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—Supongo que debo creerla —acepta Juan dándose por vencido. Blandamente ha vuelto a dejarla sobre las almohadas, y se pone de pie separándose unos pasos de la litera—. Pero en este caso, una vez más ha pagado usted por las culpas ajenas...

Se ha alejado con el paso silencioso y elástico de sus pies descalzos, y Mónica le mira a través de sus lágrimas, roto de nuevo el dique de su llanto, pero roto también el nudo horrible de su terror, sintiendo que respira, considerando, por primera vez, que el hombre que se aleja no es una fiera, no es un bárbaro, no es un salvaje. Que acaso lata un corazón humano bajo el duro pecho de Juan del Diablo...

Muy despacio, ha vuelto a incorporarse, ha ensayado dar unos pasos agarrándose a las paredes, a los muebles... Ha llegado hasta la pequeña ventana redonda, cuando un violento tumbo de la nave la hace vacilar, casi caer... Y el negro muchachuelo que se ha deslizado sigilosamente al interior de la cabina, acude solícito en su auxilio, con un angustiado:

—¡Ama... Ama...!

—Colibrí, ¿qué ha pasado?

—Nada, mi ama, que el amo agarró el timón y cambió de rumbo para estribor. El amo está contento; le regaló a Segundo el tabaco que le quedaba, y Segundo dijo que íbamos para la isla de Saba. Es una isla chiquita, pero los marineros están muy contentos, porque allí vamos a comprar queso, tabaco y carne. Es muy bonito ver la tierra después de tanto mirar el mar, ¿verdad, mi ama?

—Yo ni siquiera había visto el mar...

Por la redonda ventana, Mónica queda mirando el mar y aspira con ansia aquel aire impregnado de salitre y de yodo, sintiendo que corre más de prisa por sus venas la sangre, que vuelve la vida, esa vida que ha sido para ella tan dura, tan cruel, tan amarga, pero a la que se aferra su juventud con una extraña fuerza, tras haberse sentido agonizar, y profetiza:

—Creo que me gustará ver la isla de Saba.

8

CERRANDO LA SUAVE curva elástica que forman las Antillas Menores, desde las islas Vírgenes hasta las costas venezolanas, broche de oro y esmeralda en el magnífico collar de las islas de Sotavento, se alza Saba, verde como que emerge de las aguas azules del Caribe con su redonda costa de roca viva, con la apretada maraña de su boscaje florecido de bugambilias, bibiscos y poincianas, perfumada del aroma penetrante de la nuez moscada, cuyos árboles crecen en las estrechas grietas que son como pequeños valles alargados. Y arriba, en lo alto, cerca de lo que fuera en otro tiempo cráter de un volcán, la pequeña ciudad holandesa de Botton, con sus pocas calles en escalera, de limpísimas casas del más puro estilo flamenco, sus pequeños jardines bien cuidados, sus aceras de azulejos brillantes y sus gentes plácidas y lentas, que parecen vivir al paso rítmico de un clima siempre igual, en el éxtasis de su maravilloso paisaje.

—Le queda muy bien ese traje, mi ama.

—Colibrí, ¿por qué entras sin llamar? —reprende Mónica, levemente sobresaltada.

—Perdone, mi ama, pero vi por la rendija que ya estaba vestida. Le queda muy bien ese traje.

Mónica ha hecho un esfuerzo para contener la sonrisa inevitable que las ingenuas palabras de Colibrí han llevado a sus labios. Frente a aquel espejo que sin una palabra ha colgado Juan en la única cabina del Luzbel,acaba de mirarse ataviada con el vestido que trajera Segundo de María Galante, y siente la impresión de estar casi desnuda. El fino cuello adelgazado emerge del encaje que bordea el escote, las mangas llegan apenas a la mitad del brazo. En cambio, la falda es larga y ancha, pero ceñida en la cintura, mostrando el fino talle flexible. Ha peinado en dos trenzas sus dorados cabellos que caen sobre la espalda, nimbo rubio de su belleza ahora más frágil, más idealizada que nunca...

Con movimiento de pudor instintivo, se arrebuja en el chal de seda roja y el vivo color da vida nueva a sus pálidas mejillas. Sin embargo, retrocede vacilante, con una protesta:

—No puedo salir así. Necesito mi ropa, mi traje negro... ¿Dónde está? ¿Cuándo me lo quitaron?

—No sé, mi ama. Pero salga, salga que ya estamos llegando. ¡Mire la montaña! Salga, mi ama, salga...

