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—Mírate, Mónica, mírate bien... Mírate cara a cara, sin tocas, sin hábitos, sin trapos negros que te cubran hasta no dejar asomarse de ti ni el cuerpo ni el alma... ¡Quítate ese chal!

El mismo se lo ha arrancado, obligándola a inclinarse sobre el agua, cuya tersa superficie devuelve su imagen. Allí ve Mónica sus labios entreabiertos, sus ojos brillantes; sus rubios cabellos levemente despeinados, sobre el fondo impoluto del cielo azul... Ve su cuello desnudo, su pecho, sus brazos, sus manos frágiles y blancas como dos lirios, que se unen trémulas para quedar después inmóviles, mientras los ojos extasiados se miran, viéndose distintos...

—¿Cuántos años hace que no te mirabas a un espejo?

—No... no sé... —duda Mónica turbada—. En realidad, me miré hace muy poco, en el barco... Me vi con este traje absurdo, impropio de mí...

—Con este traje de mujer del pueblo, de mujer simple, sencilla, que vive, que ama, que sabe mirar al sol y sentir su beso en la carne... Mírate, ¿no eres hermosa? ¿No eres bella? ¿No eres tan linda como tu hermana? Entiende que no es una ofensa reconocer que eres hermosa, apetecible y deseable para cualquier hombre cabal. No es una ofensa; al contrario...

—¡Oh, calle! ¡Déjeme, Juan!

—No voy a dejarte; pero no tengas miedo, porque de ti no quiero nada, sino que te halles a ti misma. ¿Por qué quieres morir? ¿Qué razón hay? ¿Piensas que no puedes vivir sin Renato? Yo no lo creo. No creo que puedas amarlo tanto. Siempre viviste sin él, nunca fue tuyo, jamás estuviste en sus brazos...

—Tenía una esperanza... —confiesa Mónica debatiéndose entre el pudor y la angustia.

—¡Qué poca cosa es una esperanza! Tu pasión no existe, es falsa. Sólo se ama con locura, con desesperación, con ansia, lo que ya hemos tenido, lo que ya ha sido nuestro, lo que nos han quitado de las manos... Eso sí duele, eso sí sentimos que al arrancarse, nos arrancan el alma. ¡Una esperanza! ¡Una esperanza, un sueño...! Falso, Mónica, falso... No es más que una venda que te cubre los ojos, que te ahoga los sentidos. Al principio te odié, creí que de verdad eras eso: una imagen de seda, algo bueno para adornar los altares, fría, sin corazón, sin alma, sin sangre... Te creía una especie de santa... No era burla mi mote... Santa Mónica... Ahora veo que debajo de tus hábitos, debajo de tus ropas negras y de tus sentimientos falsos, hay un corazón que es capaz de sufrir y de amar...

Han quedado inmóviles al borde de la fuente. Mónica entrecierra los párpados... Apenas ve la oscura silueta de las dos imágenes, y mueve con gesto doloroso la rubia cabeza:

—¿Por qué me atormenta con esas cosas, Juan? ¿Para qué?

—Para curarte. Antes que tu cuerpo enfermara, estaba ya enferma tu alma... Enferma de ideas viejas, de prejuicios estúpidos... No eras sino una momia envuelta en cien vendajes, y yo quiero que vivas, que mires al sol una vez cara a cara, y si después de haber sentido como mujer de verdad, sigues pensando que el mundo entero se llama Renato, creeré que tienes razón y que más te vale morirte o matarte...

Los grandes ojos claros de Mónica se alzan hasta él en algo que parece una súplica, una súplica blanda y dolorosa de niña enferma y desgraciada:

—¡Juan! ¡Juan...!

—¿Por qué no le olvidas? —se rebela Juan—. ¿Qué hizo para que le amases así?

—Nada. ¿Qué hace en realidad nadie para que le amen?

Juan ha cerrado los puños, evocando... ¿Qué hizo Aimée para que él la amase con aquella pasión violenta y furiosa? ¿Qué hizo para encender su carne y su alma, llevándole hasta el borde de aquella especie de locura desesperada? Recuerda su perfume, el calor de su carne y el nudo tibio, blando y suave de aquellos brazos, prendido de su cuello como un nogal que esclavizara su voluntad... Recuerda su boca húmeda y sensual, dulce y amarga, y, a pesar suyo, se estremece, pero aparta la imagen como de un manotazo, y reaccionando, invita:

—Vamos a conocer la isla de Saba... ¡Ah, mira, ahí están los muchachos! —Y alzando la voz, llama—: ¡Acá... Acá...!

