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—¿Quiere que le enseñe el pueblo, patrona?

—No; estoy algo cansada. ¿Por qué no vamos directamente a ese lugar en que nos aguarda Juan? La taberna... ¿Está muy lejos?

—Allá abajo. Y no es propiamente una taberna... Es como una fonda, muy bonita y muy limpia. Queda allá, entre los últimos árboles...

—Vamos a buscar a Juan...

—¿Quieres que te lleve en brazos? Hemos de caminar un poco más que los otros para llegar a la playa. Acuérdate que fue allá donde dejamos nuestro bote...

—No... No... Me siento bien... No hace falta...

—Pues entonces, en marcha...

Despacio, apoyando la blanca mano en el hombro de Juan, dejándose llevar por sendero abajo, por el estrecho camino pedregoso, desciende Mónica de la cumbre de Saba mientras cae la tarde... Ha bebido una copa de vino generoso y hay un nuevo calor corriendo por su sangre, una nueva luz asomándose a sus ojos claros. Es una extraña y profunda sensación que casi se parece a la alegría, una sensación no sentida por ella desde hace muchos años, acaso no sentida jamás. Sí, aquel vino caliente, aromado de canela y clavo, tiene el poder secreto de una bebida mágica. Ya no siente el rubor de sus brazos desnudos, ni de su falda de colorines, ni de sus rubios cabellos sueltos sobre la espalda. Es como si flotara y hasta el suelo que pisa tuviese una blandura especial...

—¡Qué linda es esta isla! Los que viven aquí parecen dichosos... Parece como si aquí no hubiesen odios ni ambiciones...

—Claro que los habrá. ¿Dónde irá el hombre que no lleve sus males?

—¿Piensa usted que los hombres son malos?

—Sí. Y las mujeres no se quedan atrás. Unos son malos porque sufren, porque son desgraciados... Otros, porque son egoístas y no quieren sufrir por nada ni por nadie... Otros, porque les gusta el mal, porque se gozan en el daño y van sembrando la amargura por donde pasan...

—Pero usted no es de ésos, Juan —niega Mónica vivamente—. No es de ésos, ¿verdad?

—¿Yo? ¡Quién sabe!

Se han detenido en medio del sendero. Cerca, muy cerca ya, está la playa solitaria por donde han de embarcar. Suavemente, Mónica se separa unos pasos de él, vuelve la cabeza para mirarlo con el último rayo de sol sobre la frente, y no puede menos que preguntar:

—¿Sufrió usted mucho de niño, Juan?

—Más vale no hablar de eso...

—¿Por qué? ¿Todavía le hace daño? Fue demasiado cruel, ¿verdad? ¿No quiere recordarlo?

—Lo recuerdo demasiado... Lo he recordado cada día, menos hoy. No sé por qué, pero es mejor así...

—Es mejor, sí, ya lo veo. Siempre he pensado que su simpatía y compasión por Colibrí se basan en eso... Una triste historia parecida a la suya... Antes hizo una alusión tan extraña... Dijo algo que... no sé, no debo preguntar, pero usted habló bien claro. Por demasiado claro, no me atrevo a entenderlo tal como lo dijo... Entendí que usted y Renato... Pero si es usted hijo...

—De nadie. Soy Juan sin apellido, solamente. No siga preguntando, no estropeemos este día bueno... ¿Para qué? Soy Juan del Diablo, Juan sin apellido, Juan de Juan, como también me dicen algunos. Ni de Dios ni del Diablo... Mío solamente... Al fin y al cabo, ¿qué importa nadie de dónde nace cada hombre? ¿Le pregunta usted acaso a cada uno de estos árboles de dónde vino la semilla que le hizo nacer? No, no lo pregunta, ni a nadie le interesa... No son plantas de jardín, no son rosas de invernadero, crecen salvaje y libremente, y no por eso son menos fuertes, menos bellos... No por eso deja de bendecirlos el que llega bajo su sombra... ¿Verdad?

—Verdad, Juan. Es muy hermoso eso que ha dicho usted. Nunca lo había pensado, pero es muy bello...

—¿Volvemos al Luzbel,Santa Mónica?

Surca el bote en el espejo de las aguas claras, limpias, azules, doradas apenas por la lejana llamarada del crepúsculo... Pero Mónica no mira al mar ni al cielo... Mira aquel rostro varonil, ahora otra vez sombrío, aquellos negros ojos profundos y ardientes... contempla al hijo de Gina Bertolozi como si le mirase por primera vez...

