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—Déjanos solas y cierra la puerta. Cuida de que no llegue a interrumpimos nadie.

Ha esperado ver cerrarse la puerta detrás de la doncella, para acercarse más a la linda muchacha que tiembla a pesar suyo.

—¿Sabes de dónde vengo, Aimée?

—No, doña Sofía, no tengo el don de adivinar.

—No es necesario tanto. Te bastaría con que escucharas la voz de tu conciencia, si es que hay algo en ti que conciencia pueda llamarse.

—¡Doña Sofía...! —protesta Aimée, alarmada; pero su suegra la ataja con firmeza:

—Vengo de seguir en vano las huellas de ese bárbaro, en cuyas manos no vacilaste en poner a tu hermana inocente, pagando por ti, sacrificándose por tu infamia, aceptándolo todo para salvarte, hundiendo su vida para salvar la tuya...

—¿Por qué dice eso? ¿De dónde lo saca? Le aseguro que no entiendo...

—Entiendes demasiado. Yo soy la que casi no puedo comprender, la que cara a cara miro tu rostro de ángel y me pregunto cómo puede esconder una máscara así tanto cinismo, tanta hipocresía, tanta maldad... ¡y tú eres la esposa de mi hijo, tú eres la víbora a quien permití que se atase para siempre la vida de mi Renato! ¡Tú... tú...! yo he sabido demasiado tarde...

—¿El qué ha sabido? ¡No es posible que ni usted ni nadie sepa nada!

—¿Ni el notario Noel? ¡Ah, cambias de color! Pues bien, si, he hablado con Noel, le he obligado a decirme cuanto sabe, he atado los cabos necesarios...

—¿Pero están todos locos? —pretende defenderse Aimée con la angustia adueñándose de todo su ser.

—Ciegos hemos estado. Ahora, por desgracia, se ha hecho para mí la luz, aunque ya demasiado tarde. Ahora comprendo la actitud de tu hermana, la desesperación de tu madre, la insolencia de ese maldito que ha osado seguirte hasta aquí, hasta la propia casa de Renato. No puedes negarlo... ¡tú, y sólo tú, eres la amante de Juan del Diablo!

Como si la escupiese, como si la abofetease, han salido las palabras de labios de Sofía, y a su terrible impacto se doblan las rodillas de Aimée, se extienden sus manos y una congoja sin igual le sube a la garganta... De pronto, haciendo un supremo esfuerzo, se yergue vibrante, como la víbora acorralada que se levanta para atacar. Ha alzado la cabeza viendo brillar una nueva esperanza, un resquicio por donde escapar, una posibilidad a qué agarrarse...

—¿Qué puede saber Noel? ¿Qué puede haberle dicho?

—Tu actitud y la de ese canalla, ¿crees que no bastan? La forma en que te acercaste a él... la forma en que le hablaste. Te trató como a una cualquiera...

—Me trató mal, pero por culpa de mi hermana. Yo luchaba por defenderla a ella, quería convencerlo de que se marchara. Renato fue el culpable...

—¡Calla! No manches el nombre de mi hijo; bastante lo has manchado ya. A los pies de Noel se desmayó tu madre, espantada, temblando, al suponer, con razón, que mi Renato iba a matarte. Y aun me habló más, aun me contó más. Sé que estuviste a verlo antes de casarte, que estuviste en su casa preguntándole por ese hombre, por ese maldito Juan del Diablo que es pesadilla de mi vida desde el día aciago en que nació. Y tenía que ser él... él, tenía que ser con él, y por él, que traicionaras a mi Renato. ¿Confiesas... confiesas... lo declaras?

—No confieso nada ni declaro nada —niega Aimée rehaciéndose de su turbación—. ¿Para qué quiere obligarme a hablar? ¿Para ir a decirle a Renato...?

—¿A Renato? No, demasiado sabes que no he de decírselo a Renato. No finjas que no estás bien segura de que no voy a delatarte... ¿O es que quieres que te prometa la complicidad de mi silencio?

—Renato me matará... Y no seré yo sola a pagar un momento de debilidad y de locura, cuando aun no era su esposa... No seré yo sola a pagarlo... Lo pagaría también el hijo de Renato, al inocente criatura que llevo en las entrañas...

—¿Qué? ¿Cómo? —se sobresalta Sofía, sumida en una completa turbación.

—¡Que es carne de mi carne y que es también la sangre de Renato! Por él he callado, por él me he defendido, por él he aceptado el sacrificio de mi hermana, y ella quiso hacerlo, quiso sacrificarse por amor a Renato...

