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—Te ruego que los uses. No son dignos de una Molnar, pero te sientan bien... mucho mejor que tu eterno traje negro. Y ahora, si quieres decirle adiós a Saba, asómate inmediatamente porque ya casi no se ve.

—¿Dejamos ya la tierra? ¿A dónde vamos ahora, Juan?

—¡Rumbo al Sur!

Contra todo, contra todos, así parece navegar el Luzbelpor las azules aguas del Caribe, henchidas las velas, ágiles los flancos, cortante la proa, todo el nervio, rapidez, tensión vibrante... Es como una flecha blanca cuyo arco templado es la rueda de aquel timón que ahora empuñan las manos de Juan, anchas y fuertes, y que le pregunta a Mónica, como bromeando:

—¿Te atreverías a llevar el timón?

—Tanto como eso... Me parece lo más difícil...

—No lo creas. Acércate, ponte aquí... aquí, en mi puesto. Así... Ahora, toma el timón con las dos manos... es muy suave cuando el mar está bueno. Te bastará hacer girar esta rueda a un lado o a otro para que el barco cambie su rumbo. Perfectamente muy bien... Claro que hay que mantener el rumbo indicado, recordar dónde están los bajos, los bancos, cualquier cosa en la que podamos chocar o encallar... ¡Cuidado, que nos harás dar vueltas en redondo! Te estás torciendo a estribor; mantén la rueda más derecha, así... ¿ves? También hay que mirar las velas pues dependemos del viento. Si él se niega a soplar, podemos pasar semanas enteras mirándonos los unos a los otros...

—¿Por qué dejamos tan pronto la isla de Saba?

—Sólo lo que hicimos había que hacer en ella. ¿Para qué quedamos más tiempo del necesario, exponiéndonos?

—Exponiéndonos, ¿a qué?

Juan no contesta. Sus anchas manos cálidas se han puesto sobre las de Mónica en el timón y van guiando, como a través de ellas, la fina embarcación cuyo rumbo se tuerce a estribor, y Mónica comenta:

—Ha torcido usted el rumbo a la izquierda...

—Sí... ahora he sido yo. Nosotros decimos a estribor...

—¿A dónde llegaríamos si siguiéramos navegando hacia estribor?

—Llegaríamos a San Eustaquio, una islita holandesa no mucho mayor que Saba. No hay allí ningún puerto que valga la pena, pero si continuáramos caeríamos en San Cristóbal, y allí si tenemos una ciudad de diez mil habitantes por lo menos: Basseterre... Está también el Fuerte de Tyson, en fantásticas ruinas; la famosa colina del azufre, todo al pie del monte Misery, una elevación de cuatro mil y pico de pies. La isla se extiende luego en una larga franja de tierra, terminando en una península en cuyo centro hay una laguna, y, a menos de una milla, el islote conocido por Nieve, que es como Saba: un cono en medio de los mares.

—Conoce usted muy bien todo esto...

—Como estas manos conozco yo las Antillas...

Las ha abierto frente a ella: anchas, duras, recias y, sin embargo, llenas de calor y de vida. Mónica no recuerda haber visto nunca unos manos como aquéllas... Hablan de luchas, de trabajos, de energía y voluntad... Sobre la palma de la izquierda está la línea blanca y fina de una antigua cicatriz, lo bastante profunda para calcular que fue grande la herida que dejara esa huella, y, curiosa, Mónica pregunta:

—¿El timón le hizo esto?

—No; ni el timón ni el remo. El filo de un cuchillo, Santa Mónica. Lo tomé por la hoja con todas mis fuerzas.

—¡Es absurdo! ¿Por qué?

—Imagino que por instinto de conservación, por una ansia absolutamente insensata de prolongar la agonía que era entonces mi miserable existencia... Tendría yo diez años...

—¡Es increíble! ¿Y le atacaron con un puñal? En la mano de un niño, esa herida debió ser...

—Pudo dejarme inútil, pero la sangre que brotó de ella calmó por el momento el rencor de aquél para quien mi vida era una ofensa.

—¿Le hirió a usted un hombre?

—El que era esposo de mi madre. Viví junto a él lo que fue mi primera docena de años. Tengo entendido que mi madre murió al darme a luz, o muy poco tiempo después. Él, naturalmente, me odiaba... Muchas veces quiso acabar de una vez, matándome de repente. Esta fue una de ellas. Otras, se contentaba con verme agonizar de hambre o de miedo...

