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El Gobernador se ha acercado a la puerta y ha invitado a pasar a Catalina de Molnar, ofreciéndole galante uno de los lujosos sillones, al tiempo que le explica:

—Señora de Molnar, tengo una misión que cumplir con usted. Se trata de una carta que me ha sido recomendada hacer llegar a su conocimiento. He aquí su contenido:

"Excelencia, me dirijo a usted, en vez de hacerlo directamente a la señora Catalina de Molnar, por ser un asunto delicado y grave en el que sentiría pecar de indiscreto. Junto con estas líneas va una carta que le ruego ponga en las manos de esa dama, cumpliendo la súplica de su hija Mónica, que llegó a estas costas en la goleta nombrada El Luzbel,enferma de verdadera gravedad..."

—¡Dios mío... Dios mío...!

Catalina de Molnar ha bajado la frente, como abrumada por aquel dolor que las palabras escuchadas reavivan y encienden, y el Gobernador detiene un instante la lectura para mirarla con sincera pena, alza luego la mirada inteligente, buscando el rostro de la señora D'Autremont, pero Sofía se ha apartado de ellos y parece mirar por el balcón abierto que domina la ciudad de Saint-Pierre. Por lo que el Gobernador prosigue la lectura:

"Extraordinaria me pareció la presencia en un barco como ése, de una dama como la joven señora Molnar, cuya distinción y belleza formaban un rudo contraste con la pobreza del ambiente, con la incomodidad y la estrechez de la cabina de una goleta de cabotaje como es el Luzbel,y tentado estuve de dar parte a las autoridades inmediatamente. Pero el estado de la enferma era demasiado delicado para permitirme otra cosa que tratar de salvar su vida, y a ello me puse con el mayor empeño, aunque con muy pocas esperanzas.

"Al ir a buscarme, me habían dicho que se trataba de la esposa del patrón de la goleta, un mocetón rudo y descortés, a quien ofrecí en el acto trasladarla al buen hospital que tenemos en ésta. Él se negó rotundamente, ganando con ello mi inmediata antipatía; pero, después, debo confesar que su actitud modificó mis primeras ideas..."

—¿Cómo? ¿Cómo? ¿Qué dice? —indaga Catalina.

—Siga usted escuchando —aconseja el Gobernador—: "Se mostró con ella solícito, cariñoso y atento, no omitiendo gasto ni esfuerzo para proporcionarle comodidades, y no se separó un instante de su cabecera mientras la vida de su joven esposa estuvo realmente en peligro..."

—¡Es increíble! ¿De veras dice eso?

—Por usted misma puede leerlo, doña Catalina. Y dice algo más... "Cuando ella pudo hablar normalmente, en su plena razón, quiso hacerlo a solas conmigo, y él se alejó con absoluta discreción. Aproveché el momento para ofrecerle mi ayuda en cuanto necesitara de mí, pero ella me rogó tan sólo que escribiese a la señora De Molnar tranquilizándola con respecto al estado de su salud y de su suerte.

"Con toda clase de reservas cumplo este encargo en la carta que le adjunto. Tranquilizo, o trato de tranquilizar, a la señora De Molnar en la forma que ella me pidió que lo hiciera. A usted quiero decirle que algo muy extraño ocurre entre esa desigual pareja. Decidido a no abandonar a una compatriota en situación tan crítica, quise abusar de mi influencia pidiendo a su Excelencia el Gobernador de Guadalupe, casualmente de paso en María Galante, que usara de toda su autoridad para hacerles desembarcar y pasar unos días en tierra, pero alguien debió dar aviso al patrón del Luzbel...

—Y se fueron, ¿verdad? —interrumpe Catalina en un arranque de ansiedad—. ¿Se fueron, o ese médico, a quien Dios bendiga, logró...?

—Un momento, escuche... "No sé si a causa de una conversación con él, en que acaso fui indiscreto, o por el aviso que supongo, la goleta levó anclas inmediatamente emprendiendo repentina fuga. En vano tratamos de detenerla, comunicándonos por cable con las islas vecinas. Sólo supimos que habían puesto proa al Noroeste, aprovechando el buen viento para desaparecer.