—Pero, ¿qué estás diciendo? —la interrumpe Sofía cada vez más sorprendida.

—¡Sí, sí, esa es la verdad! Si quiere usted saberla toda, toda entera, tengo que gritarla. Mónica estaba enamorada de Renato, me disputaba al que era ya mi prometido... Impulsada por los celos, acorralada por las circunstancias, cometí una locura. Después me arrepentí y lloré mucho. Sólo a Renato quiero con toda mi alma... ¡Sólo a él he querido siempre, y ahora me muero porque he perdido su amor y su confianza!

Sofía D'Autremont ha retrocedido queriendo rechazar aquellas palabras pérfidas y venenosas, comprendiendo a medias, a la vez sorprendida y espantada; mientras viendo que gana terreno, Aimée se alza para correr a ella, jugándoselo todo en un golpe de audacia:

—Pero no puedo más... no soporto más... Voy a decírselo todo a Renato, voy a confesarle la horrible verdad, voy a que me mate de una vez, ¡a que terminen juntos mi vida y la del hijo que...!

—¡Quieta! —la detiene Sofía en tono imperioso—. ¡No abras esa puerta... no des un solo paso! No seguirás haciendo cuanto se te antoje, no seguirás hiriendo y destrozando a cuantos tienen la desgracia de estar a tu lado... ¡No convertirás a mi hijo en homicida, acabando de destrozarle y deshonrarle! ¿Piensas que no le has hecho ya bastante daño? ¿crees que no tengo ya motivos de sobra para maldecirte?

—¡Pagaré con mi vida y nadie tendrá que maldecirme! Por eso voy a llevársela a Renato... Que disponga de ella, que apriete de una vez esta garganta... ¿Por qué no dejó usted que me matara?

—Porque no eres tú quien ha de juzgar el castigo que merece tu falta, sino yo, que es a quien más has ofendido... yo, que te di mi hijo dichoso, feliz, lleno de ilusiones: yo, que creía, entregándotelo, velar por su felicidad, mientras tú le llenabas de fango; yo, que ahora te ordeno que calles... ¡Que calles, como callarán todos!

—¡No! —intenta protestar Aimée hipócritamente.

—¡Sí! Bien sé que la mitad de tus palabras son falsas; sé que, a pesar de tu desplante, no has de buscar la muerte. Quien ha sido capaz de callar frente a lo que tú has callado, tiene que ser demasiado egoísta para dejarse matar... Bueno, iba a obligarte a salir de esta casa, a hacer que huyeras, que te alejaras sin que mi hijo pudiera verte ni alcanzarte. Entré dispuesta a proteger tu vida, no por ti, que no la mereces, sino por él, que es lo único que me importa ya en la tierra... Pero ahora no voy a dejarte marchar, ahora te quedarás... Hace unas horas, si yo no hubiera entrado en la alcoba de ustedes, acaso habrías pagado ya tu deuda. Te salvé una vez y te salvaré definitivamente; pero vas a decir lo que yo te ordene, vas a hacer lo que yo te mande. ¡Te condeno a vivir, te condeno a callar, te condeno a expiar tu pecado, siendo para mi hijo no una esposa, sino una esclava!

Repentinamente, se dejan oír en la puerta unos golpes apremiantes, y es la voz de Renato la que llama:

—¡Mamá, mamá, ábreme en seguida! ¡Ábreme!

—Algo nuevo ha pasado —señala Sofía—. Pero no tiembles, prometí defenderte y yo sé cumplir mi palabra, Aimée.

—¡Mamá! ¿Es que no me oyes? —vuelve a llamar Renato, golpeando ya violentamente la cerrada puerta.

—Entra en ese cuarto —aconseja Sofía a Aimée—. No salgas, a menos que sea yo quien te llame. ¡Anda!

Sofía la ha visto obedecer, llevándose luego las manos al pecho, ahí donde el corazón late sobresaltado. Ella también tiembla, también está pálida, pero ha tomado una resolución heroica, ha decidido en un instante su actitud y su conducta futuras, y mientras va a franquear la puerta, algo parecido a una oración se eleva de su alma... una oración para el hombre que la llama impaciente.

—¿Qué ocurría? Temí tener que echar la puerta abajo. Con mirada de franca desconfianza, Renato D'Autremont ha recorrido la ancha estancia que es alcoba de su madre. Busca, con rabiosa impaciencia, le grácil figura de Aimée de Molnar, resbala la mirada sobre la puerta cerrada que da al cuarto-tocador de doña Sofía, y la vuelve a su madre, interrogadora y ardiente:

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