—¿Los llamas? —se sorprende Mónica.

—Claro. Me ha parecido entender que Segundo Duelos te resulta simpático. Tal vez con él, el paseo te parezca más agradable... Es buen mozo y simpático. Salvo la ropa y ciertos detalles, puede resultar tan fino, tan distinguido como el propio Renato D'Autremont, flor y nata de nuestra aristocracia, y es hasta mejor parecido que el señor de Campo Real...

—¿Qué le pasa? ¿A qué viene esa burla?

—No es burla, sino el afán de irte enseñando un poco la verdad. Los hombres se parecen entre sí demasiado para que valga la pena de morir por ninguno... Todo lo cambia a veces detalles sin importancia... o qué, al menos, así lo parecen... Un papel, una firma, un anillo, unas cuantas palabras legales en latín o en otro idioma cualquiera, y el mismo padre puede engendrar un ángel como Renato D'Autremont, o un alacrán envenenado como Juan del Diablo...

Vivamente va a responder Mónica, pero no llega a escapar palabra alguna de sus labios. Frente a ella, en la mano el sombrero de palma, está el segundo del Luzbel,mirándola con ojos extasiados. Y es Juan el que propone:

—Dale el brazo a mi esposa y acompáñala, Segundo. Enséñale Botton. Luego, vayan a buscarme allá abajo... ¿Conoces la taberna del "Tulipán Azul"? Venden la mejor ginebra de Holanda. Con jugo de naranja, puedes probarla, Mónica. Es muy saludable... y ayuda a olvidar...

—¡Juan... Juan...!

Mónica ha dado algunos pasos inseguros, en los que sus pies resbalan sobre las anchas y pulidas lajas que son el pavimento de las pintorescas calles de aquella población pequeña y soleada. Pero Juan no parece escucharla, y ella se detiene con gesto de desaliento viéndole alejarse entre la doble fila de blancas casas...

—No se apure por él, patrona, no va a pasarle nada —intenta calmar Segundo.

—Pero él va a esa taberna para beber hasta emborracharse.

—No, señora, no tenga miedo. El patrón jamás se emborracha ni deja que lo hagan los demás. En el Luzbelel aguardiente no se lleva si no es de contrabando... El patrón es todo un hombre, patrona. Y usted lo sabrá mejor que nadie.

Mónica se ha sentido enrojecer, y esquiva la mirada sincera, candida a fuerza de franqueza, con que Segundo Duelos le habla. Apenas soporta aquella fórmula rotunda con la que los demás la atan a Juan como a una bestia marcada con su hierro, como a algo de su exclusiva propiedad... Pero no, no es esa la idea exacta. En los labios de Segundo Duelos hay una sonrisa, hay una sonrisa compañera, casi cómplice, y un tono amistoso de disculpa: —La señora sabe también perfectamente que el patrón es más bueno que el pan...

—¿Es bueno Juan? Quise decir, con los demás... con ustedes...

—Es duro siempre que hace falta, pero ningún hombre puede echarle en cara que Juan del Diablo le haya pedido hacer algo que él mismo no sea capaz de hacer mejor y más de prisa. A su lado, todos nos sentimos seguros. Cuando él ordena algo, no preguntamos por qué ni para qué... Pensamos: "Él sabrá". Y él siempre sabe... Sólo cuando la trajo a usted... Bueno... Perdóneme, siempre tuve el defecto de hablar de más...

—Quisiera que me hablara francamente...

—Pues, francamente, creo que metí la pata. La señora sabrá perdonarme, como el patrón me ha perdonado... Pero como nunca había pasado en el Luzbeluna cosa parecida... Claro que hasta ahora, tampoco el patrón se había casado, ni había dejado que subiera ninguna mujer al Luzbel...El patrón estaba desesperado porque usted se había enfermado en el viaje de novios... Estaba fuera de sí, y como yo cometí la torpeza de molestarlo... Pero ahora usted está bien, y todos nos sentimos muy contentos...

Ha sonreído con su sonrisa franca. Hay algo ingenuo y cándido que asoma a esa sonrisa y, repentinamente, Mónica se siente consolada, segura, tranquila, y busca el apoyo de su brazo...

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