuando Juan llegó de su último viaje, traía suficiente dinero para pagarle a usted... es más, me aseguró que lo haría, y tengo entendido que, por lo menos, trató de hacerlo... Y hasta juraría haber visto una bolsa con monedas sobre la mesa de su despacho... Eso es... la recogí yo mismo... la guardé en la caja principal... ¡Juan cumplió fielmente sus compromisos!

—No puede probarlo —rechaza Renato con dureza—. Y, además, no es su dinero lo que persigo...

—Ya lo sé, ya lo sé... Pero acusarlo de esa manera, hacerlo volver así, es, por dura que sea la palabra, una infamia... ¡Una infamia!

—¡Peores ha cometido Juan del Diablo! —se revuelve iracundo Renato—. Cualquier camino es bueno cuando nos lleva a donde hay que llegar a toda costa. ¿No comprende, Noel? Mónica es inocente, no tiene nada que reprocharse... Yo tengo que detener ese barco, tengo que arrancarla de las manos del bárbaro a quien la entregué, loco de celos, ciego de desesperación y de rabia, sin más derecho que el que me daba mi cólera...

—¿Y quién le dijo a usted...?

—Quien lo sabe mejor que nadie... ¡Las diez! Es la hora que esperaba... El Gobernador está aguardándome para combinar los últimos detalles... Tengo que dejarle, Noel, y me parece muy buena hora para que tome su coche si quiere regresar esta misma noche a Campo Real... No se quede en Saint-Pierre... Serán inútiles sus esfuerzos por defender a Juan del Diablo...

—¿Llegó la comprobación, Gobernador?

—Puede leer por sí mismo el cablegrama, amigo D'Autremont. La goleta Luzbeltomó carga de ron, cacao y carne salada en Portsmouth, parte para el puerto de San José, y otra para Roseau, donde ya las autoridades están avisadas. Como primera formalidad debe llevar a la Capitanía del Puerto la matrícula del barco para poder desembarcar la carne, y en ese momento será detenido.

—Bien; sólo me resta aclara un punto que quedó pendiente esta tarde: la suerte que correrá en todo esto Mónica de Molnar.

—Bueno, legalmente es la esposa del patrón apresado. De todos modos, confío en que las autoridades inglesas de Dominica no olviden la caballerosidad. Todo depende de la actitud que ella adopte...

—Su actitud sólo puede ser la de una prisionera rescatada.

—Tengo mis dudas, mientras más leo y releo la carta de ese doctor Faber...

—Muy respetable la opinión de Faber, y la suya propia, Gobernador, pero perdóneme que me atenga sólo a mis propias seguridades. ¿Cuándo saldrá el guardacosta?

—Dentro de veinte minutos exactos. Mi coche aguarda abajo. Tal como le prometí, le haré conducir a usted a los muelles con las facilidades de hablar con el capitán...

—No deseo sino una facilidad, Gobernador: ir yo en ese barco.

—¿Usted? ¿Usted personalmente? —se sorprende el Gobernador—. Ningún civil debe viajar en un barco de guerra...

—Se lo pido como un gran favor. Son circunstancias muy especiales...

—Por ellas me será preciso complacerle, plegándome a su voluntad en absoluto. Le extenderé un salvoconducto. Una vez más le recomiendo prudencia y sangre fría. Los últimos informes que me han dado de Juan del Diablo, le acreditan como hombre muy peligroso.

—¡Una razón más para que no me detenga nada, Gobernador!

El Luzbelestá anclado frente a la villa inglesa de Portsmouth, un semicírculo de pequeñas casas multicolores, extendidas a lo largo de la abierta bahía de Príncipe Ruperto. Son las primeras horas de una noche estrellada, y, arrimadas al costado de la goleta, tres barcazas vierten su carga en el casco fino, fuerte y estrecho, de aquel barco bohemio y pirata que, por una vez, cumple la misión para la que ha sido matriculado.

—¿Todo en orden, Segundo?

—Todo en orden, patrón. La carga está en la bodega, perfectamente resguardada...

Juan se ha alejado con firme paso, y Segundo lo observa curioso, viéndolo detenerse un instante frente a la cerrada puerta de la cabina. Ahí está ella, tras aquella débil barrera de tablas, indefensa, suya, puesta en sus manos por las leyes y la sociedad, dócil y blanda en aquella vida nueva y extraña. Piensa Juan que acaso Mónica de Molnar no le rechace ahora, piensa que acaso en ella también toda ha cambiado... Pero es sólo un chispazo de luz entre las sombras, y muy despacio vuelve la vista para quedarse mirando a aquellas estrellas que se reflejan en el agua, tan altas, tan puras, tan lejanas como aquélla con quien sin querer las compara, y musita:

—¡No... no es mía... no lo será jamás...!

—Soy suya... suya para siempre...

Estremecida, temblorosa, exaltada, Mónica ha dejado escapar estas palabras que ante su propia conciencia desnudan la verdad de su alma. Durante largo rato ha mirado también aquella débil puerta, con el temor y el ansia de que se abra, con la esperanza inconfesable de que tras ella aguarde Juan... En ella chocan los pensamientos; contra ella van a estrellarse, tras la búsqueda inútil de sus almas perdidas. Bastarían unos pasos, una palabra, un desnudarse el corazón sin rubor... Pero ninguno de los dos da aquellos pasos, ninguno de ellos pronuncia aquella palabra, y, como Juan, ella ha vuelto la espalda, ha apoyado la frente atormentada en el redondo cerco de las estrechas ventanillas marineras, ha mirado el temblor de las estrellas sobre el mar... Si él la mirase de otro modo, si llegase hasta ella tierno o apasionado, si pudiera pronunciar en su oído aquel nombre que inútilmente repiten sus labios:

—Juan... Juan... ¡Si tú me amaras...!

—¿A buscar a Mónica? ¿Personalmente a buscar a Mónica? Pero; ¿está usted seguro, Noel?

—Con estos ojos lo vi abordar el barco. Él había rechazado mi compañía, ordenándome que regresara, sin ocuparme más de sus asuntos, cosa que, como usted comprenderá, no me fue posible hacer... Fui con él hasta la casa del Gobernador, le aguardé en la antesala, seguí después el coche que lo condujo hasta los muelles, lo vi embarcar en el guardacostas y me informé con plenitud de las diligencias hechas y de la absoluta cooperación del Gobernador. Renato logró lo que a ustedes se les había negado, y aun más: la orden de extradición inmediata...

Sofía D'Autremont se ha pasado por las sienes el pañuelo de encajes y extiende la mano para tomar el frasco de sales que, silenciosa y diligente, acaba Yanina de proporcionarle. Media ya la cálida mañana de Mayo cuando, con aire consternado, hace su relato el viejo notario:

—Dijo que su cuñada era totalmente inocente y que tenía que arrancarla, a costa de lo que fuese, de las manos de aquel bárbaro a quien en un momento de locura y de celos la había entregado...

—¿Inocente? ¿Totalmente inocente? ¿Con quién habló mi hijo antes de tomar esa resolución? ¿Qué han podido decirle? ¿Y cómo, cuándo? ¿Quién? Yanina, ¿con quién habló mi hijo ayer por la tarde? ¿Puedes decírmelo?

—Habló con la señora Aimée, doña Sofía, durante largo rato... Hablaron mucho en el pasillo del frente. El señor Renato miraba con impaciencia hacia el camino, sin duda esperando verla regresar a usted. Al final, la conversación pareció adquirir un tono violento...

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