"Creí un deber poner esto en conocimiento de usted y de los familiares de esa joven, criatura exquisita a la que me unió vivísima simpatía desde el primer momento. No tengo autoridad ni medios de hacer nada más que lo que he hecho. Si algo quieren o pueden hacer por ella, estoy incondicionalmente a la disposición de ustedes. Doctor Emilio Faber, Director General del Hospital de Grand Bourg, en María Galante, Antillas Francesas".

—¡Es preciso ir tras ellos! —salta Catalina con desesperación—. Es preciso detener ese barco... Es preciso salvar a mi Hija... Usted puede hacerlo, Gobernador... Usted puede dar órdenes contra él, hacer que los detengan en el primer puerto...

—No sé hasta qué punto, señora Molnar. En nada de lo que dice esta carta hay motivo para detener a nadie. Todos sabemos que su hija aceptó libremente a ese hombre por esposo... Digo, es lo que tengo entendido, la boda fue en Campo Real y usted misma consintió en ella. Comprendo que para una madre debe ser un vivo sufrimiento una unión desigual, pero no existiendo un delito...

—¿No podría usted hallarlo revolviendo los archivos del puerto? —apunta Sofía, abandonando la ventana y acercándose al Gobernador—. ¡No creo que le falten delitos a Juan del Diablo! Si puede hacerle detener sin mencionar para nada el asunto de esta boda...

—O mencionándolo, si es preciso. Es la vida de mi hija la que está en juego. ¡Haré cualquier cosa para salvar a Mónica!

—¿Por qué no piensa también en salvar a Aimée? Calle usted, Catalina. Que la pena no la haga desvariar...

Dubitativamente ha mirado el Gobernador a las dos damas; luego, oprime el botón de un timbre y va hacia la puerta franqueando la entrada a un ordenanza, al que recomienda:

—Haga buscar cuidadosamente todos los datos referentes a la goleta Luzbely al patrón qué la manda, y vuelva en el acto a traérmelos...

—¿Buscará usted otro delito? —indaga vivamente Sofía—. ¡Juan del Diablo no merece consideraciones de ninguna especie! Sobran delitos y testigos contra él.

—¡Salve a mi hija como sea, Gobernador! —suplica Catalina.

—¡Como sea, no! —rechaza Sofía con decisión—. Mi hijo Renato es víctima inocente de todo esto, y no debe seguirlo siendo... Haga usted lo que pueda, Gobernador, sin que una sola gota de fango salpique a mi hijo, porque me pondré contra todos con tal de defenderlo a él.

—¡Listos para zarpar! ¡Cada uno a su puesto! Sobre la desnuda cubierta ya se mueven, a la voz de Juan, los tripulantes del Luzbel.Un airecillo fresco hincha blandamente las velas que poco a poco van subiendo el foque, la mayor, el trinquete... Ya el ancla está fuera; ya el Anguila, con las dos manos en el timón, aguarda las órdenes del rumbo nuevo; pero Juan se detiene, vacila un momento y entra en la cabina empujando la entornada puerta.

—¿No quieres despedir a Saba desde la cubierta? ¡Ah, caramba...!

Mónica está frente al espejo. Ha atado a su cabeza uno de esos pañuelos de colorines que usan las mujeres del pueblo en la Martinica y Guadalupe, pero al ver a Juan se lo quita enrojeciendo. Sobre la mesa hay varias faldas, blusas, collares, un frasco de perfume, un espejo de mano... Venciendo el rubor, sonríe Mónica al hombre que se acerca, con una extraña sonrisa que está muy cerca de las lágrimas:

—Supongo que se volvió usted loco cuando mandó comprar todo esto...

—¿Es de tu gusto? ¿Te queda bien? Sé que es la ropa que no te corresponde, pero es la única que pudimos encontrar hecha.

—No era preciso comprar nada. Es absurdo que me obligue a aceptar sus regalos de esa manera.

—Puesto que te acepté por esposa, es lo menos que puedo hacer. Con más razón no habiéndote dado tiempo para recoger tu equipaje.

—No debo aceptarlos, no puedo, no quiero... por... por...

No halla la palabra que logre expresar sus sentimientos, porque apenas acierta a comprender ella misma lo que siente: es alegría y pena, emoción y vergüenza, rubor y gratitud. No puede ignorar que todo aquello representa la mayor parte de sus ahorros del rudo capitán del Luzbel,y, sin embargo, él lo ofrece con una disculpa en los labios:

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