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—¿No tiene miedo el niño de quedar solo a bordo?

—¿Colibrí? ¡Bah! En peores sitios ha quedado solo. No tiene miedo; al contrario, se alegra de que se le dé importancia. Además, será por poco rato. Voy a darle un poco más al remo para llegar por una playa más fácil. La madre Holanda todavía no le ha regalado un puerto a Saba ni creo que les haga falta. Reciben pocas visitas por acá, y están mejor que si llegaran muchas...

—Nunca vi nada más bello que esta isla...

—Vista desde aquí, parece el Paraíso, ¿verdad? Pero ya tendrá rincones de infierno... Donde hay más de cien hombres, ya se sabe: hay pobres y ricos, nobles y plebeyos, amos y esclavos, razas privilegiadas...

Ha remado, bordeando a lo largo de la costa de roca viva, hasta encontrar el dorado abanico de una playa. Uvas cálelas y cocoteros la sombrean, llegando casi hasta las mismas aguas del mar. Con la agilidad de un grumete, ha saltado; de un violento tirón arrastra por la arena el bote, playa adentro, y, antes de que caiga sobre uno de sus costados, alza como una pluma el cuerpo de Mónica y la lleva en brazos hasta la sombra de las palmas...

—¡Ajajá! Tomamos posesión de la tierra de Saba... Buena vista, ¿verdad?

Hay un silencio religioso que baja del cielo azul al aire tibio y perfumado... Aroma de pimienta, de clavo, de nuez moscada, viejo aroma de las islas de la especiería con que soñaran Colón y los visionarios navegantes del siglo XV... aroma que Mónica aspira con una ansia impensada, bebiendo de él como una fuerza nueva que su juventud necesita, como un sentido distinto del amor, de las cosas, de la vida... como si la mujer que hay en ella fuese saliendo desde un fondo profundo de cosas falsas para gozar de un modo nuevo de las cosas comunes: la luz, el aire, la salud que vuelve y el vibrar de su sangre de veinte años...

—Ya no estamos muy lejos de " The Botton", "El Fondo", en nuestro idioma. Así se llama la principal población de Saba, mejor dicho, la única población, pues lo demás son un par de aldeas de pescadores. Bottonestá cerca de lo que fue el cráter de un volcán hoy apagado. La construyeron los viejos marinos holandeses... Tiene casas amplias, sólidas, limpísimas, casas como las de Curazao y Bonaire... ¿No viste nunca esas islas, Mónica?

—No, Juan...

—Ya las verás. Valen la pena. En otro estilo, son tan bonitas como Saba.

¡Qué hombre tan distinto le parece ahora Juan sin el duro ceño autoritario, sin la amarga mueca de sarcasmo que endurezca su rostro, ahora sereno, juvenil y franco! Sus negros ojos miran de frente, ardientes y leales... Su boca, golosa y sensual, podría ser blanda sin el cuadrado mentón voluntarioso, sin la firmeza de las anchas mandíbulas que encuadran en el cuello recio, robusto... Él no se ha vestido de fiesta, como los otros marineros. Lleva los fuertes pies descalzos indiferentes a las piedras y a las espinas. Es hermoso, viril y recio, con la hermosura bárbara de aquella isla de Saba que es un volcán en medio de los mares. Sobre esas tierras semivírgenes, así como sobre la cubierta del Luzbel,no es el mismo hombre amargo, cruel, salvaje, atormentado, con que chocara Mónica en el valle de los D'Autremont... No tiene la mirada insolente ni la sonrisa procaz con que se acercara a las ventanas de la vieja casa de Saint-Pierre... Y Mónica le mira preguntándose por qué ha cambiado tanto, hasta que él habla como respondiendo a su pensamiento:

—Qué extraño corre a veces el tiempo, ¿verdad? Parece que hiciera cien años que dejamos la Martinica, y son apenas cuatro semanas... ¿Quieres que lleguemos hasta la ciudad? Ya no falta mucho; un solo tramo... Eso sí, cuesta arriba... Pero pesas lo bastante poco para que yo pueda llevarte en los brazos...

—¡No, por Dios! ¿Cómo va a molestarse?

—Aquí no se conocen los coches, ni siquiera los caballos. Mulos o burros es lo más que puede encontrarse. Las mujeres de los colonizadores holandeses solían hacerse llevar en literas o en los brazos de un esclavo...

—¡No es posible! ¿Usaban como bestia a un ser humano?

