Литмир - Электронная Библиотека
A
A

—Quisiste decir que me compadecías. Lo entendí muy bien...

—No. Dije comprender, porque comprendí de pronto muchas cosas. Compadecer es distinto... Se compadece, a veces, hasta lo que no entendemos bien; se compadece a todos los que sufren pena... ¿Y quién no sufre en este mundo? Todos sufren, todos sufrimos... Generalmente, cada uno se ve y siente en sus propios sufrimientos, pero es hermoso ese momento en que el corazón se nos rompe, se nos desborda hacia otro corazón que ha sufrido más, que por torturado tiene derecho a más ternura, a más amor del nuestro...

Ha tomado la mano izquierda de Juan con rápido movimiento, ha vuelto hacia arriba la palma dura y ancha, y como empujada por un impulso irresistible ha besado, con beso trémulo, la larga cicatriz que la cruza...

—Mónica... —se conmueve Juan profundamente—, ¿qué haces?

—Para su dolor de niño, Juan, para esa pena que nadie supo compadecer, y que a usted todavía le hiere...

Le ha mirado a los ojos, con un ansia nueva, repentina, de asomarse a su corazón, y él palidece, rehuyendo aquella mirada... Bajo su blanca piel como de raso, corre con nuevo ardor la roja sangre tropical. Por un instante, todo se ha borrado: el pasado, los sueños, el recuerdo quemante de otros ojos y de otros labios. En medio de su barco, Juan del Diablo se alza como si todo lo llenase, como si el mundo entero fuese sus cabellos encrespados, sus brazos robustos, sus labios sensuales, sus grandes ojos italianos...

Tiembla Mónica cuando aquella mano ancha aprisiona las suyas, en una presión de caricia, cuando el brazo ciñe su frágil talle, llevándola despacio hasta la puerta sólo entornada de la única cabina del Luzbel...Se siente como penetrada de una fuerza desconocida, y, al mismo tiempo, débil, entregada... No sería capaz de resistir, de protestar... Es como la espuma de aquellas olas que el mar lleva y trae, como algo que pertenece a Juan del Diablo...

—Buenas noches, Mónica... que descanses... Duerme bien, pues mañana tendremos un día muy agitado... Hay mucho que ver en San Cristóbal... Te gustará...

Se ha alejado sin ruido, con el paso silencioso y firme de sus pies descalzos, y ella queda inmóvil y estremecida, con el nombre de Juan anudado en la garganta y el calor de aquellas manos anchas ardiéndole en la piel de raso... ¿Por qué la deja en este instante? ¿Por qué no se acerca a ella, como sin duda se acercara la primera noche? Sin él, es como si de pronto el mundo se hubiera vaciado; sin él, se siente sola, y tiene frío... y no puede llamarlo... Una oleada de rubor le enciende las mejillas y se desborda por sus ojos en extrañas lágrimas... Piensa en tantas mujeres que sin duda estuvieron en sus brazos... En las perdidas del puerto, en las mujerzuelas de taberna que seguramente se lo disputaron... Piensa en Aimée, y una oleada candente, de indefinibles sentimientos, la embarga: ira, rencor, vergüenza, acaso celos... Bruscamente entra en la cabina, cerrando tras de sí las puertas, con rabia...

—¡Ana, Ana! ¡Acaba de despertar, estúpida!

—¡Ah, caramba! A todas horas me tiene que insultar...

—A todas horas tienes que desesperarme; a todas horas tienes que estar dormida... Sal a dar una vuelta por la casa. Anda a ver dónde están los demás y qué hacen...

—¿Ahora? Ay, mi ama, si son las tres de la madrugada. Sin verlo se lo puedo contar. Ni el ama Sofía ni la señora Catalina han vuelto de la capital. En cuanto al notario y al señor Renato...

—¿Ha seguido bebiendo Renato?

—Como que ya no, mi ama. Anda como una sombra dando vueltas. A veces se tira en el sofá del despacho y se queda como adormilado. Luego se levanta, y otra vez a beber, otra vez a pasear... Pero desde ayer por la tarde no ha pedido nada...

—¿Dónde dices que está?

—En el portal del frente de la casa, mira que te mira para el camino y para el desfiladero... Para mí que está desesperado porque vuelva la señora Sofía y la señora Catalina. Pero es lo que yo digo, ¿por qué no coge él un caballo y va a buscarlas?

