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—¿Dónde está? ¿Dónde se ha escondido? ¿Por qué no me abrías?

—Porque me hallaba en el otro cuarto. No había escuchado que tocaras... Te ruego que te calmes... Estás fuera de ti... Es indigna la actitud que has tomado... Sé bien que eres un hombre, dueño y señor de todos tus actos, pero como madre tengo todavía algunos derechos, y no creo que pretendas negármelos...

—No se trata de eso. ¿Dónde está Aimée? Antes la libraste de mis manos, pero ahora no podrás... Ahora tendrá que responder satisfactoriamente, o su traición quedará probada. Y si tengo la verdad en la mano, si me ha traicionado, si me ha engañado...

—¡Basta! No tienes ninguna evidencia, puesto que aun hablas de ese modo. La verás cuando tú y yo hayamos hablado. Te exijo que te calmes, Renato. ¿Qué es lo que te pasa?

—Han hallado al segundo caballo cerca de la playa, en la costa del segundo valle. Muerto de fatiga, bañado en sudor, arañado por las zarzas, casi reventado tras la carrera inhumana que fue obligado a dar...

—Bueno —acepta Sofía con falsa serenidad—. Si Juan del Diablo salió de aquí llevándose dos caballos, es lógico que sean los que aparezcan tarde o temprano...

—Lo encontraron muy cerca del lugar, en que alguien, a toda prisa, había improvisado un pequeño muelle de tablas, para dar acceso seguramente a un bote... Eso quiere decir que Juan lo tenía preparado todo para una fuga, para un escape. Los mejores caballos de la casa escondidos en la maleza, el barco a dos horas de aquí, el muelle preparado para que él pudiera llevar cómodamente una dama. Salida franca para una fuga...

—O para un viaje de novios. ¡Quién sabe! —intenta Sofía restar importancia.

—No hay tal viaje de novios, pues Juan no sabía que yo iba a obligarlo a casarse con Mónica. Juan lo tenía todo dispuesto para llevarse a la otra, a la que de veras amaba, a la que de verdad era su amante...

—¡No es suficiente lo que has visto, para estar seguro de eso, Renato! —rechaza Sofía con enérgica determinación—. ¡No puedes tener la certeza...!

—No, no la tengo, madre —vacila Renato—, Pero esto es casi la certeza. Por eso busco a Aimée, y te ruego que me dejes con ella, que no intervengas. ¡Esta vez, tendrá que decirme la verdad... toda la verdad!

—Óyeme, Renato, es de urgencia lo que he de decirte: Me consta, estoy segura de que tu mujer no te ha engañado. He pasado horas junto a ella; la he acosado, la he enloquecido, la he obligado a hablar con absoluta sinceridad. Me lo ha contado todo...

—¿El qué te ha contado?

—Toda esta historia... Me la ha contado llorando, me la ha contado desesperada, y a mi no me ha mentido. No tenía por qué mentirme. Tú la has humillado, la has ofendido profundamente con tu violencia, con tus malos tratos...

—¡No he hecho sino querer saber algo a lo que tengo perfecto derecho!

—Has traspasado los límites, los procedimientos que un hombre decente debe emplear. Ahora mismo, ¿cuánto llevas bebido?

—¡No estoy borracho! Si ella te ha dicho... Pero, ¿es que no comprendes? He estado loco, desesperado; he buscado algo que me ayude a contenerme, a no herir como ciego, a no matar. ¡Que cuánto he bebido...! ¿Qué importa cuánto he bebido? Ni una sola gota de ese alcohol está en mi cerebro. Nada ha logrado calmarme; todo se lo ha tragado esta angustia, esta desesperación, esta rabia, este anhelo furioso de encontrar la verdad. ¡Ella tiene que decírmela!

—¡Ella no te ha engañado! Como esposa, no te ha engañado. Si acaso, como hermana de Mónica de Molnar.

—¿Qué quiere decir eso?

—Renato, hijo, escúchame y entiéndeme. Aimée no te ha traicionado como esposa, ha vivido para ti y es a ti a quien ama. Está desesperada por tu desconfianza, por la forma brutal en que la tratas. Tan desesperada, que ha llegado a preferir la muerte.

—¡Si fuera inocente, no tendría más que un anhelo! ¡Probarlo!

—No se considera inocente, porque te ocultó algo... Sí, toda esa triste historia de su hermana, sentimientos que tú ignoras y que ella no podía decorosamente participarte. Cosas íntimas, delicadas...