—¿Y no había nadie que le amparase a usted?

—No había nadie, y aunque lo hubiese habido, ¿a quién podía importarle aquello? No teníamos vecinos... era en la cabaña que aun se alza sobre el Peñón del Diablo, donde sólo entraba poco pan y mucho aguardiente. A veces, yo huía de aquel infierno, desaparecía durante semanas enteras, vivía entre los peñascos o entre los matorrales, alimentándome de raíces, de los moluscos que arrancaba a las rocas de la playa... qué sé yo...

—¿Y no se acercó a nadie a pedirle protección?

—¿Quién la ofrece a un muchacho callejero, salvaje, perverso, ladronzuelo, que no conoce más que las peores palabras y los peores sentimientos? Tras vagar un poco, volvía desnudo, extenuado, hambriento...

—¿Y aquel hombre...?

—Bertolozi lo tomaba de distintas maneras...

—¿Bertolozi...? —se interesa Mónica—. No es la primera vez que escucho ese nombre. He oído comentarios acerca de él, lo recuerdo perfectamente. ¿Ese fue el hombre que envenenó su corazón?

—Sí —confirma Juan indiferente—. Uno de ellos, acaso el peor de todos, porque es el que se mezcla a mis primeros recuerdos. Me enseñó a odiar la compasión; sólo siendo como él, cruel y perverso, lograba que su furia se aplacase un tanto. Fue mi maestro en todas las artes de mala ley: me enseñó a beber, a jugar con ventaja, a arrebatar las cosas por la fuerza a los más débiles, a mentir, a robar, a vivir sobre aviso como una fiera acorralada, y me enseñó algo más: a maldecir el nombre de la mujer que me había llevado en su seno... Como la maldecía él...

—¡Oh, no... es monstruoso! No es posible que un ser humano llegue a ese extremo. ¿Cómo pudo ensañarse así?

—Yo era el recuerdo vivo, insultante, de la traición que había destrozado su existencia. Todo el odio feroz que le inspiraban los que me dieron el ser, caía sobre mí a todas horas, en todos los momentos... Y si voy a ser justo, no es a él a quien más debo aborrecer, sino al que me dejó en sus manos, al que mal y tarde quiso recogerme, sólo por el horror de que su sangre acabase en el cadalso: el padre de Renato D'Autremont, que fue el mío también...

—¡Así fue la historia...! —exclama consternada Mónica.

—Sí. Ya la sabes entera, o, cuando menos, en su mayor parte. Y ahora que tu curiosidad está satisfecha, échala a un lado como yo la echo.

Ha soltado bruscamente su mano izquierda de las de Mónica que la aprisionaban, y afirma las dos sobre la rueda del timón, variando con rapidez el rumbo de la nave. El tumbo violento hace vacilar a Mónica en sus pies, y él la sujeta obligándola a volverse.

—Mira allá. Es San Eustaquio... Pasaremos de largo frente a él, y mañana echaremos el ancla en Basseterre. Ya verás, es una hermosa tierra. Te prometo un buen paseo en ella...

—Juan, quería decirle una sola cosa: Que empiezo a comprenderlo... Creo que debería decir mejor: que le comprendo plenamente...

Sobre el cielo de un azul oscuro profundo, tachonado de estrellas, ven ya los ojos de Mónica la silueta gigante del Monte Misery... El aire es tibio y suave, el mar sereno, como si fuese una laguna sus inquietas aguas, una laguna sobre la que borda encajes de plata la luna nueva... Mónica ha dejado caer sobre los hombros el chal de seda que un instante cubriera su cabeza, y se estremece al sentir fija en ella la mirada de Juan, que le dice:

—¡Qué blanca te ves bajo la luna! Blanca y brillante, como si tú también fueras una estrella... Y algo de eso tienes... Eres como una estrella reflejada en un charco... Parece que está cerca, pero sólo se ve el reflejo... En realidad, está muy lejana, a millones de millas...

—¡Qué ocurrencia! —se ruboriza Mónica sintiéndose halagada—. ¿Por qué dice usted eso? No creo que sea una afirmación justa. Cuando esta tarde le aseguré que le comprendía...

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