—¿Estás segura que ya no está borracho?

—Digo yo... Si desde ayer no bebió nada, seguro que se le pasó ya.

—Dame un chal...

—¿Un chal? ¿Va a salir de aquí? La señora Sofía le dijo bien claro que no se moviera de estos cuartos... Se va a meter usted misma en la boca del lobo... Acuérdese de cómo volvió la otra tarde, después que la mandó llamar y usted fue para allá...

—Tráeme el chal y quítate de en medio pazguata.

Sí, allí está Renato de pie junto a la baranda, cruzados los brazos, los ojos encendidos de alcohol y de fiebre... Ha cambiado lo bastante para parecer otro hombre: revueltos los cabellos, crecida la barba, abierta la camisa que muestra el pecho blanco, la mirada sombría, amargo el pliegue de los labios... Se diría envejecido en diez años, y ahora, con ese gesto y esa traza que le hacen trágica sombra de sí mismo, extrañamente parecido a Francisco D'Autremont, indudable hermano de Juan del Diablo...

—Renato, mi Renato... ¿Quieres oírme? ¿Quieres que hablemos? —ruega Aimée en tono suplicante.

—¿Hablar? ¿Hablar? —duda Renato con gran amargura—. ¿Ahora quieres hablar?

—Sí, Renato, ahora quiero hablar, porque ahora me parece que no estás borracho... Perdóname, pero es la palabra exacta. Llevas muchos días bebiendo como un loco y comportándote como un salvaje... Ahora me parece que estás en tu juicio, y tengo la esperanza de que podamos hablar como dos seres civilizados...

—¡Pues no la tengas! ¡Los D'Autremont no somos civilizados! Ni lo fue mi padre, ni lo es... mi hermano,ni yo tampoco lo era en realidad, aunque llegara a aparentarlo... Tenemos en la sangre el fuego de esta tierra bárbara, los sentimientos crudos, las pasiones salvajes... ¡Somos primitivos en el rencor, en el amor y en el odio! No quiero que ignores esto... Quiero darte la última oportunidad de salvarte... Huye si eres culpable, Aimée, huye antes de que tenga yo la absoluta seguridad de que eres culpable, sálvate ahora, aprovecha este momento en que un resto del hombre que fui se me sube a los labios. ¡Después será demasiado tarde!

Aimée ha temblado, un escalofrío le recorre la espalda, pero hay también un espolazo de rabia, de amor propio, de ansia infinita de jugar y ganar, y, apoyándose en ella, clava los dedos trémulos en el brazo de Renato:

—¡No tengo por qué huir, ni de qué salvarme! ¡Óyeme si quieres saber la verdad... toda la verdad! ¡No tengo nada que reprocharme! Ser tu esposa era mi único y verdadero sueño...

—¡Mira bien las palabras que estás pronunciando! Como juramento sagrado voy a tomarte cada una de ellas, y si volvieras a mentir sería de verdad tu última mentira, porque serían tus últimas palabras. ¡Habla!

—Tengo que tomar las cosas desde muy lejos... Ese hombre me cortejaba...

—¿Juan del Diablo? ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¡Eras ya mi novia! Eras ya mi novia cuando llegaste de Francia... Y si eras ya mi novia, y me pertenecías espiritualmente, ¿cómo fue posible que...? ¡Habla de una vez!

—Antes, Renato... Antes...

—Antes, ¿de qué? ¡Antes de volver a las Antillas no podías conocer a Juan!

—Para que puedas comprenderme, tengo que empezar desde antes... Yo era aún una niña; Mónica y tú adolescentes ya...

—Sólo dos años es Mónica mayor que tú. Dos años escasos...

—Sí, ya lo sé. Pero por su forma de ser, por su carácter... Tú estabas siempre con ella, apenas me hacías caso, y yo empezaba a quererte ya... Tú no comprendes lo que sufre el corazón de una niña que empieza a ser mujer... Yo te quería a ti, y tú parecías querer a Mónica... yo sufría mucho de celos y de rabia, y Mónica estaba segura de que tú te casarías con ella... Para ti se peinaba, para ti se arreglaba, para ti ponía flores en la mesa, por ti se pasaba las noches y los días estudiando, para poder hablar contigo de todo lo que tú quisieras hablar, mientras que yo era una pobre ignorante...

34
{"b":"143859","o":1}