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—Mónica, mira allá. ¿Qué ves?

—¡Tierra! ¡Otra isla...!

—La más bella de todas. ¿Quieres guiar hasta allá tú misma al Luzbel? Ven acá. Toma el timón. No pierdas de vista las velas. Mantén el rumbo. Media vuelta a estribor... Bien... Ya vamos enderezando. Mañana anclaremos en la Bahía del Príncipe Ruperto, y tú misma mandarás echar el ancla...

Mónica ha entornado los párpados y tiemblan las manos blancas sobre la rueda del timón, mientras Juan sonríe de un modo extraño, cuando indaga:

—¿Qué te pasa? ¿Piensas que dejé atrás a Guadalupe y María Galante para no volver a ver a tu doctor Faber?

—No pienso nada...

—Pues piénsalo si te da la gana. No quise volver a verlo... Me es profundamente antipático. Es natural que tú no compartas mis sentimientos...

—Creo que me salvó la vida. Por ingrata que sea, no puedo olvidarlo...

—Eres dueña de sentir por él toda la gratitud que quieras; pero yo, en tu lugar, no sentiría tanta... Al fin y al cabo, te hizo más mal que bien...

—En eso no creo que es usted justo, Juan.

—Tal vez no sea justo en nada, pero me guío por el instinto... y ese doctor Faber... ese doctor Faber... Por culpa de él tomé una resolución definitiva... ¡No echaremos el ancla en ningún puerto francés! —Bruscamente ha expresado Juan su pensamiento, y, alejándose un poco, llama alzando la voz—: ¡Segundo... Segundo... Hazte cargo del barco...

Se ha alejado con aire tan sombrío, que Mónica le sigue con ojos angustiados, soltando con viveza el timón que aún sostiene, cuando la juvenil figura de Segundo Duelos llega hasta ella con paso apresurado:

—¿Se sintió mal, patrona? ¿Qué le pasa? Usted está triste, y estaba tan contenta en días pasados...

—Sí, Segundo, pero hay aires que sólo de acercarse a ellos, hacen daño...

Segundo ha mirado a todas partes, ha seguido después la figura alta y recia que se aleja a lo largo de la cubierta, para detenerse en la misma proa, contra un mástil, cruzados los brazos, y comenta como al azar:

—El patrón tiene miedo de tocar tierra francesa, y es natural. Si yo estuviera en su lugar, también tendría miedo de perderla... Perdóneme... Quiero decir que tendría miedo de perderla, pero que no la retendría contra su voluntad... ¡Oh, dispénseme!

Se ha mordido los labios, ha esquivado la mirada de angustia con que Mónica pretende asomarse a su pensamiento, pero ella se aproxima más, encendidas ya sus ansias de saber:

—Segundo, ¿fue usted quien le dio el aviso que nos hizo huir de María Galante?

—Sí, patrona, fui yo. Lo siento si hice mal, pero como segundo del Luzbel...

—Cumplió con su deber, ya lo sé. Pero tanto usted como él se equivocaron... El doctor Faber no iba a hacer nada malo contra el Luzbel... Yo sólo le pedí que escribiese una carta a mi madre para darle tranquilidad sobre el estado de mi salud. ¿Comprende?

—¿Sólo eso? ¿Y el patrón lo sabe?

—Es difícil para mí hablar con Juan de ciertas cosas... No quiero disgustarlo...

—¡Él ha cambiado! Es otro hombre desde que está usted en el barco, patrona... Pero sin disgustarlo, si usted todavía quiere mandarle una carta a su señora madre, cuente con Segundo Duelos para ponerla en el correo...

—¿Serías capaz...?

—Pues, claro. Y no es por alabarme, pues cualquiera de los muchachos harían lo mismo. Damos la vida por Juan, pero tratándose de usted... —Se ha interrumpido para quedarse mirándola, como en breve lucha con su conciencia. Al fin, se inclina para hablarle muy bajo—: El amo es desconfiado... Lo traicionaron todos desde que era niño, y ve traiciones hasta donde no las hay. Yo sé que usted es muy buena, patrona, que no va a hacerle ningún daño... Y si esta noche escribe una carta para su señora madre, mañana la pongo yo en el correo de Portsmouth. ¿Quiere escribirla? ¿Quiere dármela?

—No sé todavía —duda Mónica; pero al fin parece reaccionar bruscamente—: Está bien. Segundo, confiaré en su promesa... Escribiré esa carta a mi madre...