9

—¡SOFÍA! CON CUANTO placer vuelvo a verla, y en qué momento tan oportuno llega...

Su Excelencia, el Gobernador General de la Martinica, ha ido al encuentro de la señora D'Autremont y se inclina ceremoniosamente para besar la mano que ella extiende. Es en una de las amplias salas de la casa de Gobierno de Saint-Pierre, y por los balcones que dominan parte de la ciudad, y del puerto, se ven el mar y el cielo. Tras responder con sonrisa forzada al personaje, Sofía mira inquieta hacia la puerta que comunica con la antesala, y el caballero que la observa parece adivinar su pensamiento:

—¿Viene alguien con usted?

—Catalina de Molnar... Pero quisiera antes, si es posible, hablar yo a solas con usted.

—Como guste... Pero repito que las casualidades se encadenan. Me disponía a enviar un correo especial a Campo Real encomendando a usted una carta para la señora Molnar, de un doctor Faber, a quien creo recordar haber conocido en Guadalupe... Pero tome asiento y dígame primero la causa de su visita... Creo que llevaba usted veinte años sin venir a Saint-Pierre...

—Algunos menos... Vine para ver embarcar a mi Renato hacia Francia...

—En efecto... Fue en los días en que llegaba yo a Saint-Pierre a hacerme cargo del puesto que justamente dejaba un pariente de los Molnar. Él me recomendó en forma muy especial a su prima política y hasta ahora no he tenido oportunidad de hacer nada por ella.

—Ahora la tendrá, Gobernador. No vengo por mi, sino por esa madre atribulada. Pero es tan personal, tan delicadamente reservado el asunto que la atormenta...

—¿Es referente a su hija Mónica? Desgraciadamente, hasta mí llegaron rumores que tomé por habladurías, como es natural, y no hubiera creído en ellos sin la interesantísima carta del doctor Faber.

—¿Cómo? ¿Es a propósito de...?

—El doctor Faber escribe a su madre, en nombre de Mónica. La muchacha está gravemente enferma... Según el médico me cuenta, se trataba de una fiebre maligna...

—¡Oh, no, no! —se indigna Sofía—. ¿Quién sabe lo que habrá hecho con ella ese salvaje, ese pirata...?

—El doctor Faber habla bien de él... Y perdóneme, Sofía, pero me han asegurado que la boda fue en Campo Real precisamente, y que el hijo de usted fue padrino de esa boda desigual...

—Es cierto. Mi hijo lo hizo por su esposa. ¿Qué otra cosa podía hacer? Pero nunca pensamos que ese hombre procediera de la manera que lo ha hecho... Catalina de Molnar está desesperada... En nombre de nuestra antigua amistad, es preciso que yo le ruegue que se hagan las cosas de manera que no se perjudique el nombre de mi hijo, que no sea traído y llevado a causa,del parentesco... Se lo ruego... Quiero salvar del escándalo a mi hijo, y también a Aimée. Ella es ya una D'Autremont. ¿Usted comprende? No quiero que, por ningún motivo, por ninguna razón, los comentarios malintencionados puedan mezclarla en nada de esto... Catalina de Molnar va a pedirle que haga usted detener la goleta de Juan del Diablo. Sabe Dios a dónde llegará en su pena y en su desesperación de madre... sabe Dios a qué extremo llegue para lograr de usted lo que desea.

—Pero, Sofía, en realidad no la comprendo. Viene usted a pedirme que ayude a Catalina de Molnar, y al mismo tiempo me ruega que desoiga sus súplicas...

—Todo parece un contrasentido, lo comprendo muy bien, pero yo también soy madre, y si nuestra amistad puede darme alguna validez, alguna fuerza, sirva ésta para detener el escándalo que mancharía a mi hijo sin remedio, a menos que ese hombre sea castigado por otros delitos... No creo que falten motivos para ello, aun omitiendo los de esta desdichada boda.

—¿Es un delito haberse casado con la señorita de Molnar? —comenta irónico el Gobernador.

—¡Por favor, entiéndame! Prométame...

—Sí, Sofía, la entiendo, aunque lo que me pide usted es bastante complejo. Y antes de pedir que prometa nada, permítame que haga pasar a esa madre que espera.

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