—No hay nada que mi mujer no pueda decirme. Si me ama, si me hubiese amado...

—Te ha amado y te ama... Si confías en mí, sabrás que soy tan celosa de tu honor como tú mismo puedas serlo.

—Siempre lo creí de ese modo, y es por eso que tu actitud me extraña...

—Siéntate y escúchame. No es cosa que pueda decirte en dos palabras. Sin embargo, hay algo que, aunque no soy la llamada a decírtelo, no puedo ocultártelo más. Ella, humillada por tu actitud, no hablará, y tú debes saberlo en el acto... Renato, Aimée va a darte un hijo...

—¿Qué? ¿Qué? ¡Un hijo!

Lentamente, Renato se ha sentado, ha echado hacia atrás la cabeza, cerrando los párpados, apretando los labios, y sobre el tumulto de su rencor, de sus celos, de su odio, de su amor frustrado, van cayendo lentas y suaves las trémulas palabras de su madre:

—Sería terrible que por la violencia de tus celos cometieras una injusticia. No te pido que lo aceptes todo, no te digo que corras a estrecharla en tus brazos, pero sí que moderes tu carácter. Ella, como esposa, no te ha engañado. Bien puede ser que sus pecados sean veniales, y hay algo que tienes la obligación de considerar: ¡Va a darte un hijo! ¡Va a ser madre!

7

LOS OJOS DE Mónica se han abierto despacio, muy despacio, volviendo a cerrarse casi en el mismo instante, como si la luz los hiriese, y han vuelto a mirar por entre los párpados, semi-entornados, como reconociendo el extraño lugar en que se halla. Los grandes ojos claros de la ex-novicia se abren totalmente para mirar el rostro desconocido, de expresión noble y grave, de aquel hombre vestido de negro que inclina la cabeza cana, como consultando varias hojas de apuntes. Está tendida en una de aquellas literas, sobre un grueso colchón de lana. Bajo la cabeza dolorida, en la que las ideas parecen vibrar, salir y entrar inseguras y vagas, hay almohadas, y finas sábanas de hilo cubren su cuerpo vestido con un ropón liso y blanco. Las débiles manos rechazan un poco las sábanas... la cabeza de rubios cabellos enmarañados se levanta ligeramente, con esfuerzo. Trata de incorporarse, cuando...

—¡Caramba, si ha despertado usted! ¿Cómo se siente? El hombre vestido de negro ha llegado hasta ella, ha tirado de una banqueta con la absoluta naturalidad de quien está acostumbrado a moverse en aquella estancia, y ha buscado el pulsó de la enferma mirándola con ojos bondadosos y cansados a los que asoma la esperanza, mientras aconseja:

—No se mueva ni hable; no haga ningún esfuerzo. Está mejor, ¿sabe? Está mucho mejor, pero es preciso que no cometa la menor imprudencia. Ahora mismo voy a enviar por algo que necesita tomar.

La rubia cabeza de Mónica se estremece queriendo en vano fijar las imágenes que ahora pasan como en un torbellino. ¿Quién es aquel hombre? ¿En qué lugar se encuentra? ¿Está viva o muerta? ¿Sueña o ha perdido la razón? No recuerda haber visto jamás aquella estancia, no recuerda haberse acostado nunca en un lecho semejante, y el aire fresco que penetra por las ventanas tiene un áspero olor a salitre y a yodo. Es el aire del mar muy cercano... Está en un barco... sí, está en un barco, y enferma, gravemente enferma. Pero, ¿cómo está allí? ¿Por dónde llegó hasta aquel barco? Las imágenes se hacen más precisas. Recuerda... recuerda el valle de Campo Real, la lujosa mansión de los D'Autremont... Sofía, Renato, Catalina... Aimée, Juan... Juan del Diablo! Y al tomar cuerpo esta verdad en su mente, prorrumpe en un sollozo:

—¡Dios mío... Dios mío...!

—¿Qué le pasa? —acude solícito el doctor—. ¿Siente algún dolor, alguna molestia especial? Dígamelo, hija, dígamelo sin afligirse. Trate de explicarme lo que siente.. Soy el doctor Faber, su médico, y llevo tres días junta a usted, aunque no recuerde, haberme visto antes. Ha estado con fiebre muy alta y algo fuera del mundo, pero lo peor ha pasado ya, y Dios mediante...

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