Y dejando a Segundo con las manos sobre el timón, se dirige hacia la cabina del barco, donde, apenas traspuesto el umbral, divisa a Colibrí y le interpela cariñosamente:

—¿Cómo estabas aquí? ¿Qué haces?

—Esperarla, mi ama...

El niño negro, a flor de labios la sonrisa blanca, responde a la pregunta de Mónica ladeando levemente la rizada cabeza... Lleva mucho rato aguardando en el centro de aquella cabina, como si aguardase, cual un milagro, la dulce aparición de aquella a quien la devoción de todos envuelve como en una atmósfera brillante y cálida sin que ella ni siquiera haya llegado a advertirlo.

—¿Va a quedarse aquí dentro, patrona?

—Sí, Colibrí, voy a quedarme, pero necesito quedarme sola, ¿entiendes? Debo estar sola, necesito hacer algo íntimo, personal... —Ha mirado a todas partes como buscando. No pensó antes en la dificultad material... no dispone de nada de lo necesario para escribir. Sin embargo, recuerda haber visto escribir alguna vez a Juan, y rápidamente toma en sus manos el libro de bitácora—. ¿Conoces este libro. Colibrí?

—¡Cómo no, mi ama! Es el libro en el que el patrón escribe todo lo que pasa en el barco.

—Escribe... ¿Con qué escribe? ¿Lo sabes tú?

—Con pluma y tinta que están en ese armario. Ahí es donde guarda el amo todas las cosas que no quiere que se pierdan...

—Aquí hay pluma, un tintero, papel... ¡banderas!

Hay banderas de varios países, así como pequeñas banderas de señales, y entre ella un pequeño envoltorio de paño negro que las manos de Mónica despliegan con impaciencia. Es el traje inútilmente buscado. Tiene desgarrado el corpiño, arrancados los broches... Es la triste tela que delata una lucha feroz, la que sin duda sostuvo aquella noche defendiendo su pudor contra Juan del Diablo...

Largo rato ha retenido el roto vestido entre sus manos. Luego, como si tomase una resolución repentina, lo arroja al fondo del armario, toma lo necesario para escribir y cierra bruscamente la puerta del rústico mueble, como si quisiera alzar una barrera, alejarse desesperadamente del dolor del pasado... Pero una lágrima rebelde rueda por su pálida mejilla, y, apenado e ingenuo, indaga Colibrí:

—¿Que le pasa, patrona, está llorando?

—Sí, Colibrí, no he podido evitarlo... ¡He llorado mis últimas lágrimas por Mónica de Molnar!

Entreabiertos los labios de asombro, Noel se ha detenido en el umbral de aquella puerta que franquea una de tantas habitaciones del hotel. Ambiente frío, muebles escasos, una mesa central cubierta con un viejo tapete, y sobre ella, en una bandeja, una botella, una jarra de jugo de piña, varios vasos...

—Pase, Noel... adelante —invita Renato al viejo notario—. Al fin se recibió una noticia concreta: el Luzbelestá en Dominica, frente a Portsmouth, y ha aceptado carga para San José y Roseau... Pero, supongo que viene usted a buscarme por encargo de mi madre, ¿no?

—Fue grande su angustia al no encontrarle a usted en Campo Real, al saber que había salido de aquella manera, sin dar apenas tiempo a que le ensillaran un caballo... ¿Por qué hizo eso? ¿Piensa que su pobre madre no ha sufrida ya bastante?

—Pienso que todos hemos sufrido lo suficiente para reventar... Pero, ¿qué vamos a hacerle? Parece ser que esto es la vida. Siéntese y beba, o al menos acepte un cigarro. Yo, como usted ve, estoy aguardando...

Ha mirado una vez más el reloj de bolsillo, colocado sobre el tapete oscuro. Luego se aleja hasta llegar a la ventana que abre sobre la calle. Hay varios barcos mercantes anclados en la rada de Saint-Pierre, y los pasajeros, en escala obligada de su viaje desde Europa, invaden la rica y populosa capital de la Martinica, saboreando en ella los mil detalles del mundo tropical... La brisa que viene desde el mar no alcanza a refrescar las ardientes calles y hay en el cielo un extraño tono rojizo, como si gravitase sobre la ciudad el resplandor de un fuego misterioso, como si un presentimiento cósmico flotase sobre los jardines floridos y las lujosas moradas...

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