Mónica se ha acercado a la redonda ventanilla. En efecto, están muy cerca ya de tierra. Allí, como al alcance de la mano, está la playa rubia, con el verde cinturón de palmeras sombreando sus arenas doradas, y un sol caliente baña todo el paisaje. Es el sol de otro mundo, de otra vida... Como electrizada, va Mónica hacia la puerta del camarote, que se abre de par en par para dejarle paso.

—¡Ya estamos en Saba, patrona! ¿No quiere usted bajar?

No es la gallarda figura de Juan del Diablo la que está frente a ella. Un instante se estremeció pensando que era él quien se acercaba, pero el hombre que se ha apresurado a franquearle la puerta es él segundo del Luzbel.Es menos alto, menos recio, menos arrogante, tiene los ojos claros, los cabellos castaños, y hay en su rostro juvenil, hoy pulcramente rasurado, un gesto a la vez solícito y curioso. Su pecho es ancho, sus manos callosas, pero sus pies no están descalzos ni viste la burda camiseta marinera de todos los días, sino las frescas ropas claras, típicas de los habitantes de la Martinica y Guadalupe. Porte y traje hacen perfecto juego con los de la lindísima muchacha que un instante quedara en la puerta de la cabina, como deslumbrada, y que balbucea:

—¿Bajar...? ¿Yo...?

—Hay un bote listo para echarlo al agua. Se siente mejor, ¿verdad? Colibrí dijo que ya estaba curada y no sabe cuánto nos alegramos todos...

Ha extendido la mano señalando a los otros tres tripulantes del Luzbel,que ahora parecen totalmente olvidados de su trabajo, inmóviles junto a la borda, fijas en ella las miradas, tensos por la emoción invencible que aquella presencia femenina trae a sus mentes rudas y cándidas. Con pudor instintivo, Mónica se ha envuelto más en el rojo chal.

—El amo dijo que todos podíamos bajar. ¿No va a bajar usted también, patrona? —insiste Segundo.

—No va a bajar contigo. Acaba de largarte a cumplir mis encargos y regresa con ellos en el término de la distancia si no quieres pasarlo mal. ¡Todos aquí de vuelta dentro de una hora! ¡Acaben de largarse!

Aún encendidos de ira se han vuelto hacia Mónica los ojos de Juan, y cambian de expresión para llenarse de sorpresa. Mónica es casi otra mujer: una dulce mujer doliente y débil, que tiembla a su pesar, que se estremece de rubor y de angustia tan sólo al sentir cerca a Juan del Diablo, heridas sus pupilas por el sol brillante que en tantos días no contemplara, mareada por el golpe de la brisa del mar que llega despeinándola. Y Juan cambia de voz, de expresión y de tono tras los largos minutos que lleva mirándola, para asegurar:

—Yo impediré que esos idiotas te molesten más de la cuenta.

—Ese joven no estaba molestándome. Se acercó amable y respetuoso, y no había ninguna razón para tratarlo mal...

—¿Opinas entonces que debo presentarle mis excusas? —declara Juan en tono burlón.

—No opino nada. Supongo que en este barco todos, y yo la primera, estamos sometidos a su capricho y a su voluntad.

—A mi voluntad, que rara vez se mueve por caprichos. No quiero que en la larga fila de tus quejas de Juan del Diablo incluyas la de haberte obligado a familiarizar con los marineros de mi barco. Además, oficialmente eres mi esposa... Nos casamos, ¿verdad? No creo que a ti se te ocurra dudarlo, como al doctor Faber. No creo que quieras negarlo... Muy atrevido Segundo en hablarte de la forma en que lo hizo, en quedarse detrás de la puerta esperando que te asomaras. Pero si todo ello te agradó, no hay más que hablar. Por lo demás, su idea no fue mala... ¿Quieres bajar a tierra?

—¿Ahora? Pero ellos ya se fueron...

—Hay otro bote y otros brazos que reman mejor que los de Segundo... Colibrí se quedará cuidando el barco, y yo te llevaré hasta tierra...

Sentada en el pequeño bote, arrebujada en su chal de seda roja, sintiendo que de pies a cabeza la baña aquel sol caliente y espeso como miel dorada, Mónica mira acercarse, a cada golpe de remo, la costa de Saba. Aun no comprende por qué se ha dejado llevar, suave y mansa, agradecida casi, en aquel bote que tan liviano parece para los recios brazos de Juan. Este ha soltado un instante el remo para decir adiós con la mano al muchachuelo oscuro que quedó en la goleta, y Mónica vuelve también la cabeza para mirarlo, correspondiendo a sus gestos de despedida. Luego, sus ojos, aun temerosos, se vuelven a Juan:

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