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—¿Qué estás diciendo? —se sobresalta Renato, sorprendido e interesado a pesar suyo.

—Mónica estaba locamente enamorada de ti, Renato, no pensaba más que en ti, no hablaba más que de ti... Tenía la absoluta seguridad de que un día habrías de casarte con ella...

Las manos de Renato se han aflojado, su rostro refleja ahora perplejidad, desconcierto, sorpresa profunda, y algo así como el dolor de haber causado involuntariamente un mal. Y reaccionando, inquiere:

—¿Mónica, Mónica me amaba? Una vez me dijiste algo parecido... No reparé en ello, no quise fijarme, fueron disculpas tuyas, mentiras, engaños...

—No, Renato, Mónica te amaba, estaba loca por ti, y por ti, al ver que al fin me preferías a mí, tomó los hábitos, quiso profesar, se fue al Convento de Marsella... ¿No recuerdas su extraña actitud, su cambio radical, sus medias palabras? Parecía odiarte... Tú llegaste a pensar que te aborrecía, y era porque te amaba. Estaba locamente enamorada de ti, y yo tenía celos, celos salvajes que me encendían la sangre...

—¡Oh, no... Imposible...!

—¡Te juro que es verdad! Te lo juro por lo más santo, por lo más sagrado... ¡Por la propia vida de mi madre! Mónica te adoraba, y me consideraba a mí muy alocada, muy infantil, muy ignorante, muy poca cosa para hacerte feliz... Ella siempre ha sido más inteligente que yo, siempre ha tenido más fuerza de carácter... Aprovechándose de todo eso, me obligó a jurarle...

—¿El qué? —apremia Renato al ver que Aimée se detiene dudando.

—Que mi vida a tu lado sería sólo de abnegación y sacrificio, que te adoraría como a un dios, que te obedecería como una esclava... Me exigía que, para agradarte, renunciara a todo: a mis más pequeños caprichos, a las más irrefrenables manifestaciones de mi carácter... Me reprochaba como un crimen la menor coquetería, la menor veleidad... Era un guardián de todos mis actos, fiscalizaba hasta mis sonrisas y mis suspiros, creaba a mi alrededor una atmósfera densa de represión, de vigilancia, que me asfixiaba, y yo era un niña, una chiquilla, Renato. A veces, por hacerla rabiar, sólo por hacerla rabiar, coqueteaba...

—¿Cómo?

—Coqueteaba, pero sólo queriéndote a ti, pensando sólo en ti... Era una forma de vengarme de su tiranía insoportable... Ella quería que yo fallara, quería cogerme en falta, me amenazaba a todas horas con hacer que me aborrecieras, decía, que le bastaría una palabra para lograrlo... Me encendía el amor propio, me abrumaba con sus continuos regaños, hasta que un día, harta de todo eso...

—Harta de todo eso, ¿qué? Faltaste, me engañaste, ¿verdad?

—¡No... no! No hice nada que tuviera importancia... Fueron niñerías, bobadas... y por culpa de ella...

Largo rato ha sollozado Aimée, cubierto el rostro con las manos, inclinada sobre la baranda de piedra, mientras Renato la contempla sin que acudan a sus labios palabras, sin que pueda siquiera ordenar los pensamientos que en loco torbellino sacuden su alma... Luego, Aimée se incorpora muy despacio, y seca sus lágrimas...

—¿Qué hiciste por culpa de ella? ¡Habla!

—Yo... pues... no hice nada grave, Renato... Juan del Diablo empezó a rondar nuestra casa... Por eso te dije antes que me cortejaba...

—¿A ti, o a ella?

—En realidad, a mí, Renato. Comenzó a cortejarme a mí... Ella había venido del convento, vestía de hábito... Él, como comprenderás, se dirigió a mí. No sabía nada, absolutamente nada de nuestro noviazgo... Un día se fijó en Mónica, y yo le dije que todavía no había profesado, que podía dejar los hábitos, que era hermosa y que necesitaba un amor... Fue una ligereza, una niñería... Nunca pensé que él iba a tomarlo en serio, ni que ella iba a enojarse tanto. Pero él cambió de rumbo, y yo, por travesura, sin medir el alcance de lo que hacía, lo animaba, le daba a entender que Mónica iba a corresponderle, que sólo se estaba haciendo la esquiva para interesarlo más, y él...

—Y él, ¿qué? ¡Sigue... sigue...!