—Eran gentes distinguidas —señala Juan en tono burlón—. Aquí se trajeron muchos esclavos de África, y también de Europa. Hace poco más de cien años todavía se vendían en estas islas las cadenas de presidiarios. Se les recogía en grandes redadas en las ciudades de Inglaterra, Francia, Holanda... Eran ladrones, piratas, rateros, vagabundos sin oficio, o pobres diablos sin nombre ni fortuna. En el muelle se subastaban, se vendían por un año, por cinco, por diez, y en este clima morían o cambiaban. Gracioso, ¿verdad?

—No, no tiene gracia... Es demasiado cruel...

—¿Sobre qué cosas ha hecho el hombre su mundo, sino sobre crueldades? Los cimientos de los castillos y de los palacios se endurecen con lágrimas, con sangre, con el sudor de la agonía de miles de infelices que reventaron de fatiga. Gracias a esas cosas somos civilizados... Si el mundo fuera bueno, no sería mundo, Santa Mónica, seria el paraíso terrenal...

—Santa Mónica... —murmura ésta lentamente—. Hacía tiempo que no me llamaba de ese modo...

—Si —corrobora Juan en tono jovial—. Según nuestro nuevo calendario, unos cien años. Tú, en cambio, no has vuelto a llamarme Juan de Dios...

—Nunca como ahora podría llamárselo. Y si aquella idea que tuvo de dejarme en María Galante fue verdad...

—Sí, fue verdad —declara Juan con gesto sombrío—. Pero alguien se encargó de frustrarla y, como dije, estás condenada a pagar por las culpas ajenas.

—¿Quiere decir que ha desechado usted ese buen pensamiento de una manera absoluta, total? —se angustia Mónica.

Juan ha esquivado la mirada ansiosa, ha sacudido la cabeza como espantando el negro pensamiento que repentinamente ha vuelto a invadirlo. Luego, con rápida determinación, alza a Mónica en brazos, haciéndola protestar asustada:

—¡Oh, por Dios! ¿Qué hace?

—Llevarla a la ciudad... No falta más que un tramo... Con la increíble agilidad de un tigre que salta monte arriba entre las piedras, ha echado a andar casi corriendo. Nada parece pesar Mónica en sus fuertes brazos, pero ella se agarra con angustia de su cuello... Otra vez siente que no es dueña de nada, ni de su propia vida, y entorna los párpados, entregándose. ¿Cómo podría luchar contra esa fuerza ciega? Sería tan inútil, tan insensato, como oponerse a la fuerza de un torrente, como querer sujetar con las manos el resoplido de un ciclón... Le pertenece, es de aquel hombre, y él la lleva en los brazos monte arriba, igual que, si quisiera, podría arrojarla al fondo de una de aquellas zanjas que se abren como abismos a los costados del estrecho camino, igual que hubiese podido tirarla al mar o dejarla morir en la cabina del Luzbel.Vive de la misericordia de aquel bárbaro que juró no tener misericordia, no sentir más piedad... ¡Qué protector y cálido es el aliento que la envuelve! ¡Qué extraña y ardiente dulzura destila gota a gota sobre su alma, sin que ella se atreva a saborearlo! Sin embargo, allá arriba, él se detiene para depositarla de pie en el suelo con absoluta suavidad...

—Ahí la tienes: Botton. La ciudad más importante de Saba. Hay algo parecido a un hotel en esta calle. Podemos comer algo distinto y dar luego una vuelta por las tiendas. Ese traje te queda muy bien. Necesitas comprarte algunos más...

—¡Oh, no, no, de ninguna manera! ¿Está loco? No necesito nada, no quiero nada, y si usted tuviera piedad, me dejaría en libertad de volver... Confíeme a las autoridades en cualquier parte. ¡Déjeme regresar a mi convento, Juan!

—¿Tu convento? ¿Qué puede haber en él que tanto te agrade?

—Hay paz, Juan, hay silencio, soledad y paz...

—¡También hay paz en el sepulcro! ¿Y por qué morir si aun no has vivido? ¿Es que no te das cuenta de que todo en ti es absurdo? Ven acá, mírate...

Ha vuelto a llevarla, como si la arrastrase, hasta el brocal de piedra de una fuente cercana. Es un cuadrado y pequeño estanque, sobre el que gota a gota se va derramando un manantial, y en él, como en un espejo, las dos imágenes se retratan: fiera y recia la de Juan; frágil, trémula y exquisita la de Mónica de Molnar...

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