—Yo tuve la culpa de que él se engañara. Ese es mi pecado, Renato, el pecado que no quería confesarte. Yo, en nombre de ella, le escribí una carta diciéndole que viniera a buscarla a Campo Real. Jugué con los sentimientos de ambos, y cuando él vino y ella lo rechazó, se puso furioso, juró vengarse, y entonces fue inútil que yo quisiera alejarlo de aquí...

—¿Quieres decir que Mónica no le había correspondido? ¿Que, en realidad, no le quiso jamás? ¿Que nunca se entregó a él ni fue su amante?

—¡Eso, Renato, es...! Se enredaron las cosas... Yo le dije a Mónica que tú ibas a matarme, y ella aceptó el sacrificio. Por eso era mi angustia, mi desesperación cuando la obligaste a casarse, cuando él se la llevó tan lejos... Por ligereza fui mala, cruel y mala hermana... Esa es la verdad... Ese es mi único pecado... ¡Perdónamelo, Renato! ¡Perdónamelo tú, ya que ella no podrá perdonarme jamás!

Casi sin fuerzas ya, perdida ella misma en la maraña de sus falsedades, enloquecida de angustia pero decidida a no cejar, llora Aimée tras aquellas palabras en que una vez más ha mentido... Ha mentido jugándose el todo por el todo, escudándose definitivamente en un nuevo engaño, acorralada por las circunstancias en las que mentir es su único camino, acumulando, una sobre otra, calumnias, falsedades, con la violenta audacia de quien va a una brutal lucha a vida o muerte... y al mismo tiempo llorando con lágrimas de espanto, asustada del nuevo abismo en que acaba de lanzarse, espiando con ansia infinita la expresión de aquel rostro demudado, también como el suyo pálido de espanto...

—¡No puede ser! ¡Es imposible! ¡Si es verdad lo que dices, has condenado a tu hermana inocente! ¡La has entregado indefensa a un hombre brutal!

—Es horrible, ¿verdad? Tú te empeñaste...

—Pero, ¿por qué no me dijiste la verdad? —se exaspera Renato—. ¿Por qué no hablaste entonces, como hablas ahora? ¿Por qué calló ella, soportando una cosa semejante?

—Por salvarme. Juraste que me matarías... Y también por salvarte a ti. No olvides que te amaba... Tú la obligaste amenazándola con matar a Juan... ¡Y lo habrías hecho!

—Tal vez... Pero no hubiera cometido una horrenda injusticia. Si tú me hubieras dicho la verdad...

—Hubo un momento en que fui a decírtela, a confesártela jugándome el todo por el todo, pero me dijiste que ese hombre era tu hermano... ¿Cómo podía yo ponerlos frente a frente? ¿Convertirte en su asesino o en su víctima? ¡No, Renato, no, porque tú eres mi amor y mi vida, y porque voy a darte un hijo...!

Renato ha retrocedido sintiendo que enloquece, pero Aimée respira, se afirma, se afianza. Sabe que él la ha creído... está libre de la única mancha que sabe irremediable... Redoblando la audacia, corre a sus brazos:

—¡Mi Renato, eres el único hombre a quien he amado! Por ti soy y he sido capaz de todo... He sacrificado a mi hermana, he hundido en la desesperación a mi madre, he mentido, he calumniado, he sido egoísta, cruel, inhumana; pero fue sólo por conservar tu amor, por defender tu vida, porque no te manchases de sangre... ¡He querido salvarte aunque se hundiese el mundo!

—Salvarme... salvarme... —desprecia Renato con infinita amargura.

—Tú no lo permitiste. Has seguido dudando, has creído de mí lo peor, has convertido nuestra vida en un infierno. Reniegas y maldices hasta del hijo tuyo que llevo en las entrañas, y por dura que sea la verdad he tenido que decírtela, que ponértela en las manos... Lo merezco todo, ya lo sé: el odio de mi hermana, la maldición de mi madre, el desprecio de las gentes honradas... Merezco todo, menos que tú me rechaces, porque todo lo hice por ti, por defender tu amor...

Ha caído de rodillas, juntas las manos en las que hunde la frente, y queda inmóvil, aguardando, pendiente de las palabras que al brotar de labios de Renato señalarán su camino para siempre. Pero Renato no va hacia ella, no la levanta del suelo, no la estrecha en sus brazos, sino que mira a todas partes con los ojos de demente, y al fin grita a una sombra que pasa:

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